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Forma y desgarramiento en la poesía de Hanni Ossott; por Judit Gerendas

Forma y desgarramiento en la poesia de Hanni Ossott por Judit Gerendas

Hanni Ossott

La melodía, la pasión, la voz amorosa que apela al ser amado, como en el Cantar de los cantares, el asedio a lo inasible y a lo indecible, la llamada y la invitación reiteradas ocupan un lugar central en la obra poética de Hanni Ossott, la cual se despliega de una forma sostenida en once significativos  textos, publicados entre 1974 y 1996[1]. Más allá de todos esos aspectos o, más bien, conteniéndolos y abarcándolos a todos ellos, se encuentra en esta poesía el gran tema de la casa, espacio a la vez de lo entrañable y del desmoronamiento, del horror y de la utopía.

En la búsqueda de la poeta la casa es el espacio original, el lugar fundamental y fundador, cuya materialidad deteriorada y en ruinas se explora inmisericorde y despiadadamente, remontando el tiempo que devora los espacios propios e interrogando a paredes en cuya textura están grabadas dramáticas historias familiares.

Una visión muchas veces feroz, nunca idílica, aunque sí festiva en algunas oportunidades, instala un tiempo personal dentro de esas casas, con las cuales la hablante poética termina consustanciándose, para expresar un dolor y una imposición, una solicitud perenne, renovada una y otra vez, y una constatación, también reiterada, de la fatalidad de esas historias que constituyen el mundo del hogar así representado.

Dentro de las casas se oculta el origen de la tragedia:

En la pared, en un rincón, la fuente del descalabro
                 la antigua foto, el retrato[2].

Y son ellas también el lugar privilegiado, el reservorio de todo lo valioso que existió en el pasado:

En ellas los amores se pasean intactos
                 fieles en la falta y en la ausencia.

El alto valor afectivo de las casas es consecuencia directa de la confluencia de lo subjetivo con lo objetivo, de la interrelación dialógica entre el territorio dibujado por la mirada que produce la representación, y la materialidad del objeto que se sustancia en esas paredes, en esos techos, de ese hogar como espacio del ser humano que vive ahí, y de esos muertos que también lo siguen habitando, produciendo una calidad de tiempo diferente a aquel que transcurre en el afuera, a ese tiempo que se derrama en el espacio exterior, más allá del ámbito cerrado y protector de la casa. De esa casa que contiene todo lo dulce, pero que es, también, fuente de todo lo trágico.

En oposición al hecho de tener casa, aunque esté marcada por la devastación y el deterioro, se nos muestra el terror sin límites a un espacio sin propietario, a una tierra de nadie que se abre, siniestra, como un lugar no circundado por muros, carente de fronteras, abierto al vacío.

También el encuentro con Dios se produce dentro de la casa, en la intimidad de la sala, y no en el colectivo espacio de algún templo público.

En Plegarias y penumbras, cuando la poeta se refiere a la soledad propia, lo hace situándose frente a un mundo poblado por otros, a los que imagina detrás de las ventanas en las que todavía se vislumbra la luz. Ahora ya las casas son de esos otros, es esa muchedumbre indiferenciada y ajena la que ahora se ubica espacialmente en el mundo del hogar.

El anhelo de una forma, en oposición al vacío ilimitado, se expresa en una búsqueda que marcará a toda esta poesía, hasta llegar a la palabra desgarrada de El circo roto. Hanni Ossott logra sostener, y proyectar hacia adelante, frente a lo informe y lo hirviente, el deseo por una forma perfecta, por un círculo que le ofrezca amparo al ser, tal como lo dice en el poema “De la tierra”, perteneciente al volumen El reino donde la noche se abre.

Frente a la soledad y al desamparo, la hablante lírica no ceja en su tenaz búsqueda de una forma, de algo cerrado que ofrezca seguridad:

Y busqué,
               Una cosa sólida
                        Un acabamiento
                         Una entereza
                                  Un perfil concluso[3].

Este asedio la conduce también a contraponer de una manera fecunda forma y fugacidad, en particular en relación al tema del mar, otro elemento constante en el universo poético de la autora. Representaría un espacio opuesto por completo al que propone la casa: nos habla de lo vasto, de lo ilimitado, de aquello que carece de forma.

Existe, entonces, también, en esta poesía, el impulso de salirse de la forma, de romper las líneas que la demarcan, para dejar desparramarse lo que hay en el adentro, un impulso que se va intensificando paulatinamente.

