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La literatura y sus prioridades; por Judit Gerendas

La literatura y sus prioridades

Alguien me señaló que hablar de literatura hoy en día no era de orden prioritario, que los lectores buscaban otro tipo de escritos. El comentario me llevó a dejar errar mi mente alrededor del concepto de lo prioritario, tratando de dilucidar qué libro o artículo podía definirse con este término. En verdad, solo se me ocurrió uno de primeros auxilios o alguno relativo a señales de tránsito.

Los ensayos críticos en torno a obras literarias no son prioritarios, en el sentido utilitario del término. Pero se refieren a lo específicamente humano, a algo que nos atañe a todos, y lo hacen de una manera distinta a como lo haría cualquier otro producto artístico, teórico o perteneciente a alguna otra disciplina. Responden a la curiosidad intelectual, la cual no todos tienen, evidentemente, pero quizás podrían llegar a tenerlo en algún momento, a lo mejor con ayuda de la  crítica literaria escrita en el registro del ensayo, por ejemplo, la cual intenta formular preguntas y ofrecer sugerencias, a partir de las hipótesis, las exploraciones y las claras miradas no cubiertas por el velo de los estereotipos y de lo ya dicho, así como con el verbo convertido en imagen, todo lo cual nos permite aproximarnos a cualquier gran texto creado por la humanidad con la actitud que preconiza  Harold Bloom, cuando señala que “A lo que leo y enseño sólo le aplico tres criterios: esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría”[1].

Frente a las simplificaciones a las que la compleja tecnología actual ha conducido, paradójicamente, a grandes colectivos humanos, la literatura (y no solo ella, sino también el cine, la música y las artes plásticas) intenta preservar un espacio precario, del cual va siendo desplazada aceleradamente por oscuras fuerzas inasibles e invisibles, aunque muy poderosas. Su casa está siendo tomada, como en el inolvidable cuento de Cortázar, por más que en apariencia no sea así, puesto que cada día se publican más libros, aunque muchos de ellos carecen de originalidad y responden a esquemas comerciales reiterados una y otra vez.

La literatura ha intentado dibujar un camino para acceder a los estratos profundos de la memoria, de la imaginación y de los deseos, así como se ha propuesto explorar intensamente los valores, hoy en día también tan cuestionados, sin reduccionismos esquemáticos y sin intentar uniformizar las ideas y su expresión a través de la ficción verbal. La literatura no puede estar al servicio de nada programático —ni del posmodernismo, ni del feminismo, ni del socialismo, ni de ningún otro ismo—. La verdad de cada autor —no La Verdad única, el dogma, sino la visión personal que sin lugar a dudas está, o debiera estar detrás de toda escritura—, solo aparecerá en todo su esplendor y autenticidad si se la deja fluir libremente, mediante asociaciones, imágenes y argumentos que son modificados por los personajes, a partir de la voz del inconsciente, tanto la de ellos como la del propio autor, quien ha de saber escucharlas y ser capaz de evitar las fórmulas, los clichés y las soluciones fáciles.

Si esto es así, la poesía surgirá por sí sola dentro de la narración, contribuyendo a percibir un mundo más allá de cualquier automatismo y vinculando el sentimiento con los conceptos, convertidos ambos en ficción, en argumento que se cuenta, en historia que se narra.

Por supuesto, ese “surgir por sí sola” exige importantes matizaciones y acotaciones, para señalar que se trata del primer paso de la escritura, la cual, en una segunda etapa, pasará a otro plano, el de la conciencia, en el cual será objeto del trabajo de la composición, de la construcción de su estructura, de su conversión en “artificio”, en el mejor sentido del término, subrayando así su condición de arte que se ha elaborado, no equiparable con los sueños ni con otras manifestaciones específicas del inconsciente, nada de lo cual, por sí solo, puede considerarse arte.

La literatura es también un juego, en el más alto sentido del término. Tal como lo dice, una vez más, Harold Bloom:

“El juego, actividad desinteresada, aislada (del tiempo y el lugar ideales), crea, o es, una especie de orden, una idea de orden temporal y limitado, pero con su propia perfección o belleza. Huizinga nos recuerda también que el juego tiene sus tensiones, no vaya a ser que descubramos de repente que hemos abandonado sus reglas, y relaciona dichas tensiones con el secreto que el juego ofrece a sus expertos, diferentes de nosotros porque están aislados en la esfera de las reglas de un juego que no conocemos o que sólo podemos llegar a conocer observando y escuchando”[2]

Bloom hace partir del Quijote el concepto de lo lúdico en literatura, de la capacidad que tiene este personaje paradigmático de jugar con la realidad. Al mismo tiempo, en el ya citado ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, arremete contra Platón, quien cargará por siempre con la culpa de haber expulsado de su República a los poetas, a esos seres capaces de jugar tan notablemente con las palabras. Paradójicamente, la prosa de Platón, sus diálogos, son expresión de alta poesía, aunque con seguridad a él no le hubiera gustado reconocer eso.

