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Carlos Pacheco [1948-2015], un gentilhombre // Diario de Armando Rojas Guardia

Carlos Pachecho [1948-2015], un gentilhombre Diario de Armando Rojas Guardia

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El primer recuerdo preciso que tengo de Carlos Pacheco consiste en la imagen de un adolescente sentado en uno de los muros que cercan el patio interno del colegio San Ignacio, justo enfrente del edificio administrativo donde queda el Rectorado, sosteniendo entre sus manos un ejemplar de la novela de Francoise Sagan Buenos días, tristeza. Me acuerdo que, al observar a ese muchacho leyendo aquel libro, tomé nota mental de la insólita afición a la lectura que a las claras demostraba un joven apenas poco mayor que yo (sabía que cursaba el último año del bachillerato); insólita porque no era habitual ni común en mis compañeros de colegio. Después de ese descubrimiento inesperado, y a fuerza de vernos todos los días en los pasillos, los jardines y los campos deportivos, acabamos, él y yo, saludándonos: no éramos amigos sino simples conocidos. Intuyendo en ese conocido un gusto por la literatura que el libro de Sagan corroboraba, mi saludo estaba aureolado de un cariño respetuoso y, por decirlo así, un poco cómplice: me decía a mí mismo que tal vez ambos compartíamos el amor hacia los libros y, ¡quién sabe!, incluso una tácita vocación literaria.

Pasaron dos años y, terminada la secundaria, ingresé al noviciado jesuita, en aquel vetusto edificio de cuatro pisos ubicado en las afueras de Los Teques, rodeado de cerros y bosques, conocido con el nombre de “Instituto Pignatelli”. Carlos ya estaba allí, en el segundo y último año del noviciado previo a los votos de pobreza, castidad y obediencia y antesala de los estudios formales de filosofía.

Era abril de 1968. Poco después de la experiencia crucial que representaron en mi vida los Ejercicios Espirituales siguiendo el mismo esquema planteado por Ignacio de Loyola en el siglo XVI (riguroso silencio durante un mes, cuatro y a veces cinco horas diarias de oración, completa reorientación mental de la propia vida), llegó la Semana Santa y el maestro de novicios quiso que todos nosotros, los que cursábamos el primero y el segundo año, viajáramos a las montañas de Trujillo en plan misionero y catequético para ayudar a dos sacerdotes en la atención espiritual de los pobladores de esa región de los Andes.

Para desarrollar nuestra actividad misionera quiso la trama vinculante del destino que a Carlos y a mí nos fuera asignada una aldea de apenas cuatro modestísimas viviendas llamada Las Peñitas; pero ese caserío debía ser solo nuestra base de operaciones religiosas y espirituales: desde allí, el accionar evangelizador al que se nos destinaba era obligante extenderlo a todos los pobladores de las montañas cercanas, en un radio de cientos de kilómetros: hombres, mujeres y niños que vivían en casitas y ranchos de paredes encaladas o de bahareque, desconectadas las unas de las otras y dispersas a todo lo ancho de un paisaje boscoso atravesado por delgadísimos caminos, de tierra y  piedra, en muchos de los cuales solo cabía un hombre de pie o montado en su “bestia” (como llamaban a los caballos, las mulas y los burros que acompañaban a los campesinos en sus traslados y viajes).

Fue en Las Peñitas donde nos hicimos amigos. La convivencia constante (incluso nocturna: dormíamos en la misma habitación helada y mohosa de una de las casas del caserío) me reveló, no solo la limpieza moral de Carlos (lo que podría llamar su inmensa inocencia espiritual), sino también su hambre de belleza, que en él ya había adquirido el talante de una incipiente vocación artística; como desde el colegio yo tenía ya fama de poeta, y había publicado textos literarios en la prensa, Carlos me confesó —venciendo una timidez notoria— que también escribía, aunque no estaba seguro de la validez estética de sus escritos (que nadie, ni los amigos más cercanos, conocía). Me preguntó cómo era la mecánica de mi proceso creativo y cómo la había descubierto y desarrollado. No sabía si de verdad quería ser un escritor, pero todo lo concerniente a la belleza artísticamente lograda lo conmovía profundamente. Eso fue lo que me dijo.