El anhelo de una forma frente a lo ilimitado convive con la seducción por lo informe, lo profundo, lo abismal, un mar que nos habita, como se dice en “Tierra firme”, tal como nos habita el  vasto e informe mundo del inconsciente. El mar, lo perenne, se representa en oposición dialógica a la búsqueda de la forma y en relación al asedio de la idea de espacio. Un mar áspero, que trae recuerdos que golpean, lleva a expresar el anhelo de salir de él y de alcanzar una tierra firme. El mar equivale también al pasado y es una presencia constante, significativa, en  esta poesía que explora sin piedad todo aquello que se encuentra en lo más profundo del ser herido y desgarrado. El mar es lo que resta, frente a la muerte. De múltiples maneras y generando distintas significaciones aparecen el significante y sus variantes, connotando la vastedad, lo informe, lo rítmico, la vida, la muerte. La frase melódica en relación con la madre habla de una pleamar, vinculada con el pasado y con el movimiento de plenitud del mar:

hubo y la vi
una pleamar.
hubo pasado
trajes hermosos colgados en el clóset
alcanfor…
y la música
para apaciguar

La dulzura de la aliteración de los dos últimos versos señala, insistentemente, a la madre, aunque no se la nombre. La femineidad se abre a lo dialógico y se fusiona con la poesía. Imágenes sugestivas y tersas van construyendo esa condición, la cual, de modo imperceptible, va confluyendo hacia la belleza desgarradora de la muerte. Esa muerte que vive dentro de la hablante, delineando un pasado que actúa permanentemente sobre el presente y el futuro, en un registro temporal en el que se borran las fronteras, igual que en el mar. El tiempo se fusiona en uno solo y se rompen los hitos que en él suelen colocar los seres humanos. El futuro se clausura, preñado de horror, aunque en ciertos momentos de esplendor se hace posible la recuperación del tiempo a partir del amor, aunque solo sea fugazmente. Se nos muestra la violenta belleza de un tiempo secreto que socava la existencia, corrosivo y destructor, un tiempo que se hace sustancia, adquiere otra dimensión y se convierte en casa, en espacio, en forma.

Pero también se encuentra presente en casi toda la poesía de Hanni Ossott la celebración festiva, la del cuerpo, la del amor, el intenso sentimiento del ser en movimiento, en la danza, el cuerpo en la materialidad de la carne; ese cuerpo que es grandeza y maldición al mismo tiempo. En una visión oximorónica del mundo y de sí misma, la exploración de Hanni Ossott  es, también, una celebración de la vitalidad de lo corporal, de la levedad del gesto, del ritmo de la danza, de la felicidad del amor. Es una exploración del espacio y de la forma y, simultáneamente, de su desintegración, en un constante diálogo de opuestos o, quizás, más bien, de la feroz fusión de ellos. La presencia/ausencia del cuerpo se expresa al mismo tiempo en la pura materialidad del ser, en el sí-mismo encarnado, por una parte, y en la carencia de una presencialidad sustantiva, en un afantasmarse hasta convertirse en apenas sombra de una sombra, por la otra.

La corporalidad, en otra vuelta de tuerca, es asediada también a partir del fluir de la discursividad que brota de lo profundo, la cual se corresponde con lo que es el fluir del inconsciente, con el grito y el desmembramiento,  con algo inefable y oscuro que no se puede concretar, un inmenso espacio interno que viene del fondo, para desde ahí golpear a la memoria.

Ese intenso sentimiento  se expresa en la plegaria, en la reiteración, en el ritmo, en la mirada vuelta sobre el propio dolor, en actitud ceremonial, en el intenso anhelo por aproximarse a lo inalcanzable, en la trágica imposibilidad de lograr el amparo en medio de los fieros deseos e impulsos.

La conmovedora fragilidad, la llamada amorosa, como en un canto, la apelación al amado, la voz entrañable e íntima, el embriagado acto celebratorio del ser, y del ser con el otro, todo eso, en algunos momentos privilegiados, se expresa en un ritornello rítmico, bellamente erótico, en imágenes vegetales y de fecundidad, en la celebración festiva del amor, de la vitalidad, de la entrega al vivir. Y junto a ello surge la angustia, la cual se percibe como una situación, como una condición cósmica que produce ansia, horror y parálisis.

La ausencia es una presencia perenne a través de los fantasmas del recuerdo, el horror sagrado que se concentra también en el interior de las casas. El horror va brotando a borbotones, para hacernos comprender que la hablante lírica se está consumiendo en la  angustia.

