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Crónicas milanesas II; por Alejandro Oliveros // #VisionesDeMilán

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Un verano benigno, este de 2016, en la capital lombarda. No especialmente caluroso, pocas tormentas y una tolerable humedad. He vivido (sufrido, debería decir) temporadas veraniegas en Europa verdaderamente criminales. Como la del 2003, que llevo a la muerte a docenas de ancianos en aquel Paris intolerable, donde el aire acondicionado es un tabú cuya transgresión solo parece permitida a los hoteles de cierta categoría. Para los parisinos el aire acondicionado es uno de los peores males de la humanidad, después del vegetarianismo. Soy un adicto desde mi infancia a esta atmosfera enrarecida y, de acuerdo con los europeos, enfermiza.  Es una de las cosas que más agradezco a los dioses de haber nacido en Venezuela. Una gratificación que nadie me garantiza que se vaya a prolongar de seguir el deterioro de la desmembrada hacienda pública. Por lo pronto, confío en que los pocos días que todavía me restan a este lado del atlántico, sigan su curso sin mayores alteraciones climáticas, mientras me preparo para el regreso al bochorno de mis “tristes trópicos” natales.

“Schapi qui puo” (“Que se vaya el que puede”), es el título de un artículo sobre Venezuela aparecido hace poco en la prensa de Milán. Comenta el autor, que no ve salida política al impasse del referendum, lo que habría acelerado la fuga de venezolanos hacia otros países. Especialmente Estados Unidos y, en particular, Miami y sus alrededores, donde la mayoría de los que se encargan de estacionar y cuidar los automóviles, entre las avenidas Lincoln y Ocean Drive, son venezolanos, donde antes eran cubanos. De Nicolás Maduro destaca que es “el presidente más odiado de la historia venezolana” y que, de no cambiar la administración, los índices inflacionarios en el cuarto año de su infeliz mandato, es decir 2017, no serán inferiores al 1300 por ciento. No se le escapa al columnista, el aislamiento creciente de Venezuela con el cierre de las líneas aéreas. Ni la desesperación de sus habitantes, como los “130000 hambrientos” que cruzaron la frontera para procurarse algo de comida. La crónica no dice nada que no sepamos; lo que tiene tal vez de novedosa sea que la opinión europea, finamente, supera el beneficio de la duda y comienza a reconocer las impensadas, e impensables, magnitudes del desastre, Hasta ahora, las informaciones de prensa  en general se detenían en el asunto, no menos apremiante, de los presos políticos, pero ahora parecen entender que se trata de una tragedia de carácter humanitario. Sin un cambio político oportuno, que quiere decir urgente, la economía venezolana no tendrá nada que ver con la de otros países de la región y, en pocos meses, pasaríamos a ser una nación del Corno de África en plena Suramérica.

Homo necans es el nombre del revelador estudio de Walter Burkert publicado en 1972, y uno de los libros más frecuentados por Rafael López Pedraza en sus años como docente de la Escuela de Letras de la UCV. Burkert es uno de los grandes conocedores de la religión y mitología griegas, como antes de él  Martin Nilsson o Jane Harrison o E.R. Dodds y, contemporáneamente, Girard o Vernant, a los cuales debemos una manera menos convencional de entender la teología y cultura de los fundadores de la civilización occidental. La tesis de Burkert, cuyas primeras manifestaciones se conocieron a mediados de los sesenta, no se podrían condensar en un par de líneas, pero la recordamos en estos momentos de violencia desbordada que se ha presentado en diversos lugares del planeta y que tendemos a asociar con el fundamentalismo islámico. “Homo necans”, como se sabe, es el griego por “hombre que mata”, y lo refiere Burkert al momento en el que el ser humano dejo el vegetarianismo  para convertirse en consumidor de proteínas animales. Ante la falta de experiencia como cazador, el hombre llegó a considerar como semejantes a los animales que daba. Este es el origen de los sacrificios que formaron el núcleo de los ritos y religiones primitivos. El recordado Rafael, siempre fiel a Jung,  habría dicho que se trata de un arquetipo ésta manifestación conductual. Y agregaría, como me lo repitió tantas veces en las bien surtidas mesas de la época, que cuando se libera uno de éstos arquetipos no es cosa obvia ni fácil controlarlo de nuevo. Pienso en Burkert y en López cuando trato de entender la violencia asesina de los últimos anos. Lo más fácil es atribuirla a alguna organización teocrática, olvidando que no pocas de estos episodios son espontáneos, en apariencia incausales y producto de la imitación o la rabia. La violencia, no hay para que recordarlo, puede adoptar proporciones endémicas y su carácter contagioso lo conocemos. No obstante, al alcanzar estos nefandos niveles, se despoja de todo carácter ritual para convertirse en imperdonable homicidio. El resultado es la devaluación de la vida, el abaratamiento de la muerte, como temen que ocurra en el mundo civilizado, después de haber sucedido  repetidas veces en Latinoamérica, incluyendo, desde hace por lo menos una docena de años, a la Venezuela de la revolución bolivariana.

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 Cuando, en febrero 1956, el Piccolo Teatro, bajo la dirección de Giorgio Strehler, uno de sus fundadores, decidió montar la Opera de tres centavos, el anciano Bertolt Brecht,  manifestó su deseo de estar presente en el estreno, en lo que sería su último viaje fuera de Alemania. En esa oportunidad, Tino Carraro hizo de Mackie, Molly y de Jenny. La veneración de Strehler por Brecht es una garantía de fidelidad al espíritu de la obra del influyente maestro alemán. Por lo menos así lo fue hasta nuestros días, cuando, a comienzos del verano de este año, el Piccolo presento una nueva versión del espectáculo con un reparto que incluyo a Peppe Servillo en un inmejorable Peachum, y una reveladora Rossy de Palma en el rol de Jenny. El nombre del actor encargado de Mackie Messer no creo que valga la pena recordarlo. Pero si el del director, no otro que Damiano Michieletto, “il regista piu ricercato dell momento”, responsable de una cuestionable adaptación del original, donde el siniestro hampón es reducido a un bufo malandro, enjaulado en este montaje desde el prólogo de la obra, y que desmiente la concepción brechtiana de un criminal cruel, cínico y arribista, como buen mafioso. En el diseño de Michieletto, Mackie es un desorientado, incipiente y andrajoso individuo al cual reconocemos solo cuando alguien lo llama por su nombre. Nada que ver con el siniestro Rudolf Forster de la versión fílmica, dirigida por Pabst con la cercana colaboración de los propios Brecht y Weil. En cambio, Rossy de Palma, con un registro vocal ajustado y una actuación sin desperdicios es una digna sucesora de la Lotte Lenya del original de 1928 y la película de 1931. Los dislates de la adaptación, sin embargo, se ven generosamente compensados con el resto de la producción, 100 % Piccolo Teatro, audaz, espectacular, sorprendente, épica y brechtiana. La dirección musical no pudo ser más fiel con sus siete instrumentistas a cargo de veintitrés instrumentos. En Venezuela, la Opera de tres centavos ha sido reiteradamente representada. Algunos todavía recordaran, porque fue memorable, el montaje de Herman Lejter a comienzos de los setenta, donde José Ignacio Cabrujas, formado en el Piccolo Teatro de Milán, hacia el papel de narrador.