Cabalgando con él por los empinados y solitarios caminos de la montaña, vestidos ambos de sotana, deteniéndonos aquí y allá para relacionarnos con los habitantes de las casitas serranas (una vez tuvimos que almorzar tres veces seguidas porque nos daba vergüenza rechazar el condumio que nos ofrecían), yo experimentaba la emoción de una alegría convergente: la de estar viviendo, a los dieciocho años de edad, una aventura (tal era para mí el hecho de atender espiritualmente a la fe del pueblo sencillo, recorriendo a caballo aquellas distancias saturadas de verdor neblinoso y como entresacadas de un álbum de estampas), y de llevarla a cabo precisamente en compañía de Carlos, reciente viejo amigo, tan nueva era su presencia en mi vida pero al mismo tiempo tan amoldada a mis más antiguos requerimientos psíquicos. Como lo había vislumbrado cuando lo vi con el libro de Sagan entre las manos, me unía a él algo todavía más decisivo que el cariño: una complicidad. Lo que significaba que ambos encarábamos el mundo en la misma dirección.

Nunca olvidaré nuestra última tarde en Las Peñitas. Teníamos que despedirnos de los campesinos con los que habíamos entrado en contacto a todo lo largo de una semana repleta de encuentros interpersonales. Acordamos entre los dos que fuera él, Carlos, el que pronunciaría la homilía final de nuestra estancia en Trujillo allí, en la desvencijada capillita de la aldea. El crepúsculo se adensaba en torno a ella: la luz de una única lámpara desgarraba la niebla, tan espesa que amenazaba con penetrar al interior de la minúscula iglesia. Muchos pobladores habían viajado desde sus hogares remotos para estar presentes en ese momento del adiós. Carlos, de pie al lado de la mesa enmantelada que servía de altar, les habló a los campesinos con coloquial elocuencia, desnuda de ornamentos retóricos, pulcra y transparente como un arroyo de aquella misma cordillera. Habló emocionado pero sin impostar la voz, sin los estereotipos propios de la oratoria sagrada, sin utilizar los tópicos, los lugares comunes y las muletillas verbales de la religión oficial, institucionalizada (que tanto él como yo detestábamos), traduciendo para aquellos labriegos, de manera directa y vivaz, su propia espiritualidad, su personal experiencia de Dios. No exagero si digo que sus palabras arrancaron lágrimas a los ojos de todos lo que en esa tarde ya casi convertida en noche lo escuchaban: me asombró ver llorar, no únicamente a las mujeres, sino también a los hombres. Ante esa conmoción colectiva, recuerdo que me dije a mí mismo: “¡Qué gran sacerdote será Carlos!”.

De vuelta al Instituto Pignatelli, mi amigo se distinguió siempre, gracias a su prosa elegante e incisiva, en las clases de redacción que nos impartía el P. Gamazo. Era tan inapelable su maestría en el empleo del castellano que muchas veces opacaba mi prestigio de escritor primerizo: sus textos se imponían por sí mismos, en virtud de una donosura impecable y de una soltura literaria que combinaba la precisión con la agilidad, la amenidad con la alta calidad expresiva.

Carlos pronunció sus votos ese mismo año -1968-, salió del noviciado y fue a integrarse a la comunidad de estudiantes jesuitas de filosofía; comunidad que vivía en una pequeña casa ubicada en la caraqueñísima parroquia La Pastora, al norte de la capital. Durante el año siguiente lo vi poco, porque yo permanecía en el Pignatelli: solo sus esporádicas visitas a nuestro noviciado me devolvían su querida cercanía.Hasta que me llegó también a mí la hora de hacer mis propios votos y, en consecuencia, mudarme a mi vez a La Pastora.

Eramos seis los jesuitas que estudiábamos filosofía en las aulas de la Universidad Católica. Nuestro horario cotidiano se desenvolvía en medio de una disciplina inalterable, centrada en la oración, tanto personal como comunitaria, y en el estudio devoto y sistemático de las materias que nos impartían en la universidad. Carlos, que en su adolescencia había recibido clases de guitarra clásica, y que era un instrumentista excepcional (tenía, además, una hermosa voz de barítono), componía muchas de las canciones que entonábamos en los actos litúrgicos. Fue el cantautor y el guitarrista oficial de nuestra comunidad.

