- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Verónica Zubillaga: “Se asumió la violencia urbana como una guerra”, por Hugo Prieto

VeronicaZubillagaxRobertoMata-5595

Verónica Zubillaga retratada por Roberto Mata

En el mundo de la sociología y de la academia universitaria, el nombre de Verónica Zubillaga es una referencia en el estudio de la violencia urbana. Es doctora en Sociología por la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica), docente de la Universidad Simón Bolívar y una cara conocida en los barrios de Caracas, donde ha realizado su trabajo. Entre 2014 y 2015 fue profesora visitante en Brown University y fue investigadora visitante en Harvard. Sus papers son piezas rigurosas, apreciadas en el ámbito latinoamericano. Prodavinci la contactó en Boston y apenas regresó al país, se hizo esta entrevista.

Zubillaga se siente interpelada por la violencia y el miedo, por las transformaciones en la subjetividad y en la sociabilidad que tienen lugar en Caracas. Su compromiso es de otra índole. Se diría que esa es su vida.

Lo que sigue no es un diagnóstico, no es una receta, es mucho más que eso. Es una mirada que pone de relieve las claves que arrojan un dato terrorífico y tenebroso que se registró el pasado mes de julio, cuando ingresaron a la morgue de Bello Monte más de 500 cadáveres. La militarización de la seguridad, la política de mano dura. El modelo de Honduras, Guatemala y El Salvador. Una fábrica de muerte, donde el Estado tiene una gran responsabilidad.

Grupos sociales homogéneos limitan los espacios donde habitan, cierran accesos, colocan casetas de seguridad, restringen la circulación, ¿No lleva esa delimitación geográfica y urbana a la idea de que detrás de eso hay una visión clasista y excluyente de la ciudad?
Una de las consecuencias del miedo es precisamente el repliegue. Lo que estamos percibiendo en la ciudad es la exacerbación de las fronteras morales. Es decir, todos los grupos sociales construyen fronteras sociales. Se construye la noción del “nosotros en contraposición del “ellos”. Lo que tenemos en Caracas, una ciudad tomada por el miedo, es la construcción de un “nosotros” muy replegado y con mucha desconfianza y animadversión frente al “ellos”. Eso es típico de las ciudades latinoamericanas. Por ejemplo, Teresa Caldeira, en Brasil, específicamente en Sao Paulo, habló de un modelo arquitectónico de la segregación, donde las clases aventajadas, se encierran a sí mismas y construyen unos guetos de privilegios, precisamente para excluir a todos aquellos que no sean blancos y educados. Pero en Caracas hemos dado un paso más allá. Ya no es solamente un modelo de segregación urbana, sino un modelo que yo denomino de confinamiento amenazante. Ya no es la segregación del otro, sino una amenaza explicita. Es la estética de muros coronados por alambradas que transmiten electricidad, donde cuelgan mensajes de este tipo: “Cuidado, si traspasa esta pared, su integridad va a ser fuertemente lesionada”. Ya no estamos en el miedo, sino en un modelo profundamente hostil a la diferencia.

La dinámica es perversa: aumenta el miedo y con él el repliegue, la sofisticación de los obstáculos. La simbología de una ciudad dividida en guetos.
El miedo se podría expresar de muchas maneras. Por ejemplo, hubiésemos podido optar por un movimiento civil de reclamo para tener una policía más decente. Es decir, por salidas colectivas frente al problema de la violencia. La violencia es el asunto más originalmente político. Es el tema de la convivencia. Es el origen de la sociedad. Entonces, hubiésemos podido optar por salidas colectivas a la violencia, en cambio optamos por salidas de repliegue, de exclusión, de segregación.

¿Y la polarización, el odio social, la descalificación del otro, echan gasolina al fuego?
Claro, uno lo puede ver en todos los niveles. En el discurso sumamente estigmatizante hacia los llamados bachaqueros. Uno lo puede ver en la lógica de algunas urbanizaciones que se van a carnetizar. Hay una lógica muy excluyente, muy segregadora que obviamente se acentúa con la polarización.

