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Lutos lorquianos; por Arturo Almandoz Marte

Lutos lorquianos; por Arturo Almandoz Marte

“En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle.
Hacemos cuenta de que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas.
Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo.”
Federico García Lorca, La casa de Bernarda Alba (1936), I

 

1.

Hacia mediados de los años sesenta, comenzando yo a interesarme por atuendos femeninos, una de las primeras impresiones que fijé fue que mis tías Almandoz Ramos vestían siempre de negro. De los camiseros entallados, como los que Lucille Ball llevaba en su show televisivo tan en boga al promediar la década; hasta los pantalones que a finales de la misma instaurara Saint Laurent, según viera yo en las primeras ediciones de ¡Hola! llegadas a mis manos, esa metamorfosis de la moda femenina ocurrió ante mí, como en una película blanquinegra, en las visitas de mis tías paternas a nuestra casa de San Bernardino.

Respetuosa de las Almándoz, como ella las llamaba, mamá por su parte elegía atuendos de medioluto o colores discretos para tales ocasiones, lo cual comenzaron también a hacer mis tías hacia el 68, acaso como eco familiar de la liberación femenina. A diferencia de sus hijas, mi abuela Trina vistió por muchos más años de negro cerrado, en consonancia con aquel rostro adusto y entristecido que siempre le conocí. Era éste como un palimpsesto en el que asomaban superpuestos los pesares por el ya lejano suicidio de su hermano José Antonio, el poeta Ramos Sucre, en la Ginebra de 1930; algo también por la muerte de su madre en 1953, que aunque natural, quedó ensombrecida por la tortuosa relación de Mamá Rita con José Antonio; y finalmente por el deceso de mi abuelo José en 1965, causal de aquel luto que por añales vistió mi percepción de la abuela Trina y las tías Almandoz Ramos.

Menos prolongado y austero fue el luto llevado por las mujeres de nuestra casa a la muerte de papá en 1974, cuando mamá, mi hermana Corina y Margarita, hija de crianza, combinaron el negro, el blanco y el morado por un año, tocadas todavía con velo para las misas mensuales que tuvieron lugar en la iglesia del padre Claret en San Bernardino. También fue menos cerrado el luto de mis tías Marte al fallecer mi abuelo Alejandro por aquellos mismos años; sin embargo, mi abuela Carmen, al igual que Trina, llevó sus talleres negros por mucho más tiempo, creo que de hecho hasta su muerte a finales de aquella década turbulenta y contracultural.

Semejantes a los de mis abuelas, pero forrados con pañolones y medias, atuendos negros eran llevados por las mujeres de origen español, italiano y portugués, abundantes en Caracas por aquellas décadas en que era crisol de inmigrantes. Las veía yo sobre todo en mis frecuentes excursiones a Candelaria y otros sectores del centro caraqueño, donde más de una era marchanta de embutidos, pescados o especias de mamá. O también en el mismo San Bernardino, donde regentaban conserjerías, abastos y panaderías, con sus sempiternos camiseros cerrados, confeccionados en lanosas telas negras, como hechos para los fríos y las humedades del Mediterráneo y el Cantábrico. Diferían en eso y en los estilos de los trajes de mis tías y abuelas, cuyos ajuares luctuosos eran mayormente de popelina o seda, más acordes con el calor tropical.

2.

Seguramente esa galería entre familiar y parroquial del luto femenino, completado por el que llevaban parientas inmigrantes de compañeros del colegio Tirso de Molina, según podía ver yo cuando acudían a recogerlos, avivaron mi interés en el primer encuentro con La casa de Bernarda Alba. Leímos en clase fragmentos de la obra a comienzos del bachillerato, coincidiendo con la muerte de papá, lo que aumentó mi empatía con la trama, escenificada en la casona umbría y clausurada que desde entonces me sedujo. La viuda lo declara en el acto primero, con sentencias que sellan las barreras inexpugnables de la ciudadela virginal: “En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Hacemos cuenta de que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar a bordar el ajuar. En el arca tengo veinte piezas de hilo con el que ya podréis cortar sábanas y embozos”.