Lo extraño, lo alienado, la incomunicación, la derrota, se perciben en un mundo que se va volviendo ajeno, sin niños, sin pares, en medio de la soledad. El dolor y el desarraigo por la pérdida se instalan desde  el momento original de la muerte temprana de la madre, cuando la poeta constata que Yo ya no era ella[4].

La pasión por la madre lleva a intentar reapropiarse de su existencia ida, de sus amores quedados en el pasado, del fulgor de la mitología que se desprende de su recuerdo:

todos sus amores, todas sus pasiones
                                  sus viajes, sus locuras
                                  me habían sido otorgadas …[5]

El pasado atrapado en la foto, el recuerdo fijado, también genera angustia. La búsqueda incesante es, a fin de cuentas, en pos de la madre, cuyas huellas se escrutan en las gavetas y en los baúles, en todos los espacios de la casa.

 Formas en el sueño figuran infinitos es el título de uno de los primeros libros de Hanni Ossott. Pero así podría denominarse también toda su obra, que formula insistentemente la búsqueda del infinito a partir de una imposible forma perfecta y desde el espacio constantemente asediado de la casa de la niñez, con imágenes de decantada belleza. Posiblemente la muerte de la madre sea el centro generador, no nombrado, o no siempre nombrado, de esta poesía. En el espacio a la vez luminoso y oscuro de la casa de agua y de sombras de la infancia se oculta la habitación en la que se alberga la enfermedad, concentrando un horror sagrado que marca el terrible destino de esa casa, poetizada una y otra vez, con sus rincones y sus muebles, entre los cuales la voz poética busca incesantemente las huellas y los recuerdos maternos.

En una actitud muchas veces dubitativa, de perplejidad, de asombro ante el mundo, el estilo asume en ciertos momentos el modo interrogativo, desplazando por el espacio textual la formulación de preguntas, a través de la cual la poeta intenta verbalizar lo indecible, desde sus primeros poemas hasta los desgarrados textos de El circo roto, en los que la palabra, tartamudeante, continúa la infinita indagación. Tal como en el poema “Ella era bella y de ella aprendí este horror…”, en donde la voz poética titubea en cuanto a su propio decir:

¿De qué hablaré hoy?
¿de su rostro?
¿su traje?
¿de sus ojos?

La fragmentación del discurso se corresponde con una visión del mundo que también se va fragmentando, así como se disgrega la imagen de la madre enferma, los recuerdos aferrados a los trozos del cuerpo, connotando, en su desnudo dramatismo, el proceso de la pérdida.

La grandeza de este universo del horror, asumido con coraje, pero al mismo tiempo con una fragilidad que se quiebra, dentro de situaciones de devastación y extinción, se expresa en el sentimiento trágico, en el canto de la muerte, en el retornar angustiado a la imagen del cuerpo de la madre, erizado, extraño, alienado, lugar, no del abrazo ni del regazo protector, sino de la incomunicación, de la imposibilidad de tocarse, un cuerpo ya solo como enfermedad y maldición.

La fusión con la muerte de la madre se expresa en un brevísimo poema de Casa de agua y de sombras, que es apenas esto, que es todo esto:

Nunca he visitado su tumba
la llevo.

En otro poema, la reconstrucción de la imagen de la madre, a partir de un fastuoso sombrero descrito con sensualidad y alegría, ofrece una señal mínima de su fugaz paso por la existencia. Dentro de situaciones de devastación y extinción se siguen produciendo imágenes de mundos de vida y de fantasía, para terminar por llegar a una desolación sin lágrimas, el dolor de la extinción expresado en la desgarrada palabra de la poeta, que ve pasar la muerte, casi como figura corporeizada, en medio de la colectividad y en la soledad de la noche, cuando constata, con fervor y reverencia, con mirada despiadada, que los muertos continúan presentes en las casas que fueron de ellos, casas en las que todos se están extinguiendo permanentemente.

La muerte de la madre ha marcado un punto en el tiempo. Todo lo que viene después carece de límites, es infinito: el denso signo que se ha colocado inaugura la larga historia de soledad y dolor.

Todo termina siendo inservible, el cosmos entero, con lo cual se amplía en toda su grandeza la visión pesimista. La precariedad del ser, el cuerpo ahora como enfermedad, confluyen en un horror que termina por derrotar al individuo, por más que éste se le enfrente con lucidez. Es una derrota que se origina en las pérdidas sufridas en el pasado, de donde nace el desarraigo. El futuro se vislumbra sin esperanzas, las casas están arruinadas por el tiempo, y lo que queda de ellas está impregnado por las historias del horror familiar. A fin de cuentas, se trataría del mal generalizado.

