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Las palabras justas; por Álvaro Valverde // #HomenajeACadenas

Las palabras justas; por Álvaro Valverde 6401

Rafael Cadenas retratado por Roberto Mata.

La poesía es muy suya. Para todo. También para el que la lee y la escribe. Impone sus reglas sin contemplaciones. Se manifiesta cuando quiere y no sólo a la hora, insisto, de ser escrita. Lo digo porque a Rafael Cadenas, un poeta un año menor que mi padre, llegó uno más tarde que temprano, aunque su nombre y sus poemas no faltaran en los recuentos transatlánticos que he venido frecuentando con el debido fervor a lo largo de las últimas décadas. Mi encuentro con su inmensa poesía llegó de la mano de esos versos sueltos leídos acá o allá, pero no la hice del todo mía hasta que tuve en mis manos y delante de los ojos su Obra entera. Diré pronto que fue un deslumbramiento del que todavía no me he recuperado y del que confío no librarme nunca.

De la relectura de ese libro y del que apareció después, Sobre abierto, así como de la lectura de En torno a Basho y otros asuntos, el que nos reúne esta tarde aquí, he tomado en mi cuaderno más de veinte páginas de anotaciones con mi particular letra minúscula. Lo menciono no para apabullar a la concurrencia (y de paso asustarla: el tiempo, por suerte, está tasado), sino para poner en evidencia lo que a este lector –y a cualquiera– le pueden sugerir y proporcionar esos poemas, esos dichos y esas prosas.

Hace unos años defendí un concepto, me temo, ya por entonces periclitado: el de maestro. No me refiero al de escuela, que es mi modesto oficio, ni al de profesor universitario, que fue el de nuestro homenajeado, sino a una de esas escasas personas “de mérito relevante entre las de su clase”, a alguien con maestría. Para mí, sin embargo, un título tan respetable como vigente, que nunca he aplicado alegremente a cualquiera. Porque su influencia, por la vía del ejemplo, va más allá de lo meramente literario y se traslada –palabras mayores– al orden moral. Cadenas, aunque le estorbe, merece de sobras ese honor. ¿Por qué? Intentaré explicarme. A partir, claro está, de sus enseñanzas. O, por decirlo mejor, de sus lecciones.

Rafael-Cadenas.-Premio-Internacional-de-Poesía-Federico-García-Lorca-320 Si bien en su juventud fue de verbo torrencial, tan pródigo como el paisaje de su tierra, esta poesía se caracteriza por su parquedad, por su exactitud. Que nadie busque en ella una palabra de más, un exceso verbal, un margen a la mala retórica. Sobria y austera por excelencia (“Evito las exclamaciones. / No soy de donde viene / el grito”, escribe, o “Rehúyes el énfasis”), propia de alguien que dice: “Nada pido. / Voy / liviano”. Poesía, en fin, despojada, cercana en su concepción a la oriental -no en vano es un buen conocedor del zen y del Tao-, con independencia de que denomine “tríptico” a lo que parece “haiku”. Esta sequedad, diría, está muy relacionada con otra lección. Cadenas es alguien que procura “ir con la vida sin oponerle resistencia”. Cita a Blyth: “La verdadera vida poética es la vida corriente de todos los días”. “¿Qué se espera de la poesía sino que haga más vivo el vivir?”, se ha preguntado. “Me interesa lo ordinario”, afirma. Y: “Lo que escribimos es nuestra vivencia”. Uno no distingue entre una cosa y otra. Como es escribe y como se es. Quiero decir que se es como se escribe, o viceversa. Si la coherencia, la honestidad y el criterio imperan, eso sí, como hace al caso. Sin máscaras o personajes interpuestos, por más que Octavio Paz escribiera, de acuerdo con Eliot (para quien la poesía es impersonal) que “el poeta no es una persona real: es una ficción, una figura del lenguaje”. Por encima de correlatos objetivos y monólogos dramáticos, Cadenas parece empeñado en desvelar el espinoso asunto de la identidad, uno de sus temas primordiales: “no soy lo que soy ni lo que no soy”, “Ya no sé quién soy”. Esa humildad (un “refinamiento”) que apreciamos en su obra coincide con la que busca (y consigue) el hombre discreto que la ha escrito. La honda, sentida pobreza que la habita es idéntica a la que conoció. Desde entonces no ha necesitado de la brillantez (de la que desconfía), de lo artístico (“Estoy lejos del poema como cosa de arte”, “lejos de exquisiteces”), de lo ingenioso (a favor del trabajo artesano), del lucimiento, ni siquiera de lo poético, pues, “Soy prosa, vivo en la prosa. La poesía está allí, no en otra parte. Lo que llamas prosa es el habla del vivir, que siempre está traspasada por el misterio”. “Es absurdo empeñarse en seguir escribiendo poemas poéticos, literatura literaria”, dejó dicho en otra parte. Jaramillo alude incluso al “inestilo”: “No quiero estilo, sino honradez”. La suya es, al cabo, una poesía de palabras “calladas” que, por la vía de la mística, no le hace ascos al silencio. Alejada, en todo caso, de esa celebrada poesía hispanoamericana barroca y palabrera, exuberante y nerudiana que uno, con perdón, detesta y que, a este lado del charco, parece la única corriente lírica ultramarina digna de mención. No, desde luego, para mí, ferviente lector de los poetas americanos del conocimiento; meditativos, digamos. En defensa de esa lengua común que no nos separa, parafraseando a Shaw, sino que nos acerca y, sobre todo, nos completa.

