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Desde hace un tiempo, me he acostumbrado a fijar mi mirada en el bulto genital de los hombres con los que me topo en la calle, en un café, en una plaza, en un centro comercial, en mi propia casa (si el hombre es un visitante ocasional que me obsequia su presencia física). Observo con delectación —discreta para no delatarla— esa protuberancia, más turgente en algunos casos que en otros, alrededor de la bragueta. Se trata de un cotidiano ejercicio erótico que me tonifica el ánimo: energiza mi actividad mental, cataliza el ímpetu de mi contacto sensorial con el mundo, regocija a mi sensualidad: aumenta mis ganas de vivir.
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¿Qué pasa, qué debe pasar cuando se desea sexualmente a un amigo? Si la heterosexualidad de ese amigo es evidente y notoria, imposibilitando de hecho y de derecho la consumación genitalizada del deseo, hay que transformar el apetito erótico en una oblación física y psíquica de la generosidad, convertir la necesidad de posesión en ofrenda y la pasión carnal en el obsequio de una entrega personal olvidada de sí misma. Intenté formularlo lapidariamente en el poema 15 de Poemas de la Quebrada de Virgen: “tragarse la muerte solitaria/ para que el otro sea dichoso”. Es decir, querer tanto al amigo deseado que no se lo quiera para uno mismo sino por lo que él constitutivamente es, apostando por su realización humana y su felicidad con prescindencia del goce sensible que su cuerpo pueda otorgarnos. Es una cierta experiencia de la muerte, como afirmación del amor y, en consecuencia, de la vida. En el idioma existencial cristiano: convertir Eros en Agape.
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Recuerdo cuando a comienzos de los años ochenta le confesé a L. que estaba enamorado de él. Como era y es un hombre muy refinado espiritualmente y me quería y estimaba muchísimo, y aunque nunca fue homosexual, no se escandalizó ni se alarmó ni se asustó; antes al contrario, lo percibí conmovido y halagado ante la tímida profesión de mi de amor. Hoy, cuando aquel enamoramiento se ha evaporado y es solo un recuerdo sin nostalgia, subsiste como un acorde de ternura alimentando la fiesta cotidiana de mi amistad con él. Apenas la diminuta y dulce brasa de lo que fue una hoguera.