Este grupo de religiosos era un ejemplo paradigmático de vida cuasi-conventual encarnada en la sociedad contemporánea. Mística y compromiso social se imbricaban armoniosamente en nuestro estilo de vida. A finales de 1969 un jesuita español vino a Venezuela a dictar un curso intensivo de teoría y técnica cinematográficas: Carlos y yo nos inscribimos en él. Como corolario de ese curso, ambos le propusimos al comité editorial de la revista SIC, la prestigiosa publicación de la Compañía de Jesús venezolana, que iniciáramos en sus páginas una sección de crítica fílmica, dando cuenta de las principales películas de la cartelera caraqueña, evaluándolas y comentándolas. El comité aceptó el proyecto, y así empezó nuestra colaboración mensual para SIC. Filmes como el sueco “¡Vergüenza!”, el británico “If”, el norteamericano “Easy river” y el argentino “La hora de los hornos” fueron analizados por nosotros para los lectores de SIC. Escribíamos nuestras reseñas a cuatro manos, después de discutir entre los dos el contenido y la propuesta formal de la cinta elegida. Carlos era mucho más ágil y ameno que yo escribiendo esas notas: ellas salían de su pluma a una velocidad y con una gracia conceptual y literaria que me asombraban. Como siempre, era un auténtico placer leer sus textos. Al mismo tiempo, él fue elegido presidente del Centro de estudiantes de la Escuela de filosofía. De modo que su vida universitaria estaba llena de obligaciones no solo estrictamente académicas sino también periescolares. Se había granjeado el respeto afectuoso de todos, profesores y compañeros: sabía que era un factor humano decisivo en el orden interno de la Escuela. Ejercía su liderazgo con plena conciencia de él pero en función de una militante voluntad de servicio.

Pero de pronto le sobrevino la puntualidad de la verdad. Inesperadamente, se enamoró de una compañera de clase. No miento si afirmo que nunca, ni antes ni después, he conocido un enamoramiento tan absoluto, tan totalizante, tan fervoroso. Llegó, pues, a su vida el amor, el amor erótico-afectivo, con el resplandor fulminante de un rayo. A lo largo de muchos meses fui testigo cercano —entre sus amigos solo yo sabía lo que le estaba ocurriendo— de su denonada lucha interior por preservar en sí mismo el espíritu del voto de castidad frente al ímpetu, prácticamente insoslayable, de aquella atracción que le demandaba la ofrenda de sus fibras más íntimas, corporales y anímicas. Batalló desde adentro con un estoicismo heroico, muy ignaciano. Pero, al fin, no vislumbró otra manera de sobreponerse a aquella enorme e intensa ola afectiva, y a una posible desestabilización psíquica, que pedir su traslado a Bogotá: iría a la capital colombiana a proseguir sus estudios de filosofía y a amalgamarlos con los de letras (en la Universidad Javeriana la dos disciplinas se cursaban juntas).

Viajó, entonces, a Colombia, y los acontecimientos se precipitaron. En su prolongada lucha interna había detectado que su espiritualidad personal no podía permitirse prescindir de la presencia amorosa de la mujer. Esta y, en general, la significación de la feminidad concreta como ineludible  compañía configuraban para él una realidad psico-física sin la cual él no podía ser el hombre que Dios mismo quería que fuese. Sin una mujer lado —es lo que había descubierto—no podía, ni debía, ser él mismo.

Me escribió desde Bogotá una larga carta aunciándome su salida  de la Compañía de Jesús. Esa carta me la entregó el padre de Carlos en la entrada de un cine de Caracas: yo había ido hasta allí con dos compañeros jesuitas a presenciar el estreno en Venezuela de “La muerte en Venecia”, de Lucino Visconti. Cuando regresé a nuestra casa de La Pastora y la leí, con toda la emoción del caso, me asaltó el recuerdo de Carlos, con los ojos cerrados y corporalmente devorado por la plegaria, sentado en uno de los bancos que había en  la amplia terraza superior de la vivienda, mientras el firmamento estrellado –eran las cinco de la madrugada- ya dejaba entrever  la dulzura rosácea del alba.  Alguien que era capaz de orar de esa forma no tomaba determinaciones como la que me comunicó con frívola superficialidad: se le iba en ello la vida entera de su conciencia.

