- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Hécuba y la alteridad; por Judit Gerendas

Hecuba640416_b

Vanessa Redgrave interpretando a Hécuba, de la obra homónima de Eurípides. Adaptación y dirección de Tony Harrison. Producida por Royal Shakespeare and Company.

Los fundamentos de aquello que reconocemos con el genérico nombre de cultura occidental provienen, en una de sus vertientes, del esplendoroso universo científico, filosófico y literario creado por los griegos. El otro se deriva de las religiones judía y cristiana, con sus maneras de entender el mundo, imponer formas de conducta y establecer estructuras teológicas hondamente internalizadas a lo largo de miles de años.

Revisando la cultura y la literatura griegas, podemos constatar que sus grandes obras épicas y trágicas giran en torno a las historias de dos ciudades: Troya y Tebas. A Tebas corresponden los dramas de Edipo y de Antígona, ya ampliamente estudiados desde muy diversas perspectivas. A Troya, la gran épica de La Ilíada y su continuidad en la paradigmática Odisea, con un nuevo territorio como objeto del deseo, la Ítaca símbolo del hogar –espacio que acoge, fuego de chimenea que da calor– al que todos anhelamos volver. Son esas dos obras de Homero, o atribuidas a  él, las que sintetizan esa vasta historia, numerosos aspectos de los cuales son luego desarrollados en las grandes tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, muy en particular en Las troyanas, de este último.

Se trata del notable caso de un pueblo que le canta a otro, que canta sobre ese otro que ha derrotado en una larga e incruenta guerra. Troya es el centro humano y épico de esta vertiente de la literatura clásica griega, la cual tiene continuidad, varios siglos después, en una obra fundadora en la cultura latina, La Eneida, de Virgilio, cuyo personaje protagónico, Eneas, según esa historia, logra escapar de la ciudad de Ilión (el nombre griego de Troya) con su padre y con su hijo, para, después de un largo viaje, dar inicio a la historia de Roma.

Los vencedores ficcionalizando a los vencidos, asediando sin cesar su mundo, sus personajes, sus hazañas y sus terribles dramas individuales y colectivos: es una situación poco usual en la cultura de la humanidad. Frente a las grandes figuras paradigmáticas de Héctor, Príamo, Andrómaca y Hécuba, entre otras, todas troyanas, el monolítico Aquiles, el torvo Agamenón, las traicioneras Helena y Clitemnestra resultan decididamente deslucidos, aunque se trate de los jefes griegos y de sus mujeres. Mención especial merece la compleja, seductora y angustiante figura de Casandra, troyana sin contrapartida alguna en el mundo de los griegos.

En la cultura griega se inventó el término democracia y un sistema de gobierno que se originaba en la participación de la ciudadanía –aunque con grandes limitaciones, como es el hecho de que ni las mujeres ni los esclavos tenían voz ni voto. Fue, además, capaz de generar un método de discusión y de conocimiento como lo es la mayéutica socrática, con su capacidad irónica de develar las contradicciones y mostrar el dinámico movimiento no lineal de los fenómenos y de los procesos. Y, entre otros muchos logros, la cultura griega pudo darle una forma inédita a esta mayéutica por medio de los diálogos de Platón, una modalidad de confrontación de ideas en la que, a partir de los conceptos del otro, se construían y se desarrollaban los propios, a través de una dialéctica que iba y venía de uno a otro dialoguista, en un devenir que iba dejando atrás las ideas que se desechaban, para formular otras que a su vez serían objeto de una contínua deconstrucción y a la vez de enriquecimiento.

Un pueblo que había alcanzado estos altos niveles políticos y culturales bien pudo, desde una época remota de su historia, colocar en el centro de su gesta heroica, de su épica fundadora, a la alteridad, a la visión del otro, a su conocimiento y a su reconocimiento. Aunque no dejaron de llamarlos bárbaros, la admiración por los troyanos está en el corazón de esas obras escritas que nacen de una mitología muy anterior a ellas, desde la oscura noche en la que los pueblos griegos comenzaron a tejer, a través de la transmisión oral, esas historias.

Troya fue arrasada por los griegos, todas las obras literarias coinciden al respecto. La gran mayoría de los hombres de Troya que no murieron en la guerra fueron exterminados cuando los griegos lograron entrar, dentro del famoso caballo de madera, en la ciudad que habían estado sitiando durante diez años. El niño Astianax, hijo de Héctor y de Andrómaca y nieto del rey Príamo y de la reina Hécuba, murió al ser despeñado desde lo alto de un acantilado.

Las mujeres troyanas fueron distribuidas entre los jefes griegos, en calidad de esclavas y/o concubinas. Convertidas en viudas, separadas de sus hijas, las esperaba una vida miserable y devastadora, una vida de degradación. La anciana Hécuba, botín mayor por su rango, fue asignada como esclava a Ulises, el inventor de la estratagema del caballo.

