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El guerrillero y el asesino; por Jorge Volpi

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La historia -cualquier novelista de raza lo hubiese detectado- era fascinante. Dos vidas cruzadas que resumían las contradicciones políticas, sociales, económicas e incluso psicológicas de América Latina. El guerrillero que abandona las armas y toma el camino de la paz. El adolescente miserable contratado para aniquilarlo. Y, si el novelista en turno era Carlos Fuentes, cuya obsesión por entreverar lo íntimo, lo público y lo mítico lo había llevado a obras maestras como La muerte de Artemio Cruz o Terra Nostra, el desafío de narrar la terrible cita entre ambos no podía resultar más apetecible ni más riesgoso.

Decidido a inscribir su obra en un vasto fresco al que denominó “La edad del tiempo” al modo de la “Comedia humana” de Balzac, Fuentes había anunciado Aquiles, o El guerrillero y el asesino décadas antes de su fallecimiento en 2012 como parte del tríptico iniciado con Diana, o La cazadora solitaria y otra pieza que jamás llegó a escribir, Prometeo, o El precio de la libertad, dentro del apartado XV, “Crónicas de nuestro Tiempo”. Si nos basamos en Diana, podría concluirse que sería un tríptico en el cual algunas figuras reales -como Jean Seberg- serían llevadas a la ficción valiéndose de los recursos de la crónica, la autobiografía o el testimonio personal.

El destino de Carlos Pizarro debió rondar la mente de Fuentes por muchos años. En 2004 lo escuché leer el primer capítulo de Aquiles en el Festival de Literatura de Roma: un relato compacto y poderoso sobre el asesinato del antiguo comandante guerrillero abordo de un avión, contada desde la perspectiva de otro de los pasajeros -el cual a la postre se transformaría en el propio Carlos Fuentes-, tornado aún más vibrante con su inconfundible tono de voz, y que anunciaba la que podría haberse convertido en una de las mejores novelas de su último periodo.

Un par de años después leyó otro capítulo en la Feria del Libro de Guadalajara, pero nunca llegó a concluir el manuscrito -los dos manuscritos en los que trabajaba entre Londres y la Ciudad de México-, de modo que el libro que acaban de publicar Alfaguara y el FCE es una aproximación al resultado final, como advierte Julio Ortega, el responsable de editarla y prologarla: una serie de capítulos más o menos breves que transitan entre la perspectiva del guerrillero, la del asesino, y la del propio narrador, quien presenta el libro como un homenaje a sus amigos colombianos, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis entre otros.

La historia del guerrillero y el asesino, decía, es por sí misma fascinante. Hijo de un respetado militar conservador y educado en escuelas lasallistas y jesuitas, Carlos Pizarro (1951-1990) compartió generación con algunos de los políticos más relevantes de su tiempo antes de incorporarse al M-19, un movimiento nacido de la indignación ante el despojo de los campesinos y la explotación de los obreros que caracterizaba al esquizofrénico régimen bipartidista de la Colombia de entonces.

Dos episodios particularmente novelescos -que Fuentes no quiso o no alcanzó a escribir- marcaron su andadura: el espectacular robo de la espada de Bolívar y el sangriento asalto al Palacio de Justicia en 1985. A partir de allí, Pizarro emprendió el camino hacia la paz: anunció la desmovilización del M-19 y se lanzó como candidato a la presidencia en 1990, solo para ser asesinado por Gerardo Gutiérrez Uribe, alias Jerry, por órdenes de Carlos Castaño, líder de las Autodefensas Unidas de Colombia.

Acaso lo más interesante de Aquiles, es que permite observar cómo Fuentes se batía con sus materiales, cómo nunca le bastó con aplicar fórmulas probadas y cómo le dio una y mil vueltas a esta historia. Sabía que tenía un gran tema entre manos y que había escrito un gran capítulo inicial, pero nunca se sintió satisfecho y no tuvo tiempo de concluir su tejido: una obra que podría desbordar la extensión de Diana y en la que faltan esos dos momentos cruciales. Para Milan Kundera, gran amigo de Fuentes, un libro póstumos es siempre una herencia traicionada, pero en este caso nos permite observar el taller íntimo del narrador y constatar la indomable energía que lo llevó a nunca conformarse consigo mismo.