Al definir el elenco en el acto primero, me llamó la atención el subtítulo dado por García Lorca, “Drama de mujeres en los pueblos de España”, que mejor recoge el sentido más provinciano que rural, generalmente atribuido éste a la trilogía completada por Yerma y Bodas de sangre. Bernarda sesentona y su madre enloquecida, las hijas solteronas y sus criadas resentidas son dramatis personae suficientes para urdir en ese gineceo una “tragedia clásica de alucinante sencillez”. Porque Lorca tendía en su teatro a lo trágico, así como en su poesía a lo elegíaco, según leí entonces en la Historia de la literatura española de Ángel del Río, cuya edición de 1963 consulté para el trabajo que hubimos de hacer sobre teatro español contemporáneo.

Más allá del carácter alegórico de los personajes por el que se decantaba el dramaturgo, así como del entorno pueblerino de la casa cancelada, no sabía yo entonces de la verosimilitud de la obra con la sociedad granadina coetánea. Si bien tuve en aquella lectura adolescente la impresión de una casa que podía ser medieval o decimonónica – no tan equivocada en vista de la intemporalidad de toda tragedia verdadera – años más tarde entresaqué elementos contextuales de reportajes y entrevistas al hispanista británico Ian Smith. Entonces supe de la existencia real de la familia Alba, cercana a los Roldán, partidarios de la Alianza Popular de derecha y enemigos de los García Rodríguez, que como los Lorca, eran de conocida tendencia republicana; con sus rivalidades y vendettas ancestrales, caldeadas durante la Segunda República española, los dos bandos caciquiles de la Vega de Granada proveían, como en la Verona de Shakespeare, pábulo para la intriga.

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Sólo que, allende el suicidio de Adela en la casa teatral de Alba, está el desenlace de la tragedia interfamiliar fuera de la obra misma e involucrando a su autor. Porque se ha sugerido, en documentales basados en investigaciones realizadas por Miguel Caballero y Pilar Góngora, que la difusión comenzada a hacer por Federico de los borradores de la obra en Madrid, en aquel verano de 1936, en vísperas de partir a Granada, pudo haber enconado a las familias archirrivales. Acaso estas hayan extendido sus manos largas para el fusilamiento del 19 de agosto del mismo año, lo cual hizo de La casa de Bernarda Alba no sólo la última de las tragedias lorquianas, sino también una prematura obra póstuma.

3.

Después de aquel encuentro adolescente, mi interés por La casa de Bernarda Alba se nutrió de puestas en escena vistas en televisión y en el teatro en Caracas, con el grupo Rajatabla, si mal no recuerdo. Sería renovado por otro montaje con Amparo Rivelles haciendo de Bernarda, el cual disfruté al vivir en España a finales de los años ochenta. No por casualidad, después de Madrid, Granada fue la primera ciudad que visité. La Semana Santa de 1988 estuve en la propiedad de los García Lorca en la Huerta de San Vicente, comprada tres años antes por la municipalidad para convertirla en museo; allí adquirí una reproducción del retrato de Federico, en aguafuerte realizada por José Hernández Quero, la cual ha estado en mi estudio desde mi regreso de España.

Llevado por la avidez despertada en los viajes, traté entonces de leer y enterarme, entre las procesiones y saetas de aquella Semana Santa, de cuanto pude sobre la figura entre literaria e histórica nacida en 1898 en Fuente Vaqueros. Sabía de antes sobre la pertenencia de García Lorca a la Generación del 27, junto a Rafael Alberti, Luis Cernuda, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre y Pedro Salinas, entre otros; conmemorando los trescientos años de la muerte de Góngora, conjugaron esos poetas tradición y modernidad, alta cultura y sentimiento popular en aquella España escindida entre el oscurantismo y las vanguardias, entre las falanges y el comunismo. También había leído sobre la decisiva estadía de Lorca en la Residencia de Estudiantes de Madrid durante la década siguiente a 1919, cuando compartiera con Salvador Dalí, Luis Buñuel y Emilio Prados; el contacto capitalino con estos artistas estimuló su talento como ilustrador, cultivado ya en la esmerada educación familiar, tanto como la vecindad granadina de Manuel de Falla lo hizo con la afición musical del romancista.