Al terminar mi segundo año de filosofía, los superiores decidieron, después de recabar mi consentimiento, enviarme a mí también a Bogotá, a seguir el ejemplo pionero de Carlos: continuaría mi carrera conjuntándola con la de letras. Me alegró muchísimo, por supuesto, coincidir en esa ciudad con mi amigo, quien, a pesar de haber egresado de la Orden, había resuelto finalizar sus estudios en la Universidad Javeriana. Al llegar al areopuerto de El Dorado la primera persona que me recibió fue él (me había escrito desde Bogotá: “Desde hace tiempo sé que eres mi mejor amigo”), Allí estaba, pues, un poco más robusto y con el cabello largo (era la época de Los Beatles, de Woodstock, de los hippies). Enseguida me introdujo en el círculo de sus amistades bogotanas, algunas de las cuales llegarían a ser cruciales en mi propia vida: William, Luis, Olga Lucía, Marta, Oscar Rubén, Luz Mary, teclas todas del clavicordio interior de mi ternura. Se las debo íntegramente a Carlos. Solo estuve en Colombia el lapso temporal de dos semestres. Bogotá fue para mí,como lo afirma Hemingway del París donde vivió, una magnífica fiesta: la de la amistad fraterna. Recuerdo varias reuniones íntimas con los amigos que él me había presentado y que ya lo eran, indefectiblemente, míos: en ellas vi a Carlos bailar: lo hacía con un donaire que yo calificaría de majestuoso, así se tratase de una cumbia o de un vallenato. A alguien dotado de un sentido tan visceralmente nítido del ritmo, como lo era él, no le era en absoluto difícil ser un excelente bailarín y mostrar esa destreza con empaque elegante.

En Colombia yo decidí, también, salir de la Compañía y de la vida religiosa. Una atávica deuda no saldada todavía con mi propia corporalidad y su instintividad erótica determinó esa resolución inescapable: debía asumir mi específica orientación sexual, más allá o más acá de los rótulos morales, judiciales y clínicos que la encasillan peyorativamente dentro de la sociedad falocrática y machista donde se la condena y excluye. Pero opté, no por permanecer en la Javeriana, como Carlos, sino por continuar la filosofía en Europa, concretamente en Friburgo, Suiza. Allí prosiguió mi correspondencia epistolar con él. En una de sus cartas me escribió, refiriéndose a mi madre: “Mercedes se ha convertido en mi amiga más importante. La visito cada vez que voy a Caracas y nos escribimos regularmente”.

Luego advinieron la graduación de Carlos, su regreso a Venezuela, su primer matrimonio, mi propio retorno desde Suiza y las frecuentes visitas que yo hacía a su apartamento, situado en un edificio de La Boyera (casi en las afueras de la capital). En la primera de esas visitas, cuando la puerta de su casa se abrió para mí, empezó a resonar, inundando todo el espacio interior del apartamento, la “Fantasía para un gentilhombre” de Joaquín Rodrigo, que reconocí enseguida. La bienvenida de Carlos, por obra y gracia de su exquisita cortesía, se había transformado en un homenaje. Un caballeroso homenaje. No pude dejar de constatarlo: el verdadero gentilhombre era él.

Trabajó durante un tiempo en una agencia de publicidad. Una vez me dijo: “A veces me pregunto dónde está ahora Dios en mi vida. Y me respondo: él está en mi honestidad y en la pulcritud ética con la que procuro vivir”. Luego se sucedieron su viaje a Londres para cursar la maestría, el nacimiento de su primogénita, Fianna, el retorno a Caracas y la decisión existencialmente importantísina de ingresar en los grupos que en Venezuela viven de acuerdo a las enseñanzas de Gurdjieff. A esas enseñanzas le debió Carlos buena parte de su crecimiento interior. Llegó a ser uno de los líderes espirituales de los seguidores de Gurdjieff, a escala nacional y latinoamericana, destacándose por la densidad y el fervor con los que asumía las pautas existenciales que aquel maestro armenio propone a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Desde entonces, yo sabía que no podía llamarlo por teléfono antes de las nueve de la mañana: dedicaba la primera hora larga de su jornada a la disciplina de su meditación personal.

Un día me hizo saber su decisión de que yo fuera el padrino de bautismo de Fianna. Como todas las suyas, no la había tomado a la ligera, por mero afecto hacia mí o simple deseo de agradarme. Darme a Fianna como ahijada subrayaba la trascendencia que le otorgaba a aquel acto litúrgico y a la sombra bienhechora —lo pensaba así— que yo podía representar en el desarrollo de la vida cristiana de su hija, cobijándola y protegiéndola. Después del bautizo, y durante dos años, se hizo costumbre que Carlos pasara a buscarme a mi casa los viernes por la tarde; yo me quedaba en la suya hasta el mediodía del domingo (vivía en ese tiempo en San Antonio de los Altos). Lo hacíamos única y exclusivamente para que yo pudiera estar esos dos días cerca de mi ahijada. Por la noche, al acabar de cenar, cuando Fianna se acostaba para dormir, yo me sentaba a su lado en la cama y le contaba cuentos, uno tras otro, hasta que se le cerraban los ojos. Afuera, la noche en San Antonio era húmeda y fría, poblada por el coro monocorde de los grillos y el susurro del viento entre las hojas de los árboles del jardín: yo me sentía rebosante de gratitud por el obsequio inmerecido que Carlos me había hecho al colocar a aquella niña bajo mi custodia espiritual. Me dormía con una satisfacción interna pocas veces sentida por mí, anegado por el inmediato recuerdo de ese rostro pequeñito en el que los párpados se habían cerrado al conjuro de mis palabras lentas, tiernas, moduladas.