Figura trágica si las hay, mantuvo su dignidad, su valor y su coraje frente a los guerreros triunfantes, luego de haber perdido a su esposo, a todos sus hijos y a su nieto. Su desvencijado cuerpo no se corresponde con el vigor de su espíritu, pero tampoco está hecho para la esclavitud. Los dioses, tan crueles con Troya, se compadecen de Hécuba y la convierten en perra, la cual, ya en la nave de Ulises, se lanza al mar, donde será transformada por Poseidón en una dura roca a la que las olas batirán por toda la eternidad. Ulises sufre así la primera de las muchas pérdidas que jalonaron su larga odisea de diez años, antes de lograr volver a Ítaca. Pero es también una primera opción, tan lejana en el tiempo, y ya presente con todas sus graves consecuencias, de retirarse de la condición humana, marcada por el horror, y optar por la condición de perro. Un rasgo que está en el origen del quiebre tanto del humanismo como del antropocentrismo.

Antes de que todo eso sucediese, Hécuba, con ferocidad y sin temor, se revolvió en contra de los dioses: nada le quedaba ya por perder. La despojada figura de la anciana concentra en sí, en una imagen pura, el horror y la desgracia extremas.

Nos reencontraremos con ella, inesperadamente, en los textos de los notables poemas que componen el códice Carmina burana, correspondientes a los siglos XII y XIII. El sorprendente hallazgo se produce en la pieza más famosa de ese conjunto, la “Oh, Fortuna”, en la cual, en el más claro estilo carnavalesco medieval, tan brillantemente definido y recreado por Bajtín, se nos habla de la rueda de la fortuna que gira, y entonces, sorpresivamente, se menciona a la desdichada reina de Troya:

Fortune rota volvitur:
descendo minoratus;
alter in altum tollitur;
nimis exaltatus
rex sedet in vertice
caveat ruinam!
Nam sub axe legimus
Hecuba reginam.

Esta estrofa pertenece a la sección “Fortuna plango vulnera”, la cual forma parte del fragmento titulado “Fortuna imperatrix mundi”, traducida, como la totalidad de los trescientos versos que componen este conjunto de cantos goliardos, escritos en latín, aunque también con trozos de un dialecto del germano antiguo y de otro del francés antiguo, por el filólogo catalán José García Illa, quien ofrece así el fragmento mencionado:

La rueda de la fortuna gira;
yo desciendo humillado;
otro es llevado hacia lo alto.
Ensalzado en exceso,
el rey está sentado en la cumbre;
pero que esté en guardia contra la ruina,
porque bajo el eje leemos
que la reina es Hécuba.

El texto se corresponde plenamente con el espíritu de la famosa ópera de Carl Orff, Carmina burana, del siglo XX, juguetona y carnavalesca, una obra que muestra un profundo conocimiento de las formas que son objeto de su parodia. Pero no es de la música de lo que quiero hablar aquí.

El fragmento citado del texto nos sorprende con su alusión a Hécuba, puesto que pertenece a una época anterior al período conocido con el nombre de Humanismo y, más aún, al del Renacimiento, que son los grandes momentos en los cuales la cultura occidental se reencuentra, para recuperarlas, con sus raíces grecolatinas. Podemos intuir que esas raíces pervivieron, ocultas, en las abadías y en los monasterios, los cuales se convirtieron en ricos reservorios de grandes bibliotecas de textos griegos, latinos y árabes, tal como aparece ficcionalizado en la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco, notable erudito medievalista, entre otros talentos que poseía.

De manera que esos jóvenes clérigos “goliardos” (o “gente del demonio”, como se les conoció también), y los irreverentes estudiantes de escasos recursos económicos que comenzaban a frecuentar las universidades que iniciaban su trayectoria en Europa en el siglo XIII, y que se dedicaron a escribir en latín canciones y poemas críticos contra el poder, tuvieron la cultura literaria suficiente como para dar con la figura de Hécuba, a quien quizás encontraron en el canto VI de La Ilíada, o en el último, en el momento en el que se consume la terrible derrota.

Sin embargo, la de ellos es otra historia, otra es la intencionalidad de su quehacer poético, distinta a la de las grandes épicas y tragedias casi dos mil años anteriores a sus poemas carnavalescos. Lo he mencionado aquí solo para dar cuenta de cómo un personaje del calibre de Hécuba puede adquirir vida nueva una y otra vez, en tiempos y espacios muy diversos, y a través de connotaciones muy diferentes.

