Artes

La desnudez de Paula Mondersohn-Becker; por Alejandro Oliveros

Por Alejandro Oliveros | 9 de julio, 2016
Autorretrato. Paula Mondersohn-Becker 1906.

Autorretrato. Paula Mondersohn-Becker 1906.

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Paula Mondersohn-Becker (1876-1907) fue uno de esos talentos que parecen destinados a convertirse en grandes artistas. Dos circunstancias fuera del dominio de su voluntad, sin embargo, conspiraron en contra de esta posibilidad. La primera, haber nacido por lo menos diez años antes de tiempo; la segunda, haber muerto prematuramente. Cinco años mayor que Picasso, y diez que Kokoschka, no alcanzo a participar en las grandes fracturas de la estética simbolista que dieron paso a la modernidad. Seguramente que, como ella, no fueron pocos los que vivieron esta situación de tierra de nadie, en medio de un mundo que colapsaba y otro, todavía borroso, que iba a surgir de las trincheras ensangrentadas del Somme y Verdún. Boccioni estuvo a punto de integrar ese grupo. En su caso, la influencia de Marinetti lo eximio de ser apenas el más talentoso de los cultivadores del simbolismo italiano. No hubo manifiesto futurista que apoyara las convicciones renovadoras de la dotada pintora alemana. Entonces, ¿qué es lo que hace que sobre esta artista “menor” se haya escrito tanto en los últimos anos, y que una institución del prestigio del Museo de Arte Moderno de Paris le haya consagrado una importante muestra individual? Y que Adrienne Rich, uno de los poetas más influyentes de la poesía norteamericana contemporánea, siguiendo el ejemplo del conocido “Réquiem para una amiga”, de Rilke, le haya dedicado uno de sus mejores textos?

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Es un signo de la “inversión de la sensibilidad” de estos comienzos del XXI, del cuestionamiento de la “poética de la violencia” predominante en el novecientos, que el olvido de la obra de Mondersohn-Becker haya al fin sido finalmente superado y una relectura propuesta por relevantes instituciones museísticas. La importante muestra del museo parisino estuvo a cargo de Julia Garimorth, cuya selección no podía ser más acertada. De la variada producción de la artista, Madame Garimorth, tuvo la inteligencia de dejar para otra ocasión el paisajismo, a ratos decorativo, neoarcadico, uniformado e inofensivo de los anos de Worpswede, para introducirnos a una Paula más individualizada, intima, autobiográfica, justamente lo que la diferencia de sus contemporáneos y la destaca como como protagonista de la misma aventura que, pocos años después de su muerte, protagonizaran contemporáneos como Picasso o Braque. Al preferir los desnudos, naturalezas muertas, retratos y autorretratos, la curadora nos ofrece lo más permanente del opus de Mondersohn-Becker. Una artista nacida antes de tiempo, quien, no obstante su lenguaje pre-moderno, supo expresar, con tensión y lucidez, la gramática inasible de lo femenino, desde la temblorosa desnudez de la adolescencia, hasta la insistente prefiguración, en sus Maternidades, de lo que iba a ser su primer y prematuro encuentro con lo Eterno.

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En su “Réquiem por una amiga”, entre oscuridades y veladas confesiones, Rilke, quien había aprendido en Paris a “mirar”, escribió, en versos, una de las más inteligentes apreciaciones críticas de la obra de la Mondersohn:

Porque sabias mucho de frutas: frutas maduras,
que colocabas en una bandeja frente a ti, de acuerdo
a una escala de colores y sabores.
También a las mujeres las veías como frutas,
y a los niños, puesto que crecían
desde dentro, como si tuvieran una semilla.
Y, finalmente, te veías a ti misma como una fruta,
y tu desnudez apareció frente al espejo,
y se presentó a tu miradas con los ojos bien abiertos…

Y esta transparente desnudez es precisamente lo mejor de la artista. Sus naturalezas muertas son y no son cezannianas. Al maestro de Mont Sant Victoire le debe, es cierto, el método de la composición; pero, a diferencia de la marcada gravitacionalidad, del peso y la materia de sus objetos, en Mondersohn las cosas se distinguen por su inclinación al dialogo, como esa calabaza que nos habla desde el brillo deslumbrante de sus colores. Las manzanas de Cezanne no hablan, existen como alegorías de una armonía paralela. Los frutos de Paula quieren, con pasión sartreana, ser comprendidos. Con sus desnudos no sucede otra cosa. Más que tocarlos, como los de Renoir, o rechazarlos como los del Picasso cubista, los cuerpos de Paula parecen estar allí esencialmente para hablar. Nos recuerdan, en cada instancia, que solo el aislamiento de una vida tecnológica, nos ha conducido a la trágica circunstancia de no saber hablar a los cuerpos. Paula nos invita a recuperar esa conversación. A entender nuestro cuerpo, y los ajenos, como interlocutores con sueños y ansiedades no distintos a los de nuestra psique. Cada cuerpo desnudo, el propio o el de nuestros semejantes, debe ser entendido, parecen sugerirnos estas telas, como una posibilidad epifánica; como, cuando despojada de su cascara, aparece una naranja con su desbordante personalidad. Eso fue lo que supo entender, mejor que nadie, como buen poeta, Rilke al escribir sus líneas. Es decir que, aunque tal vez menos seductores, estos cuerpos, o los frutos que también son cuerpos, se desnudan para hablarnos, para acercarse y compartir. Lejos de los desollamientos de Bacon o Freud, los cuerpos de Mondersohn-Becker están más cerca del susurro que del grito.

