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Aventuras imperiales; por Antonio Ortuño

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Fotograma de las Las aventuras de Tom Sawyer (1938).

Un náufrago termina abandonado a su suerte en una isla. Un huérfano busca su destino entre los espadachines del rey. Otro, en el mismo caso, añora obtener, a la vez, desquite y redención. Exploradores arrojados. Hechiceras fatales. Reinas en apuros y paladines que pretenden sacarlas de ellos. Y, por encima de todo, escenarios exóticos y deslumbrantes, monstruos arcaicos, naciones conocidas o por conocer pero casi siempre aberrantes, selvas altas como cordilleras, océanos negros y bullentes, cumbres nevadas, desiertos resecos como momias: el mundo, extendido ante los pies de los héroes como si el planisferio entero se transformara en el decorado de sus dramas.

La novela de aventuras, como tal, aparece en Europa y alcanza un brillo particular en dos literaturas: la británica y la francesa. También hay ejemplos (nada menores) en otras, como la italiana (con Salgari y Amicis), la española (con la novela picaresca), la rusa o la alemana, pero buena parte de sus mayores exponentes son anglos o galos. Y hay, me parece, una razón para ello: la novela de aventuras es, ante todo, una novela imperialista, es el imaginario colonial volcado en “descubrir” esos “mundos extraños” de África, el Lejano Oriente y América y en reescribir las “gloriosas” historias del pasado: las cruzadas, los reinados de Arturo, Ricardo “Corazón de León” o Luis XIV, el “Rey Sol”… Ingenuos, desesperadamente caballerosos (sí, incluso los sanguíneos franceses de Dumas son, en el fondo, muchachones casi intachables), los héroes de las novelas de aventuras son el ideal colonial personificado, aquellos tipos que llevan en los hombros lo que Kipling llamó, sin la menor ironía, “la carga del hombre blanco”: civilizar a los bárbaros, es decir, a nosotros, el resto de los habitantes del mundo.

Pese a que no sea difícil darse cuenta de que ese espíritu colonial e imperial es el que anima al género, hay mucho que agradecerle, desde el punto de vista del arte narrativo, a la novela de aventuras. Ahora que es verano, las personas de cierta edad recordamos esas adictivas colecciones de libros de pasta dura con que distraíamos las eternas mañanas o tardes de lluvia. Algunos autores principales y clásicos invitan ser recordados. En las letras británicas, Jonathan Swift (con su magistral Gulliver), Daniel Defoe, Robert Louis Stevenson (quizá el más grande de todos, el del “encanto más duradero”, como dijo Chesterton), Arthur Conan Doyle (quien escribió mucho más que los relatos de Sherlock Holmes), Walter Scott, H. Rider Haggard y su amigo, el inmenso Rudyard Kipling. También Frederick Marriat (a quien tanto admiraron Conrad y Hemingway), sin olvidar a la Baronesa de Orczy. En las letras francesas, desde luego, varios pesos pesados: Verne, Dumas Pere, Daudet. Tampoco olvidemos que los escritores estadounidenses heredaron esa estética desde el primer minuto, tal como su país heredó la vocación colonial europea (Twain, cierto Melville, cierto Hawthorne, London, Poe, Fenimore Cooper). Total: lo mismo que los refrescos, las papas fritas y la pizza, la novela de aventuras puede ser muy cuestionable. Pero cuando es buena, es adictiva y deliciosa.