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Los libros que ya no queremos; por Antonio Ortuño

Fotografía de Mariya Prokopyuk.

Fotografía de Mariya Prokopyuk.

Este verano aproveché el (relativo) asueto vacacional que mi condición de freelance me permite para poner cierto orden en mi biblioteca. Más que reflexionar sobre el tema específico de la importancia intelectual de tener una biblioteca (cosa que ya hice en otro espacio, porque, como dije, soy un freelance y coloco artículos donde buenamente puedo), lo que me interesa destacar acá es la cantidad de títulos que atesoramos en nuestros estantes por motivos que no son realmente más que pretextos. Esos libros que nos atizó un alma cándida en un cumpleaños o en uno de esos tremebundos intercambios de navidad y que no fuimos capaces de echar a un bote, que es lo que merecían, por el temor de que alguien lo atestiguara y nos delatara. Esos otros que nos prestó alguien a quien no recordamos con precisión (¿una tía? ¿un antiguo compañero de estudios?), que los reputó como “indispensables” pero abandonamos por tedio puro a las pocas páginas, en cuanto nos dimos cuenta de que parecían escritos por la mano preclara y sabihonda de don Alejandro Jodorowsky. Y algunos más que, llevados por un optimismo incomprensible, compramos porque nos pareció que podían llegar a sernos útiles… para luego darnos cuenta de que no, que la biología molecular, la teoría general de la relatividad o la astrofísica son materias demasiado elevadas para nuestro entendimiento (el padre de un amigo lleva años adornando su saloncito de visitas con un ejemplar de la “Historia del tiempo”, del genial Stephen Hawking que, ay, aún lleva el retractilado plástico encima, como para que no se gaste; la teoría de mi amigo, por cierto, es que su padre pensaba que estaba comprando un bestseller del “rey del terror” estadounidense Stephen King…).

Total que uno se va haciendo de polizontes, hijos vergonzantes de la biblioteca que acaban en la sombra de una segunda fila o en el rincón más apartado y oscuro, juntando polvo. No, señoras y señores, libro que no tenga un motivo para estar en nuestros estantes, es mejor dejarlo correr. Vayamos y donémoslo a una biblioteca escolar. Intercambiémoslo por otro en alguna de las librerías de viejo del centro que admite canjes (son más de las que uno creería). Démoslo a un sobrino o un vecino o a quien sea. No los mantengamos en ese apando, en esa prisión de Spandau a las que los hemos condenado por ser horrorosos. Es muy probable que haya quien les encuentre atractivos sin necesidad de que terminen en el bote de la basura.

Y si de plano, no tiene usted idea de dónde llevarlos, le doy una: en avenida Chapultepec 376-A (entre Guadalupe Zuno y Efraín González Luna) se encuentran las instalaciones del Proyecto Ecovía. Allí, además de que se acopian ciertos plásticos, vidrio y aluminio para reciclaje, reciben libros que sus propietarios ya no quieren. Y cuentan con una pequeña librería (en la que he encontrado títulos muy buenos). Si aprovecharon el verano para acomodar sus estantes, aprovechen también para darse una vuelta por ahí. La basura de unos es el tesoro de otros, dice el viejo adagio.