Por boca de mis anfitriones andaluces supe del rol de Lorca en tanto director de La Barraca, el grupo teatral creado por Federico de los Ríos, ministro de Cultura durante la Segunda República, quien trató de llevar los clásicos españoles a la calle. De esta experiencia exitosísima surgió la invitación a Argentina y Uruguay en 1933, donde los montajes lorquianos fueron aclamados mientras la fama del dramaturgo cundía; ya su prestigio internacional en la lírica había crecido con su temporada en la Universidad de Columbia en 1929, de donde resultó Poeta en Nueva York, libro más vanguardista y sombrío que los romanceros más tempranos. La internacionalización de Lorca iba a continuar, según comentaron mis colegas, con una invitación a México en aquel verano turbulento del 36, cuya aceptación era recomendada por amigos que le advertían de viajar al extranjero o permanecer en Madrid, controlado por el Frente Popular desde las elecciones de enero de aquel año. Pero el acendrado andalucismo de Federico, quien creía que la casa familiar le protegería de los “rayos” de la tormenta en ciernes, le hizo viajar a la Huerta de San Vicente. Ya para entonces se habían levantado, el 17 de julio, los generales Emilio Mola y Francisco Franco, reaccionando al asesinato del diputado monárquico José Calvo Sotelo pocos días antes. Y fue en esa hora menguada, atizada por la inveterada homofobia de entonces, cuando el general Queipo de Llano, otro de los sublevados que controlaban la capitanía general de Sevilla, dio orden al comandante José Valdés para ejecutar en Víznar, en la madrugada del 19 de agosto, al artista “rojo y maricón”.

4.

Entre familiares y lorquianos, todos esos recuerdos de muertes y lutos regresaron a mi memoria al ver, una noche de domingo en el canal mexicano De Película, la versión que en 1987 filmara Mario Camus de La casa de Bernarda Alba. Irene Gutiérrez Caba personifica a la recia matrona, una muy joven Ana Belén a Adela, la hija menor malhadada, mientras Florinda Chico bien conjuga la lealtad y el resentimiento de La Poncia, la criada sempiterna que antecede a sus congéneres en Jean Genet. De fotografía e iluminación muy cuidadas, es una puesta en escena coral y coreografiada, lo que le valió el Goya en dirección artística en una de sus primeras ediciones de 1987, según recuerdo cuando llegara yo a Madrid poco después.

A través de un Pepe el Romano acechante hasta la madrugada en las ventanas y en los deseos de las solteronas, capta muy bien la versión de Camus lo que señalara Francisco Umbral sobre el orden clausurado pero corruptible trasuntado en la obra: “Hay en el teatro de Lorca una ausencia de hombre que es presencia, una añoranza de macho y una mitificación del macho que, en este drama, se metaforiza, casi picassianamente, en el caballo encelado que golpea la cuadra y cuyos estampidos llegan al espectador. Todo sistema aséptico genera una corrupción interior y salvadora, una rebeldía larvada que será la destrucción de ese sistema”.

Releer el drama de la casa matriarcal y clausurada me ha hecho sonreír, por un lado, ante las asociaciones que de adolescente establecí, mutatis mutandis, con aquellos prolongados lutos de mis tías y abuelas, herederos lejanos del recreado por Lorca entre las Alba granadinas. Pero por otro lado, los visos inquisitoriales y feudales de la tragedia me han recordado, de cara al presente, el luto que emboza a la nación; porque como dice el mismo Umbral: “Bernarda Alba es como una maqueta, una presentación a escala de todas las tiranías morales y materiales que nos sojuzgan en la tierra”.