El horror, que tan presente estuvo en el siglo XX, continúa su infernal camino arrasando con tantos valores en los que creíamos. Las palabras y los silencios, los grandes recursos del humanismo, hoy en día parecieran zozobrar en los mensajes de texto de los teléfonos móviles y del chateo en Internet, carentes de estructura y puestos al servicio de una comunicación utilitaria marcada por la prisa y la fugacidad. En general no hay solicitudes del espíritu en esos textos, no hay pasión en ellos, en un mundo en el que la represión se ha desplazado, lo reprimido ya no es el sexo sino el amor, en una radical inversión de las características de dos mil quinientos años de cultura occidental,  la cual, junto a sus altísimos desarrollos tecnológicos, parece haber entrado en una dura condición  de decadencia ética, arrastrando en su caída la ley humana construida y asediada desde los textos de Homero y de Esquilo y desde las historias de las Escrituras y de los Evangelios, para ser finalmente formalizados en teoría y en praxis humana por los sistemas de pensamiento desarrollados por Freud y Lacan, entre otros, los cuales ciertamente no debieran despacharse con el despectivo término de grandes narrativas.

Podríamos considerar a las obras de arte, quizás, como la culminación del proceso que se inició en las cuevas de Altamira —y en otras cuevas a las que ese mítico nombre engloba—, cuando el ser humano se sintió impulsado a expresar sus deseos y sus valores mediante dibujos que los simbolizaban, llevando a cabo actos mágicos propiciatorios de la realización de sus proyectos, pero también, probablemente sin tener conciencia de ello, respondiendo a la necesidad estética que solo en el ser humano vive y es una de las significativas características que lo distinguen de los animales.

Varias grandes obras contemporáneas señalan con logrados recursos estéticos cómo se ha dinamitado la continuidad de este proceso, mostrando una ruptura decisiva en el registro humanístico que, con sus altos y sus bajos, había predominado incuestionablemente en nuestra cultura, desde aquellos remotos tiempos ya mencionados, hasta los años setenta del siglo XX, aproximadamente. Ellas no propician este quiebre: dan cuenta de él, con la sensibilidad propia de la literatura y del arte, capaces de percibir con notable anticipación las decisivas transformaciones de las cuales están preñados los tiempos. Me refiero, en particular, a la novela Desgracia, del surafricano J. M. Coetzee, a la película Dogville, del danés Lars von Trier y a la narrativa del colombiano Fernando Vallejo. A todo ello se contrapone la incapacidad de simbolización que se manifiesta tan desoladoramente en la película La pasión de Cristo, de Mel Gibson, mediocre obra que podemos confrontar con todo un conjunto de textos y de producciones cinematográficas que asedian desde muy diversas perspectivas la figura de Cristo, cuyos autores o directores han dejado correr libremente su capacidad creativa, a partir de una historia dada, a la cual no repiten ni copian servilmente: dejan fluir las infinitas posibilidades que esa historia contiene y construyen, en cada caso, una obra diferente con los diversos elementos que la constituyen.

Por otra parte, es necesario dar cuenta de que en una cierta línea de creación, la visión cultural ha dejado de ser antropocéntrica y se ha colocado en el primer plano del quehacer artístico y cultural a los perros.

Desde el pacto milenario que se había establecido entre perros y seres humanos, representado en figuras como Argos, el perro de Ulises en La odisea, y los personajes caninos de Jack London y Horacio Quiroga, llegamos a un punto de quiebre con el siempre gran precursor  Kafka, con las últimas palabras de El proceso, cuando se dice del personaje humano exterminado que “murió como un perro”, para concluir con las obras ya mencionadas: la estremecedora novela Desgracia, de J. M. Coetzee, en la cual la degradación de seres humanos y de perros configura un mundo terrible, al igual que en la no menos estremecedora película Dogville, de Lars von Trier, en la que los seres humanos no merecen perdón y solo ha de sobrevivir el perro. Y recordemos el gesto de Fernando Vallejo, el cual, luego de ganar el Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos” con su irreverente y desgarrada novela El desbarrancadero, donó el importe metálico del premio (cien mil dólares) a los perros de la calle, reunidos en un refugio de protección de animales. De ninguna manera para unos niños pobres o para un albergue de ancianos. La película La pasión de Cristo, que tuvo un éxito de público y, consecuentemente, de taquilla, inmenso, también da cuenta de la cultura de nuestra época: no está presente el espíritu humanista en esta película sobre Cristo, solo la carne masacrada, sangre en cantidad, y un obtuso sadismo que ninguna catarsis puede producir.

[1] Harold Bloom. ¿Dónde se encuentra la sabiduría?. Madrid, Ed. Taurus, 2005, p. 7.
[2] Harold Bloom. El futuro de la imaginación, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 32.