El título del último libro remite al desgarramiento, a la ruptura, a la desintegración trágica. El dolor aquí está ya prácticamente más allá de su posible expresión. Una condición de desamparo y de aridez que se dibuja en una imagen de derrota y se nos muestra con ferocidad, con una dureza inexorable.

Hay en la poesía de Hanni Ossott un permanente movimiento en contraposición, una construcción oximorónica, de opuestos que se funden. Una presencia constante de algo que es, simultáneamente, un constante desaparecer:

Nadie ha desaparecido allí y todo está muriendo[6]

Una fusión de lo eufórico y de lo disfórico. Un dolor indetenible, esencial, tristísimo, junto a la vitalidad desenfrenada, a la que remite el otro término del título del último libro, ya que la connotación de circo se vincula con la alegría, las luces, el juego, el espectáculo, la ilusión de la infancia.

En “Notas sobre un vestido de amor”, de El reino donde la noche se abre, el vestido y su hilatura se constituyen en el centro de un poema de alegría, de celebración. Por metonimia la trama pasa a ser, de la del vestido, a la propia hablante poética. La imagen múltiple y sutil del vestido se expresa en un estilo juguetón y con una dulce fonética. Es un canto regocijado, erótico, tal como la fina textura de las telas. La belleza de la luminosidad expresa la apertura al universo.

Aquí la apelación a la madre se hace en un tú que connota lo femenino, a partir de lo cual puede instaurarse un intenso deseo, de amor, de erotismo, de goce del movimiento, de danza, de requiebro. “Notas sobre un vestido de amor” es un canto de felicidad, en el que las palabras se imbrican amorosamente y lo femenino circula a través de todo el tejido del poema, con el traje haciéndose expresión sensible del sentido de pertenencia. La urdimbre de la tela se convierte en el entramado que mantiene cohesionado al mundo. Se trata de lo femenino celebratorio, de la danza vital propiciada por las delicadas texturas del vestido, del poema, del discurso.

Uno de los poemas más extraordinarios de Hanni Ossott es el titulado “Del país de la pena”, perteneciente también a El reino donde la noche se abre. Creo que marca un momento en la poesía venezolana, una ruptura decisiva, quizás de una naturaleza similar a la que señaló “Derrota”, de Rafael Cadenas, en 1963, aunque no dejan de ser profundamente diferentes.

La construcción anafórica es la que le da el tono al poema de Cadenas, tan rítmico y sostenido, logrado a partir de esos que-s que se suceden uno tras otro, iniciando cada verso, señalando la fugacidad y el desamparo del hablante, hasta los tres últimos versos, que retoman la idea de precariedad con la que se caracterizó al sujeto del discurso y cierran el poema completando esa imagen.

En el poema de Hanni hay una reiteración también, pero aquí, en lugar del registro afirmativo, nos encontramos con un trémulo ¿quién soy? interrogativo que abre el texto, pero que no se queda fijo en el inicio de cada verso, sino que se moviliza ocupando distintas posiciones dentro del discurso, contribuyendo a generar el tono de asombrada exploración, de perplejidad, de reverencia ante el insondable misterio ontológico de la existencia, del ser vacilando al borde del abismo, interrogándose extrañado en medio del fluir del tiempo.

¿Quién soy?, se pregunta Hanni Ossott una y otra vez, a lo largo del extenso poema, que abarca once páginas del volumen que lo contiene. La pregunta, titubeante, se desplaza por el espacio textual, se contamina de otras interrogantes, se reitera, se refuerza con preguntas acerca del adónde, del dónde estás, del qué soy, del quién está allí, y de otras que se van agregando, en este poema que no es letanía, ni plegaria, ni elegía, aunque tiene algo de todo eso. Es, más que todo, la expresión de una voz solitaria y desnuda que asciende, conmovida, en un momento de intensa extrañeza y recogimiento.

No hay aquí apelación a un otro, sino la despojada soledad del sujeto que vuelve la mirada sobre sí mismo, aunque el mundo está ahí también, en medio de esa noche durante cuyo transcurrir la poeta emprende ese gran viaje, a lo largo del cual la acompañamos, sobrecogidos.

El poema se abre con el verso:

¿Quién soy? … “La luz que ilumina esta verja, esta tierra?”.