Luego de su segunda estadía en Londres, adonde había ido para cursar el doctorado, nos encontramos en Mérida, ciudad que yo escogí en ese tiempo como mi lugar de residencia. Alberto Rodríguez Carucci y su esposa, quienes lo hospedaron, tuvieron una infinita delicadeza al llevar a Carlos al restaurante donde nos habíamos citado y, sobre todo, al retirarse discretamente para dejarnos solos, el uno frente al otro: sabían que teníamos muchas cosas que decirnos. En la conversación que sostuvimos me habló de su retorno explícito a la fe cristiana. Y lo hizo con tal convicción y vehemencia emotiva que yo no pude disimular mis lágrimas. A partir de ese momento el cristianismo de Carlos se volvió vivencial e íntimo, ajeno a toda adhesión institucional y a prácticas rituales. Pero en lo referente a conducta y actitudes, él fue, sin el asomo de la menor duda, uno de los grandes cristianos que he conocido en mi vida.

La labor de Carlos como profesor universitario y crítico literario fue modélica, ejemplar. El año antepasado la Universidad Simón Bolívar le confirió el título de Profesor Emérito: un honor del que muy pocos pueden gloriarse. Con ese título sus colegas estaban reconociendo varias décadas de trabajo académico ininterrumpido. Conozco a muchos alumnos suyos: todos recuerdan, antes que cualquier otra cosa, el rigor de su precisión conceptual al exponer la materia de sus clases. Y no me extraña: él no podía vivir sino en la claridad que produce el orden mental. Su exactitud expositiva, oral y escrita, surgió siempre de ese tipo de orden. Y en cuanto a su tarea como crítico, tengo muy presente en la memoria la mañana en que me llamó por teléfono para decirme que acababa de recibir la comunicación nada menos que de Augusto Roa Bastos: este había decidido que fuera él, Carlos, el prologuista de la edición que la Biblioteca Ayacucho iba a hacer de Yo, el Supremo. El juicio valorativo de “Pachequito”, como yo cariñosamente lo llamaba, en materia narrativa era, y sigue siendo, para mí, obligante. Ello quiere decir que si él opinaba que un relato era bueno, o sea, que estaba bien diseñado, tramado y desarrollado, es porque efectivamente lo era, sin espacio para la menor vacilación o duda. Por eso mismo, me causó un mayúsculo orgullo el hecho de que el último texto crítico que escribió estuviera destinado a ponderar el único cuento que yo he publicado en mi vida. Cuando leí ese texto vía internet, me apresuré a decirle, y no exageraba, que ostentaba una densidad erudita comparable a los de George Steiner, tan iluminador  me había resultado, y tan asertivo. Me contestó afirmando que ese elogio mío lo había abrumado pero que me felicitaba por el talento narrativo que, según él, había demostrado ese cuento, tratándose de alguien conocido más bien por su poesía y sus ensayos.

Cuando —hoy, 27 de marzo— hace exactamente un año me enteré de su muerte repentina, en medio de un dolor que me hizo tragar mis propios sollozos, prorrumpí, sin embargo, en una quieta acción de gracias: primero, porque a su lado estaba Luz Marina, la dulce, brillante y admirable mujer que fue la compañera de los últimos diecisiete años de su existencia (ella encarnó la mujer arquetípica y concreta sin la cual no se concebía a sí mismo); segundo, porque el discipulado con respecto a las orientaciones espirituales de Gurdjieff lo condujo a experimentar—ello me consta— la sobreabundante paz interior en medio de la cual falleció; y tercero, porque mi vida entera está llena de su proximidad multiforme, desde aquel día remoto en que lo descubrí leyendo un libro de Francoise Sagan hasta media semana antes de su muerte, cuando recibí su último correo electrónico.

Sí, lo digo sin ambages: fue, en el ancestral sentido de esas palabras castellanas, un caballero, un hidalgo. Definitivamente: un gentilhombre.