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Álvaro Valverde, poeta y crítico, durante el #HomenajeACadenas en Casa América.

Poesía de la llaneza cervantina y de la claridad. Sin afectación. Que usa las gastadas palabras de cada día, aunque, por su precisión, siempre nos acaben pareciendo distintas. Natural por naturaleza. Ascética y sin “atavíos”. “Sólo en lo concreto se manifiesta lo esencial”, escribió César Simón, otro poeta ático. Humana, propia del humanismo. Poesía que “fluya desde nuestro vivir”. Que “encarna el lenguaje de la intimidad, el lenguaje con que a solas nos hablamos a nosotros mismos y hablamos a los seres y cosas que más nos atañen”. Ni hermética ni intransitiva ni oscura, como la fabricada por esa suerte de ouroboros que tan bien conoce, jerga para iniciados. “Lo inefable no me quiere”. Poesía, la suya, dicha “para los hombres”, “no para consolarlos sino para hacerlos más verdaderos”.

Que nadie se confunda. Cadenas no es un poeta adánico, espontáneo ni ocurrente. Su conciencia de la lengua es penetrante, en la estirpe de su amado Kraus. Propia del lector que, a la manera borgeana, ante todo es. Porque la lengua está “más cerca de nuestro ser que cualquier otro instrumento”. “Soy / apenas/ un hombre que trata de respirar / por los poros del lenguaje”. Porque “El hombre es la hechura del lenguaje”, concluye, no sin haber dedicado a este asunto lúcidos ensayos que, con toda pertinencia, están recogidos junto a sus versos y sus aforismos en su obra reunida.

Dije hace un momento “misterio”. Es una palabra clave en la poética cadeniana. Acaso la más importante. “vivir en el misterio: frase redundante”, dice. Porque “No hay diferencia entre lo ordinario y lo extraordinario”. Porque “No hay nada más extraño que la existencia”. Porque “Nuestro verdadero linaje es el enigma. Somos eso”. La vida como asombro y como “milagro”. Revelación. Misterio “tan contundente como la realidad misma, de la que no se diferencia”.

“Estar / aquí / ya es / demasiado”. A esta verdad obedece el tono de la poesía de Rafael Cadenas. Una voz conversacional y mesurada. Un tono celebratorio, sin alharacas; triste, sin queja. A rachas, elegíaco y melancólico. Sentencioso y epigramático. De memorias y olvidos, que se conforma con poco: “No desdeñes nada. / La rana le dio a Basho / su mejor poema”.

Poesía de la mirada (“Los ojos / nunca son insolventes”), donde la luz de todos los días es siempre nueva. “Quitado de ti miras el mundo / por vez primera”, escribe, y es que, a pesar de su avanzada edad, se empeña, sin esfuerzo, en convencernos de que la novedad de la existencia es incesante y cada jornada la primera de tu vida.

Poesía, en fin, intempestiva e ilocalizable que no deja de preguntarse por ella misma, por el asombro de su existencia: “Lleguemos a un acuerdo, poema. / Ya no te forzaré a decir lo que no quieres / ni tú te resistirás tanto a lo que deseo”.

Cobijo para el exiliado, el resistente, el solitario a la intemperie, para el “invisible”, más ahora, en esta época tan sombría de Venezuela y del mundo. Jirones apuntados, a modo de diario, por el testigo: “Soy el que observa, / registra, / anota (no tengo otra tarea)”. “Un veedor / que sólo atestigua”.

La coherencia de la poesía de Rafael Cadenas hace innecesarios los distingos. Quiero decir que su último libro continúa la senda del anterior y que estos, junto a todos los demás, han originado una obra única, por unitaria y por diferente. “Uno no sabe por qué escribe lo que escribe, yo no sé qué ha sido para mí lo que la rana fue para Basho”, comentó en una entrevista. Esa recurrente rana vuelve y con ella su enigmático salto. Y con ella regresa, paradójicamente, el presente, lo inmediato, solo tiempo que en verdad conocemos. Y la fidelidad al lenguaje, algunos nombres (Dante, Ajmatova “la suplicante”, Spinoza, Hölderlin), el despojamiento y el “desaprender”, la mirada (“Lo que salva de los escombros”) y un poema extraordinario, que le perseguirá (como le ha atosigado el genial “Derrota”): “A un querido emperador”, donde dice de Marco Aurelio: “Nunca usó el lenguaje para encubrir / la realidad o superponerla otra”.

Termino. En “Musa” leemos: “Concédele al poeta, / si la humildad no lo ha abandonado, / las palabras justas / para su tarea: no decir lo que se espera /sino / ser vocero /de la más oculta necesidad”. Me parece un oportuno colofón a estas reflexiones en voz alta acerca de la poesía de uno de los maestros del español. Un poeta y algo más. En feliz expresión de Antonio López Ortega, me considero ciudadano de en “un país llamado Cadenas”. Un país, como el que buscaba Ungaretti, “inocente”.