Si “nosotros” creemos que “ellos” nos van a agredir, nos van a asaltar, nos van a secuestrar, pues también preparo mi respuesta que sin duda será agresiva. ¿Adónde conduce esa lógica?
Lleva a esta situación de tensión y conflictividad permanente. Y si agregas el componente de las armas, pues tienes lo que hemos denominado en nuestro trabajo, una situación de “conflictividad armada”. De forma tal que uno experimenta la conflictividad en la ciudad, uno la respira.

Se crea el escenario para banalizar la muerte, para que la pérdida de una vida humana no tenga dolientes. Es el control de daños, la muerte vista como algo inevitable. Un simple dato.
A mí me llama mucho la atención el discurso de muerte sistemático, por parte de las autoridades, que hemos padecido durante los últimos 18 años. Desde el Estado, que teóricamente es el responsable de la pacificación de las relaciones sociales, de la protección del derecho a la vida, hay un discurso permanente, según el cual la eliminación de los delincuentes es la respuesta a la violencia. No es una novedad. En 1997, el ex gobernador de Lara, Orlando Fernández, decía: “allá ‘ellos’, los delincuentes, porque mi policía no los va a salvar del linchamiento”. O en 2000, cuando el general Belisario Landis (Guardia Nacional), decía: “Qué lástima que mataron a 2000 ‘predelincuentes’, porque ellos mismos se lo buscaron”. ¿Predelincuentes? Esa palabra es escandalosa, porque predelincuente eres tú y soy yo. Somos todos. O Rodríguez Chacín (ex ministro de Interior, Justicia y Paz) cuando dice: “¿por qué se preocupa la gente, si esas muertes son producto de venganzas entre malandros?”, las mismas palabras que posteriormente calcó Rodríguez Torres. Entonces, desde el poder hay un discurso que apela constantemente a la muerte como respuesta a la violencia. El Estado se transforma en actor de violencia en sí mismo.

Anteriormente, era “plomo al hampa” ahora es el “madrugonazo al hampa”. Los operativos OLP donde te allanan la casa a la 1:00 am, y no te arreches, porque si no vas preso (resistencia a la autoridad). ¿No resulta muy contradictorio con lo que se hizo inicialmente, con la creación de la Comisión para la Reforma Policial y la Universidad Experimental de la Seguridad? ¿El discurso inicial sobre los Derechos Humanos se convirtió en una estafa?
Diría, contextualizando, que hay una tradición sumamente autoritaria dentro de las políticas de seguridad ciudadana. Los operativos militarizados no son nuevos. En el pasado tuvimos la Ley de vagos y maleantes. Sí creo que hay una transformación. Si es pobre (y presumiblemente malandro), va preso, y ahora hay un giro, si se quiere, ya no es preso sino muerto.

¡Avanzamos!
En ese sentido, la represión se ha vuelto más cruenta. Las cárceles están abarrotadas, ya no hay espacio. El mismo Tareck El Aissami dijo, cuando era ministro de Interior y Justicia, “hemos alcanzado la cifra de presos más elevada de nuestra historia…” durante la Revolución Bolivariana. Ahora, si se quiere, estamos a un paso más de una matanza sistemática. Es una tendencia que se ve claramente, ahora, con la OLP y antes con Patria Segura, con el Dibise. Es decir, hay una línea clara de matanza sistemática. En el ámbito de la seguridad ha habido (dentro del Estado) una fragmentación muy importante, que ha inhibido una política sostenida en el tiempo. No diría que es una estafa, tiene que ver con la alta rotación que ha habido en toda la estructura del Estado vinculada a la seguridad. Hubo, durante la Reforma Policial, una gran tensión entre el sector civil y el sector militar. Lo que ocurrió es que el sector militar terminó de barrer con el sector civil.

Se impuso la tesis del exterminio.
Ha habido un desplazamiento de un sector que pretendió dirigir las políticas en el ámbito de la seguridad, que quedó profundamente marginalizado, y se establece la bota militar.