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Paula Mondersohn-Becker nació en Dresde, la ilustre capital del Palatinado, en 1876. En 1888, la familia se traslada a Bremen, donde comienzan los anos de aprendizaje, que solo terminarían con su muerte inesperada. Desde adolescente, esta mujer de voluntad admirable, se comprometió con un solo proyecto existencial: ser una gran pintora. A finales de siglo XIX, se incorpora al grupo de jóvenes artistas que habían hecho de la retirada población de Worpswede la sede de sus actividades. Thomas Mann lo tuvo en cuenta, lo mismo que Gerhard Hauptmann. Más involucrado, aunque, no tanto, como todo en su vida que no fuera la poesía, Rilke los frecuento y llego a casarse con Clara Westhof, una de las más activas animadoras y la mejor amiga de Paula. Las actividades del grupo eran otra de las manifestaciones de “neoarcadismo” finisecular, asumido por una generación que desconfiaba de las tentaciones urbanas. La naturaleza rural era considerada el escenario ideal para el desarrollo de todo arte. Una paisajismo neo-romántico con vagas resonancias místicas y un ingenuo alejamiento del mundanal ruido. Ni una chimenea, como las de Seurat en su crítica de Arcadia; ni trenes o estaciones, puentes o bulevares. Todo aquí es límpido, fresco, sano, joven y perfumado. Nada de paredes agrietadas o casas de ahorcados, como en Cezanne. Ajenos a las violencias sintácticas que iban a marcar el nacimiento del arte moderno, el neo-arcadismo de estos jóvenes resulta repetitivo, uniformado y decorativo, bueno para tarjetas postales o las paredes de un chalet veraniego. Rilke fue el primero en tomar conciencia de las dramáticas limitaciones del proyecto. Hacia 1901, se marcha al Paris de Los cuadernos de Malte, en busca de un poco de ciudad y contaminación. Lo seguirá Clara, y poco después, la misma Paula. Allí, con los mezquinos cinco años que le quedaban de vida, hará lo posible por entender la sintaxis de lo nuevo e incorporarse a la aventura de la modernidad. Picasso andaba en lo mismo, con sus pinceles azules y rosados convencido de que la aglomeración urbana, con toda su fauna, era la materia del arte del futuro. La diferencia entre uno y otro, es que el artista español ya había estado en Paris, y conocido a gente como Max Jacob, uno de los primeros cronistas de la modernidad. A finales del mismo 1901, llego Mondersohn-Becker a Paris desde su distraído Worpswede rural. No será el primero de sus traslados a la capital francesa. Pero no será lo mismo vivir entre Barcelona y Paris que entre Paris y aquella apartada población de la campiña alemana. Sin tiempo, y sin un Marinetti o un Apollinaire, que la salvara, no pasara de un tímido pre-expresionismo. Le tocara a Picasso, con Braque, Derain, Gris, Léger y otros, protagonizar el triunfo definitivo de la modernidad.

L’intensite d’un regard, la exposición del Museo de Arte Moderno de la Ciudad de Paris, presenta cuarenta y ocho obras de la artista, de acuerdo a un sano criterio cronológico. El resultado es un conjunto de unidad impecable, una gestalt que revela las calidades de la obra de Mondersohn-Becker. Con una sutileza que el espectador agradece, la curadora nos introduce al alma de esta mujer sensible y entregada al proyecto de su existencia. Su destino trágico se adivina a medida que avanzamos por las iluminadas salas de la exposición, paso a paso sentimos que la tragedia nos espera al final de la muestra. Pero nada es obvio en la iconografía de Mondersohn-Becker. Sin embargo, en los numerosos retratos y autorretratos se insinúa una rara orfandad, la misma fragilidad del vuelo de una mariposa, la efímera existencia de las amadas rosas de Rilke. L’intensite d’un regard es también una invitación a reconocer esa contemporánea “inversión de la sensibilidad” que nos ha permitido releer, sin prejuicios, la discreta y olvidada grandeza de la pintura de Mondersohn-Becker.

Alejandro Oliveros Alejandro Oliveros, poeta y ensayista, nació en Valencia el 1 de marzo de 1948. Fundó y dirigió la revista Poesía, editada por la Universidad de Carabobo. Ha publicado diez poemarios entre los que figuran El sonido de la casa (1983) y Poemas del cuerpo y otros (2005). Entre sus libros de ensayos destacan La mirada del desengaño (1992) y Poetas de la Tierra Baldía (2000).

Comentarios (1)

Alexandre Daniel Buvat Irazábal
9 de julio, 2016

Cada tema que este autor aborda, goza de muy buena escritura, , gran conocimiento del tema y profundidad filosófica, histórica, o bibliográfica, esencial.. Confieso , amigo Oliveros, que soy su respetuoso admirador

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