Y luego del largo periplo realizado, termina con los dos versos siguientes:

Suficiente.
Es la luz de la Luna lo que hoy me ilumina

Con la palabra suficiente la hablante le pone punto final al largo proceso interrogativo por el cual la hemos seguido, como saliendo deliberadamente del estado de transporte, de lúcido sueño en la vigilia. La reflexión ha finalizado, la poeta ha refrenado el amplio fluir de la palabra, ha dicho suficiente y ha colocado el punto. Junto con ella, salimos del embeleso y constatamos que, de alguna manera, ella ha logrado encontrar una respuesta a tantas preguntas. Al primer verso, en el que se interrogaba acerca de si era ella la luz que iluminaba una verja, le opone el verso último, en el que  logra separar su ser, su identidad, del mundo circundante, con el cual al principio se había confundido. Ahora lo subjetivo y lo objetivo se han diferenciado, la luz pertenece a la luna y es la hablante lírica la que está siendo iluminada.

Poco después de haber escrito esta parte de mi ensayo, releyendo Las olas, de Virginia Woolf, por uno de esos enigmáticos azares que tanto le gustaban a Hanni, me encontré, sorprendida, con que en uno de los discursos de Susan, una de las protagonistas, ella dice: “Pero ¿quién soy yo? ¿Quién es ésta, apoyada en la verja (…)? A veces pienso (…) que no soy una mujer, sino la luz que ilumina esta verja, esta tierra”.

Asombrada, revisé de nuevo el poema de Hanni, y me di cuenta del bellísimo juego intertextual que ella formulaba en los versos que enmarcan su poema, un juego del que había dejado sus pistas, específicamente las comillas del primer verso, así como la referencia a la novela de la escritora inglesa en el verso “cada ola me dicta una continuidad”, y también en el que indica el más famoso de los ensayos feministas de Virginia Woolf, Una habitación propia, al decir, en otro, que “Estoy en mi cuarto, en mi ‘cuarto propio’”.

Un rapto, como dijo alguna vez la poeta, un trémulo interrogarse que se va desplazando a lo largo de toda esa asombrada exploración, pero también un homenaje, reverencial, inteligente, pensado, a aquello que más amaba, la literatura.

Coda final

Conocí a Hanni a finales de los sesenta, cuando ambas éramos estudiantes de Letras. Ella entró a primer año –entonces la carrera no era por semestres y tenía una duración de cuatro años- cuando yo cursaba el tercero. Poco tiempo después, en 1969, se produjo esa gran eclosión que constituyó la Renovación universitaria, la cual conmocionó a la Universidad Central de Venezuela y tuvo en Letras uno de sus bastiones centrales. Los del primer año aportaron quizás el mayor grado de creatividad,  dentro de una Escuela en ese entonces tremendamente formal y académica.

La Renovación fue una fiesta, que en parte logró sus objetivos, pero luego el proceso, cuando iba a iniciarse la revisión más profunda de las estructuras universitarias, se quebró, debido al allanamiento y la intervención llevados a cabo en 1971 por el entonces presidente Rafael Caldera.

Recuerdo la luminosa figura de Hanni participando en la Renovación, serena y apasionada, tímida y llena de coraje. Era una de las más jóvenes, una niña casi. Delgada, grácil, muy bella, permanecía sentada escuchando en silencio, la cabeza inclinada a un lado, seguramente ya figurando infinitos. Luego intervenía, concisa, breve, tajante, segura de sí misma.

Después, años más tarde, fuimos ambas profesoras de Letras, nuestra Escuela. Las circunstancias habían cambiado y nos encontramos en bandos enfrentados vehementemente, intensamente. El Área III, del cual era ella una de las profesoras más brillantes, se oponía al Área II, en el cual yo ocupaba un lugar significativo. Dicho de una forma más razonable, sin las etiquetas que tanto daño hicieron, ella dictaba las materias Necesidades Expresivas, Poesía y Poetas y Literatura y Vida. Las mías eran Teoría de la Literatura y Crítica e Investigación Literaria. A pesar del fragor de la confrontación, Hanni y yo nunca tuvimos ni el más leve enfrentamiento, nos respetábamos y nos apreciábamos, aunque teníamos posiciones radicalmente diferentes en cuanto a la literatura y en cuanto a la vida. Pero creo que coincidíamos en un punto de integridad que nos permitía no llevar esas divergencias al terreno de lo personal.

