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Los negros también importan; por Piedad Bonnett

Los negros también importan; por Piedad Bonnett

El asesinato de dos ciudadanos negros, víctimas de la violencia policial en los Estados Unidos y el de cuatro policías a manos de un veterano de Afganistán, también negro, mostraron cómo pueden cruzarse las distintas violencias que laten peligrosamente en la entraña de esa sociedad y nos recordaron que el racismo sigue vivo en ese país.

Una primera violencia es la del francotirador, un hombre de guerra que el Estado entrenó para matar al “enemigo” y que, llevado por el resentimiento, volvió las armas contra ese mismo Estado. Sabemos que de la guerra difícilmente se sale indemne, y ese hombre, que parece sufría de delirios, estaba, además, autorizado a comprar armas, porque la ley norteamericana lo permite con el argumento de que la ciudadanía debe defenderse. Por otra parte, los afroamericanos muertos por la Policía pertenecen a una minoría que a pesar de haber conquistado con sangre sus derechos, tiene seis veces menos riqueza que los blancos, menos opciones de empleo y educación más pobre. Otra forma, no armada, de violencia, que explica en parte por qué uno de cada tres negros irá a prisión en algún momento de su vida, en contraste con uno de cada 17 blancos. La brutalidad de la Policía es ya conocida (5.600 personas han perdido la vida por sus excesos en los últimos 15 años), y la impunidad que la ampara y su racismo aterradores, como lo han probado muchas investigaciones. Según estas, “la posibilidad de que un negro muera a manos de un agente es tres veces mayor que la de un blanco”. Y, por supuesto, el racismo de la Policía refleja el de una parte de la población blanca. No es gratuito que muchos ciudadanos hayan expresado su admiración por ella con letreros aparentemente inocentes: “Estamos con los azules”. Suena fuerte, pero el francotirador de Dallas ejecutó la venganza que probablemente muchos negros indignados desearían pero no se atreven a realizar. No podemos justificarlo pero sí entenderlo.

El racismo es algo difícil de erradicar en los pueblos, porque es transmitido, directa o sutilmente, de generación en generación, y se necesita conciencia y voluntad para superarlo. Tan grave como el racismo declarado es el racismo solapado, que se las ingenia para ejercer su agresión disimuladamente. Como cuando un policía escoge por su color a los que requisa o un grupo de “blancos” ignora a un negro en el trabajo o en la escuela, aislándolo. En Colombia, aunque no queramos reconocerlo, el racismo existe y se traduce cotidianamente, como el clasismo, en expresiones infames. Viendo los informes que sobre el Chocó trae —¡una vez más!— la prensa en estos días –envenenamiento de sus ríos por mercurio debido a la minería ilegal, cierre del hospital San Francisco de Asís en Quibdó, inmensas dificultades de la población para acceder a la salud, índice de mortalidad materna cinco veces más alta que en el resto del país y de pobreza superior al 80%— parece claro que, más allá de la corrupción interna, que es enorme, el inmemorial abandono del Estado y la indiferencia de los colombianos puede leerse también como un racismo no superado. Es triste que aquí, como en Estados Unidos, haya que recordarle a la sociedad que “las vidas de los negros también importan”.