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Un recuerdo triste; por Alberto Salcedo Ramos

Un recuerdo triste por Alberto Salcedo Ramos640

Hoy amanecí sin ganas de levantarme de la cama. Recordé de golpe todos los horrores que me tocó vivir en el año 2000.

Aquel fue el peor año de mi vida: el seis de enero, día del cumpleaños de mi madre, nos asaltaron a ella y a mí en el barrio Ciudad Jardín de Barranquilla. El 12 de enero —también en Barranquilla— dos delincuentes me atracaron mientras grababa el programa televisivo Vida de barrio. El 23 fui operado en una clínica de Bogotá, tras soportar una racha de punzadas insoportables debido a que tenía la vesícula infestada de cálculos.

En pocos días había pasado por tres situaciones dramáticas inusuales. Hoy, al mirar hacia atrás en perspectiva, supongo que esos primeros contratiempos pueden ser interpretados como anuncios de las dos desgracias mayores que estaban por venir.

A comienzos de mayo me enteré de que mi madre tenía cáncer de páncreas. Al principio les solicité a los médicos que le ocultaran el diagnóstico para no hacerla sufrir más. En el hospital de Bogotá donde estaba internada mientras los oncólogos decidían qué procedimiento aplicarle, mi madre se dedicaba apaciblemente a hacer dibujos en un cuaderno.

Entonces llegó la calamidad del 19 de mayo. Tomé un taxi en el centro de Bogotá. Poco después el taxista simuló que el vehículo se le había apagado, y dos compinches suyos irrumpieron para hacerme pasar una noche de espanto: me saquearon, me tuvieron durante casi dos horas dando vueltas por la ciudad. Lo peor fue que me obligaron a darles el número telefónico de mi casa. Les entregué un dato falso sin imaginar que ahí mismo, delante de mí, harían una llamada de prueba. Entonces me propinaron una golpiza.

Como los delincuentes ya habían extraído el tope máximo de dinero de mi cuenta de ahorros, debían esperar hasta el día siguiente para sacar más plata. Al tener mi número telefónico pretendían intimidarme para que no fuera a bloquear la cuenta antes de que ellos hicieran el nuevo retiro. Cuando me liberaron, casi a las once de la noche, insistieron en que podrían localizarme en caso de que yo me “torciera”.

Por supuesto, denuncié el hecho y pedí bloquear la cuenta. Desde ese momento los asaltantes empezaron a llamar por teléfono para amedrentarme. Yo estaba en un shock profundo. Cuando fui al hospital a visitar a mi madre hice esfuerzos muy grandes para fingir tranquilidad, pero ella supo de inmediato que algo malo pasaba.

— ¿Cierto que estás triste porque lo que tengo es cáncer, mijo?

Me sentí mal por no haberme mostrado lo suficientemente tranquilo para evitarle esa pena, y maldije a mis asaltantes.

En ese trance escribí una crónica para contar el suceso —una crónica que por nada del mundo releo—. Ignoraba que a los pocos días mi madre moriría en el hospital durante la fase postoperatoria.

Cuando escribí sobre mi asalto pensaba que el mal sabor quedaría en el texto y que luego yo podría olvidarlo sin problemas. Ahora comprendo que ese es un lujo imposible para quienes tenemos buena memoria. Eso sí: los memoriosos no sólo revivimos los horrores: también podemos evocar lo hermoso. Entonces cierro los ojos, y cuando reaparece en mis recuerdos el rostro de mi madre le estampo un beso nostálgico.