Esto no empezó con el señor Maduro en Miraflores. Fue el ex presidente Chávez quien impuso la bota militar.
Durante el gobierno de Chávez la policía fue la gran marginalizada, porque él era militar. El discurso del gobierno era que con las políticas sociales no iba a haber más delincuencia. Entonces descuidó o negó la cuestión de la violencia. Cuando Chávez uno comienza a ver esta tensión muy importante entre sector civil y sector militar. Ves que comienza la nueva policía y ahí mismo lanzan el Dibise. ¿Usted está reformando la policía y entonces le mete la bota militar? Es una profunda contradicción. Pero con Maduro ya no hay contradicción. El sector civil quedó marginalizado.

Esa es la consigna de Maduro. ¿”Sea como sea”, “vamos con todo”, no?
Lo que uno puede advertir es que la militarización es el reflejo de una profunda debilidad estatal. Ya no hay más Estado social, como diría el sociólogo Loic Wacquant (quien propone políticas distintas a la penalización y al asistencialismo en la periferia de las grandes urbes) sino Estado penal. Lo que hemos comprobado en nuestro trabajo en los barrios es que la relación de los chamos con el Estado es la policía. Son los grandes huérfanos de todo el mundo, de la llamada revolución bolivariana y de la sociedad civil, quizás porque la sociedad civil se moviliza mucho por los niños, pero cuando estos cumplen 17 años, quedan huérfanos de todo. Entonces, su relación con el Estado es la policía. Es la cárcel.

Veamos el problema desde las antípodas, desde la perspectiva que pudieran tener los habitantes de los barrios. Allí también se ven expresiones de clasismo, de rechazo. Es la otra cara de la misma moneda. Hay tanto rechazo en Altamira como en el 23 de Enero. Cada uno tiene su forma “exclusiva” de relacionarse con el consumo y con la sociedad. Son dos visiones que “dialogan”, una con la otra, para ver cuál es más excluyente.
Lo que ha sucedido en los barrios es que ha habido un proceso muy, muy acentuado de fragmentación, de repliegue. Ya no es el barrio, sino mi sector del barrio. Hay una gran desconfianza hacia todo aquel que no pertenezca a un sector restringido. Hay una dinámica de exclusión, de muchísima desconfianza. Y eso también tiene que ver con la lógica del malandro. Es decir, un malandro no agrede en su propio sector porque sabe que depende de la protección de sus vecinos. Pero cuando tienen “culebras”, no le importa entrar a otro sector disparando.

¿La visión que prevalece es que “ellos” son unas víctimas que necesitan la ayuda del Estado?
Sí creo que hay un sentido de exclusión, que tiene su base en la historia y es real, y además es palpable. Los barrios son producto de los esfuerzos de la gente por tener derecho a la ciudad, por el derecho a tener un espacio en la ciudad. Es el producto del gran desamparo histórico.

Volvamos al tema de la violencia. De la forma en que se organiza en torno al tráfico de drogas, del secuestro y de las armas. La mejor forma de que el negocio prospere es que tenga cobertura institucional, lo que sólo es posible si el Estado se convierte en aliado del crimen organizado. ¿Hasta qué punto eso ha permeado? Digamos, ¿Hasta qué punto tenemos un Estado paralelo?
Diría, en el caso de las armas, que allí hay una gran responsabilidad del Estado. Primero, por omisión, por lo que no hace. No hay política de control de armas. Hay una gran irresponsabilidad con el tema de las municiones. Es más, hay interés en que florezca la distribución de municiones. Claramente, las municiones llegan a los barrios por los policías, por el sector militar. Las armas que están en las cárceles cuentan, evidentemente, con la asociación de los custodios. En una oportunidad entrevisté a un recluso que dijo que tuvo que darle al custodio un monto similar al precio del arma para poderla pasar. Sí hay una asociación clandestina entre el mundo del crimen organizado y ciertos sectores o grupos del Estado.

