- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Escribir para quién; por Antonio Ortuño

Escribir para quien; por Antonio Ortuno 640x417

Hay escritores que bufan, con fastidio, ante la simple mención de que los lectores existen. Esto pasa porque identifican la expresión “los lectores” con el concepto “el mercado” (como si cualquier colectivo humano tuviera, forzosamente, que expresarse en su modalidad capitalista) y sostienen que cualquiera que dedique un minuto a reflexionar sobre el diálogo de sus obras con quienes las leen está adulterando el arte literario con aviesas intenciones comerciales. Este tipo de autores tiene una variante, que es la de quienes se afanan en declarar que sus textos son “a prueba” de lectores, es decir, diseñados y ejecutados para frustrar sus expectativas, porque las reputan, desde luego, como intolerablemente predecibles, tradicionales y burguesas. Otros, sin ser tan radicales, procuran resaltar la condición furiosamente autónoma de sus obras. Los textos que escriben, pues, ocurren en un orbe siempre inalcanzable para aquel que llegue a asomarse a ellos. Cuando estos apóstoles de elitismo y el egotismo llegan a convertirse en autores de cierto éxito popular no es infrecuente verlos pasearse por allí con una risita de desprecio autojustificado. Como quien dice: “¿Lo ven? Me adoran aunque yo, a ellos, ni los pele”.

Existe, desde luego, la calaña simétricamente opuesta: la de aquellos cuyas únicas justificaciones literarias consisten en repetir que saben (o creen saber) lo que sus lectores esperan de ellos y que, por lo tanto, se dedican a intentar complacerlos. Los bestselleros irredentos, pues, esos que piensan que la importancia de un libro se mide y pesa por el número de ejemplares autografiados y facturados y despachan las críticas con las cifras de ventas acumuladas (“¿Que fulano dijo que mi libro es facilote? Pues debería ver lo que sufro camino al banco”). Los que se concentran en despejar su prosa de dificultades (de cualquier clase, verbales o conceptuales) para no “estorbar” el paso de los más ingenuos o incapaces. Hemos de suponer, sí, que para un autor popular, el diálogo con los lectores puede ser motivo de ansiedades. Conan Doyle tuvo que revivir a su Sherlock Holmes, al que odiaba, por presiones populares, claro. Pero, tal y como puede revisarse en sus textos de la segunda época del personaje, no renunció a experimentar con sus historias y criaturas y jamás se limitó a obedecer los dictados de quienes compraban los diarios para leerlo (o, desde luego, quienes adquirían los volúmenes de recopilación de sus historias).

Me parece que buena parte de la mejor literatura a lo largo de las centurias ha sido escrita por personas que no adoptaron ninguna de esas posturas extremas. Que no abominaban de los lectores ni los despreciaban olímpicamente, pero que tampoco eran paternales y condescendientes con ellos (lo que es, ni más ni menos, otra forma de desprecio). Personas que escribieron lo que buenamente quisieron y pudieron y que si, como Baudelaire, llegaron a llamar a quien se interesaba por sus cuartillas “hipócrita lector” no perdían de vista que aquel “hipócrita” era también, concluía el poeta francés, “mi semejante, mi hermano”.