A finales de los años setenta asistí a la defensa que hizo Hanni de su primer Trabajo de Ascenso. Habló con su voz melodiosa, modulada, como formulando un poema o entonando un canto, sugestiva, apasionada, dura en sus apreciaciones. Luego del acto le pedí prestado un ejemplar y, después de leerlo, le dije lo mucho que me había gustado. Me miró con sus ojos asombrados y me preguntó, sorprendida: -¿de verdad? Yo le dije, de verdad, claro que sí, si no no lo diría. Ella se alegró, de verdad, se sorprendió de verdad, porque era humilde, como todo ser realmente grande, y altiva, como todo creador que se siente seguro de lo que hace. Ese ensayo se publicó luego con el título de Memoria en ausencia de imagen/Memoria del cuerpo.

Coincidimos también durante varios años en el Consejo de la Escuela de Letras, ella como Jefa del Departamento de Disciplinas Literarias y luego como representante profesoral, yo como Jefa del Departamento de Teoría de la Literatura. Ella poco hablaba, ya había comenzado su proceso de ensimismamiento. Cuando terminaban esas horribles y maratónicas sesiones, generalmente nos íbamos juntas hasta el estacionamiento, ella, algún que otro profesor y yo. Pronto  nos dimos cuenta de que al acercarnos a esa zona del campo universitario llamada Tierra de Nadie, Hanni se ponía a temblar y entraba en un estado de gran angustia. Desde entonces nos cuidamos siempre de acompañarla y dábamos un rodeo para no pasar por el lugar que desencadenaba en ella semejante reacción. Solo mucho después, cuando leí sus poemas, comprendí, conmovida, lo que podía simbolizar para ella ese espacio. Luego, años después, se agravó, no pudo seguir dando clases. Pero añoraba la docencia, no podía vivir sin ella, así como amaba la literatura y tampoco podía vivir en su ausencia. En un momento en que creímos que estaba un poco mejor, siendo yo directora de la Escuela, en 1994, abrimos un curso sin créditos para que ella lo dictara. Sus alumnos de siempre, que la amaban, se inscribieron, pero ya ella no era ella, ya no era capaz de sostener el discurso al que estaban acostumbrados y el curso naufragó, inexorablemente.

No quisiera recordar la última vez que la vi. Fue en la misma época, yo seguía siendo directora, y ella estaba en una clínica, agonizando.  Vi a alguien en esa cama a quien no conocí, a una anciana desvencijada, en posición fetal, sumergida en el letargo

que antecede a la muerte. No supe qué hacía yo ahí, no había comunicación posible con ella. Torpemente me despedí de los familiares y huí del lugar. Igual de miserable me sentí, más o menos en la misma época, cuando fui a visitar a la poeta Ida Gramcko, quien se estaba muriendo en Terapia Intensiva, y a quien ni siquiera vi, ahí solo había una puerta cerrada y no había ni familiares, de manera que de mi huida de ahí no hubo testigos, de mi pavor tampoco.

Ida murió a los pocos días. Pero Hanni, espectacularmente, se recuperó. Su organismo no era el de una anciana, era todavía joven y robusto y resistió, se negó a morir.

Después, ya solo supe de ella por terceros, hasta que, hace algunos años, me leí toda su poesía, una y otra vez, y descubrí la sostenida e inmisericorde exploración de su propio dolor, su capacidad de poetizar una calidad atemporal del tiempo, su mostrar espacios amenazantes carentes de fronteras, su asedio a la forma, al cuerpo, su trágica imposibilidad de alcanzar lo inalcanzable. Conmovida, admirada, me puse a escribir sobre  su obra, una de las más densas y bellas de la literatura venezolana, de la literatura universal.

 

[1]  Espacios para decir lo mismo (1974), Formas en el sueño figuran infinitos (1976), Espacios en disolución (1976), Memoria en ausencia de imagen (1979), Espacios de ausencia y de luz (1982), Hasta que llegue el día y huyan las sombras (1983), Plegarias y penumbras (1986), El reino donde la noche se abre (1987), Cielo, tu arco grande (1989) Casa de agua y de sombras (1992) y El circo roto (1996).
[2] “La casa, ese depósito de ángeles”. En: El reino donde la noche se abre. Caracas: Mandorla, 1987, p. 34.
[3] Casa de agua y de sombras. Caracas: Monte Ávila, 1992, p. 18.
[4] “La enfermedad”. En: Casa de agua y de sombras, (p. 17).
[5] Casa de agua y de sombras, p.19.
[6] “La casa, ese depósito de ángeles”, p. 35.