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Sistema de injusticia; por Jorge Volpi

Por Jorge Volpi | 17 de junio, 2016

Sistema de injusticia; por Jorge Volpi 640

Cuando alguien me pregunta por qué estudié Derecho, suelo dudar o hacer un chiste, y al final confieso un error histórico que corregí con una maestría y un doctorado en Letras. Recuerdo los cinco años que pasé en la Facultad de Derecho como un desafortunado paréntesis: si bien disfruté de dos o tres materias e igual número de grandes profesores —Guillermo Floris Margadant en Derecho Romano, Ricardo Franco Guzmán en Derecho Penal o en Rolando Tamayo en Filosofía del Derecho—, el resto me pareció una pérdida de tiempo: aulas atestadas, a veces con 200 alumnos, y la  obligación de aprender de memoria leyes y códigos que la mayor parte de las veces no se cumplen o se cumplen sólo para unos cuantos.

Si bien desde la preparatoria había decidido convertirme en escritor —gracias al influjo de mis amigos Eloy Urroz e Ignacio Padilla—, me dejé convencer por mis padres, mis maestros y mis propios miedos de que era mejor estudiar una profesión previsiblemente lucrativa y dejar a la literatura como un placer culpable. La presión gremial tuvo mucho que ver: de los 50 alumnos del área 4, la de Ciencias Sociales en el CUM, 35 estudiamos Derecho en la UNAM pese a que nuestras vocaciones divergieran de la política a la música y del cine a la filosofía.

Un periodo más tenebroso —y fascinante— se abrió para mí durante los tres años que trabajé en las procuradurías General de Justicia del Distrito Federal y General de la República al lado de Diego Valadés. A diferencia de lo que ocurría en la Facultad, donde en el fondo maestros y alumnos sabíamos que en México la teoría jurídica jamás se corresponde con los hechos, en estas instituciones tuve la oportunidad de atestiguar no sólo las escasas virtudes y los incontables vicios de nuestro ámbito criminal, sino un concentrado del país con todos sus contrastes. Para un escritor en ciernes constituyó una oportunidad invaluable que muy pocos de mis pares han tenido: observar la realidad de primera mano.

Tras la renuncia de Valadés a la PGR en mayo de 1994, ese “año que vivimos en peligro”, mi lejanía del Derecho se acentuó hasta que lo abandoné por completo. Las leyes y los códigos se volvieron tan nebulosos para mí como para cualquier ciudadano que no tiene que lidiar en tribunales. Veinticinco años después de presentar mi examen profesional (con una extravagante tesis sobre Michel Foucault), he vuelto a sumergirme en mi pasado. Desde hace varios meses investigo un caso criminal con la idea de escribir un libro de no ficción: esta tarea no sólo me ha llevado a examinar detenidamente las miles de páginas del expediente, sino a recorrer de nuevo los laberintos de nuestro orden jurídico.

Si aún no puedo hacerme un juicio definitivo sobre el caso que me ocupa, he podido constatar en cambio lo que a muchos abogados les parecerá una rutina ineludible. Al revisar no tanto nuestra legislación penal, que no difiere tanto de otras tradiciones, sino nuestros procedimientos penales, resulta imposible no darse cuenta de sus incontables defectos. Muchos piensan que el mayor problema de nuestro sistema de justicia se halla en la corrupción, pero antes tendríamos que reconocer la propia perversidad de su arquitectura.

Más que descalificar el sistema por ineficaz, habría que resaltar su absoluta eficacia, si se entiende que fue diseñado para garantizar que los poderosos queden siempre impunes, que quienes los perturban no tengan modo de defensa y, en medio de ello, miles de inocentes terminen en la cárcel. Con su preferencia por la argumentación escrita, que sólo acentúa el papeleo burocrático —y alarga al infinito los procesos—, su entronización de las confesiones —que alienta la tortura, casi ineludible— y la falta de transparencia en sus prácticas, todo funciona para que la verdad quede sepultada bajo los intereses económicos o políticos.

Si a ello se suma la corrupción, presente en cada fase de un proceso, desde la denuncia y la averiguación previa hasta las raras ocasiones en que se llega a una sentencia, el desastre es mayúsculo. A este marco sólo hacía falta añadirle la violencia de la guerra contra el narco para asegurarse de que el caos se tornase sobrecogedor. Tras leer las miles de páginas de mi expediente (en un español macarrónico), la necesidad de imponer los juicios orales se torna obvia: éstos quizás no eliminen todos los problemas, pero al menos limitarán las peores aristas de un sistema concebido para preservar la injusticia.

Jorge Volpi 

Comentarios (2)

Pedro R Garcia
18 de junio, 2016

¿Qué hacemos? ¿qué podemos hacer? Pues evitar, no caer en sus fraudes: dejar de rumiar en que la justicia funciona tan mal por pura casualidad, corrupción o torpeza, de los jueces o que son del partido, rojo, azul amarillo, de derechas o de izquierdas, y empezar a preguntarnos quién obtiene ventaja con todo esto. Y mientras alguien sigan obteniéndola: de nada servirá que pongan hombres preclaros civiles al frente de las instituciones facultadas para brindar justicia que “endurezcan” las leyes o que incluyan la cadena perpetua, o pena de muerte por fusilamiento o lapidación en los Códigos penales incluido en el de la Arquetípica y boática Corte Internacional. La justicia como virtud moral que supone hacer lo que es correcto: El liberalismo moderno, influenciado por la filosofía evolucionista, vistas las narraciones Génesis del origen del hombre como mitos y encuentra la doctrina de la justicia original, de estar bien carece de significado. Neo-ortodoxa, también rechaza un estado literal, primitivo de la justicia en la historia humana, pero se encuentra con el concepto de la justicia original siguen siendo válidos e importantes. Se refiere a la “naturaleza esencial”, el hombre es el Dios-la ley de creación del hombre verdadero ser (la ley del amor), de pie en contradicción con el pecado del hombre, la naturaleza existencial (Brunner y Niebuhr). Justicia original es la de que el hombre está vagamente consciente a través de su propia trascendencia, y de la que inevitablemente ha caído a través del uso equivocado de la libertad.

Alma María Rico
21 de junio, 2016

Que lastima constatar a través de tu artículo e investigaciones lo que siempre se ha sabido: “Que la justicia en México favorece a los ricos”. Y quien tiene la culpa? Para mi los abogados, son en su mayoría individuos carentes de una empatia y fraternidad sincera hacia los demás.

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