¿A lo que ha contribuido la fragmentación de la institucionalidad en Venezuela?
Sí, claro. Uno lo puede ver en un tema tan visible como el tráfico de drogas. Allí hay una realidad paralela. A mí me encanta utilizar la metáfora del teatro. En escena hay una lucha frontal contra las drogas, siguiendo al pie de la letra la política estadounidense. Y uno se pregunta, bueno, ¿si la alternativa era al ‘imperialismo’ cómo no se concibe una política más original frente al tema de las drogas? Es algo muy teatral. Se persigue a los pequeños distribuidores. De hecho, el 23 por ciento de la población carcelaria está procesada por el delito de microtráfico de drogas. ¡Es una barbaridad! Y por otro lado, y por eso la noción del teatro es tan interesante, tras bastidores, ya hay suficientes indicios —y en esto quiero ser muy enfática, no voy a generalizar—, de que hay grupos del sector militar que tienen intereses en esta “economía”.

Escribe Verónica Zubillaga: A cualquiera que porte el estereotipo de amenazante se le retira su condición de humanidad y es candidato a merecer la muerte. Si incorporamos esta coletilla a la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, legalizamos la pena de muerte.
En este momento, donde el Estado no es garante de vida, porque está ostensiblemente disminuido en su capacidad de ofrecer salud, alimentación, pues es garante de muerte. El Estado se ha constituido en potencia de muerte.

VeronicaZubillagaxRobertoMata-5596

Verónica Zubillaga retratada por Roberto Mata

En los años 80 y 90, Caracas se convirtió en una ciudad donde no había expectativas de una mejora en los niveles de vida o de ascenso social. “Pistola en mano, sálvese quien pueda”. Pero en otras ciudades del continente se han implementado políticas que si bien no han resuelto el problema, en alguna medida lo han revertido. En julio de 2016 ingresaron a la morgue más de 500 cadáveres. Han pasado 30 años y no hicimos absolutamente nada. Quizás algún distraído, algún taciturno, pudiera sorprenderse. ¿No hay mucha insensatez, mucho desprecio en todo esto?
Trágicamente, y eso es muy evidente en los últimos años, Venezuela asumió lo que se llama política de mano dura, que ha sido la línea política a seguir en los países centroamericanos (Honduras, Guatemala y El Salvador). Es decir, militarización con todo. Se asumió la violencia urbana como una guerra. ¿Qué pasó en El Salvador? Las políticas de mano dura generan más matanza. Y también generan que el mundo criminal –ante el hecho de que la situación está definida como una guerra—, perversamente se organiza y se preparan para responder. Aumenta la población carcelaria y la cárcel se convierte en el club del crimen organizado, porque desde allí se planifica el crimen y la frontera con el mundo exterior se vuelve mucho más fluida. Nuestros niveles de violencia, trágicamente, se acercan a la de esos países que, además, vienen de guerras civiles muy cruentas. Lo que se viene haciendo en ciudades latinoamericanas, en Río de Janeiro, en Medellín, con todas sus complejidades, son políticas de mejoras urbanas en infraestructura, mucha política social para los jóvenes y mucha inteligencia policial. No es la militarización masiva, ni la invasión al barrio, donde se genera matanza, muerte y reorganización del mundo criminal, sino políticas de inteligencia policial focalizada.

¿Cuándo un candidato presidencial asegura que si se actúa y se elimina a las 250 megabandas que hay en Venezuela,  la cosa mejora “sensiblemente”, está en lo cierto?
No sé cuál es la base para dar esos números así, porque precisamente si hay grandes dificultades para obtener las estadísticas del principal delito que es homicidio —entre otras cosas porque el Ministerio de Salud tiene una cifra, el CICPC tiene otra y la Fiscalía, otra—, ¿de dónde sacan que hay tantas bandas? Pero lo que sí tenemos es el coctel más explosivo o la receta para producir la situación que estamos viviendo. Mucha fragmentación estatal. Una rotación permanente (14 ministros de Interior, Justicia y Paz, en 16 años de gobierno bolivariano), mucha militarización. Las policías abandonadas. No hay política social para los jóvenes. De allí que las economías clandestinas sean los grandes empleadores. Y, además, el descuido radical de la ciudad.

Voceros del gobierno, empezando por el presidente Nicolás Maduro, hablan de una delincuencia penetrada por el paramilitarismo colombiano. Que ciertos métodos de asesinato, como la “corbata” o “el televisor” son importados desde Colombia, donde esas prácticas de muerte llevan implícito un mensaje, porque hay una guerra, y así se extermina al enemigo, pero aquí hay atrocidades, igualmente perversas, que simplemente responden a la banalidad del mal.
Una de las cosas que me viene preocupando durante estos largos años que he venido trabajando este tema y que se puso de manifiesto cuando hice las entrevistas con jóvenes, entre comillas, malandros, cuando he hecho entrevistas con las mujeres, es que hay una experiencia muy radical de banalidad de la vida. A las 14 mujeres con las que trabajamos en Catuche, por ejemplo, les han matado un hijo o dos, una señora tiene siete familiares asesinados, entre hermanos, sobrinos e hijos, entonces, hay una experiencia primigenia de banalidad de la vida, que es muy marcada. Y con los jóvenes esa experiencia radical es que la vida no vale nada. ¿Qué tienes allí? No estás formando ciudadanos, hoy estás formando gente que tiene que luchar por la sobrevivencia. Un ciudadano, como decía Hannah Arendt, es aquel que tiene derecho a tener derechos. No hay un ente que proteja a los jóvenes. Se desarrolla entonces la mentalidad del guerrero.

La impunidad despierta la ira que, a su vez, conduce a la venganza. ¿De ahí la atrocidad de los crímenes?
De acuerdo a las estadísticas del CICPC, en efecto, el 70 por ciento de los homicidios tiene que ver con venganzas. ¿Qué es lo que uno puede leer ahí? Que la justicia se aplica por mano propia. Que hay un desamparo total y una ausencia crónica de justicia. El propio Estado, con la OLP, se ha constituido en el gran vengador. Quien teóricamente debe pacificar las relaciones sociales, es agente de venganza.

Realmente sería una proeza albergar la posibilidad de un cambio. No hay un solo indicio que sugiera que se puede romper este ciclo de violencia y muerte.
Yo no creo que la violencia sea un chip en de la idiosincrasia del venezolano. No. La cultura son prácticas situadas, tiene que ver con los contextos. Si transformamos el contexto, probablemente transformaremos las prácticas. Lo que ocurre es que aquí coinciden todos los factores más explosivos y una nula voluntad para transformarlos. Si comienzan a aplicarse ciertas políticas claves, por ejemplo, la atención a las policías, que tendría que estar en una tacita de plata, pero resulta que aquí es un coleto tirado en el piso, una policía decente, con garantías de seguridad social, una ciudad iluminada, mucha política social para los jóvenes y, en un marco más general, la reactivación de la economía, pues comenzaríamos a ver resultados.

Si Catuche fue una experiencia modélica, con prácticas demostrables y positivas ¿por qué no se repicó en otras partes?
Insisto, la tragedia para nosotros ha sido la opción por la política de mano dura, la opción por el repliegue, por el encierro. Desde muchos niveles, las opciones han sido anti sociedad. Tenemos un problema profundo para construirnos como sociedad. La experiencia en Catuche resulta sumamente iluminadora por varias razones. Primero, frente a esta desesperanza masiva, tenemos una experiencia venezolana, fraguada a través de muchas alianzas. El padre José Virtuoso (actual rector de la UCAB), estuvo desde el origen, al igual que César Martín y su hija Yuraima, arquitectos. Se hizo una transformación urbana. Se construyó un centro comunitario y un vertedero de basura se convirtió en un jardín. La atención a la ciudad es fundamental, porque la ciudad es el centro de las relaciones sociales.