Volvamos a la trágica historia contada por los griegos. La transformación de la desdichada reina en perra, que para nuestro gusto de hoy puede resultar un hecho en extremo bizarro, a fin de cuentas responde a una perfecta lógica, puesto que en algunas de las versiones de su historia los aullidos de Hécuba por la muerte de todos sus hijos la hicieron asimilarse de forma natural a la condición de perra. Pero además esta metamorfosis le permitió evadirse del horror de la infame vida que la esperaba, el rol de esclava en casa del hombre que había desatado en su ciudad la muerte, la destrucción de todo vestigio de vida.

La mujer que había parido a tantos hijos llora así al final de La Ilíada, ante la muerte del más insigne de ellos, Héctor, cuyo cadáver los griegos se negaban a entregar:

Lloremos a Héctor sentados en el palacio, a distancia de
su cadáver; ya que cuando le parí, el hado poderoso hiló
de esta suerte el estambre de su vida: que habría de
saciar con su carne a los veloces perros, lejos de sus
padres (…)[1].

Y Eurípides, en Las troyanas, pone estas palabras en boca de Poseidón: “Si alguien desea contemplar un gran infortunio, ahí puede ver a Hécuba, tendida ante esa puerta (…)”[2].

En el escenario teatral Hécuba es la expresión decantada del dolor,  personaje central en el conjunto de mujeres que configuran la tragedia.

Más allá del “hado poderoso” que para los griegos hilaba la vida de los seres humanos, están los hechos producto del quehacer y de las decisiones de los hombres, así como del devenir histórico que se va gestando a partir de numerosos factores económicos, sociales y culturales, tal como se expresa brillantemente en la versión que hizo hace algunos años Alessandro Baricco de La Ilíada (titulada Homero, Ilíada), excluyendo todas las partes –muy numerosas, por cierto- en las que aparecen los dioses. El resultado fue una novela absolutamente coherente, que mantiene el interés y el suspenso todo el tiempo, un texto mucho más cercano a nuestra sensibilidad actual que aquellos en los que pululan los dioses, haciendo y deshaciendo a su capricho los sucesos. Aunque, evidentemente, la lógica interna está en las obras de los griegos, quienes no pudieron ni quisieron evadirse de sus dioses, los cuales, sin lugar a dudas, tenían su encanto. Pero Baricco, cual restaurador de cuadros, solo tuvo que levantar la pintura superior que cubría a lo que estaba debajo, para dejar libres y a la vista las otras escenas que ahí se encontraban, tapadas por la de arriba.

Resulta importante también subrayar que ésta, quizás la primera gran historia de la cultura occidental, es una historia de guerra, de batallas, de muertos en combate, de destrucción y de sojuzgamiento de unos pueblos por otros. Solo que, como ya dije,  es algo muy notable que esta historia esté contada por los triunfadores desde la perspectiva de los derrotados. Y es desde este punto de vista que adquiere toda su grandeza el discurso de Hécuba en Las troyanas y en la propia Ilíada, en la que la sucesión de batallas, que en algún momento llega a agobiarnos, se va desplazando paulatinamente hacia las muy humanas historias personales y cotidianas de los moradores de Troya.

Ahí es donde Hécuba, Mater Dolorosa, expresa su amargura más desgarrada. En vano había exhortado a Héctor para que no luchara solo, para que no fuera a la muerte; tuvo que saber que su hija Casandra, sacerdotisa que tendría que despojarse de las ínfulas sagradas, sería entregada como concubina al enemigo principal, a Agamenón; y no quiso entender que su niña Polixena había sido sacrificada sobre la tumba de Aquiles. Finalmente, convertida en perra, su tumba llevará el nombre de Cinosema (quinosema, así se pronuncia: “la tumba del perro”). Es ella el centro de la historia de las mujeres vencidas de Troya y la que le otorga grandeza y unidad a esa historia, expresando todo el dolor de la derrota y toda la dignidad dentro de la desventura.

Las troyanas representa el momento extremo –y final- de la inmensa tragedia de la ciudad. Humana y sobrehumana, Hécuba se convierte en la más lograda expresión del drama, en su vaivén existencial y discursivo, que da cuenta de su insoportable desgracia y, a la vez, muestra también su incansable capacidad de denunciar y de clamar por la justicia. Mujer y madre, enfrenta con coraje el horror de ver al hijo muerto, arrastrado por los caballos  sobre el inmundo suelo. Desde ese lugar se levanta el lamento fúnebre de ella, así como su angustia por el anciano esposo, también figura señera del drama.

Los augurios sagrados que Hécuba ofrece a Príamo, conjurando para él la suerte ante la inquebrantable decisión del derrotado rey  de ir al campamento enemigo para rescatar el cadáver de su hijo, son pronunciados bajo el efecto  de la preocupación por el compañero de toda una vida, a  quien ella desea preservar del peligro y de la humillación.

Esposo y esposa comparten el mismo infinito dolor. Ancianos sin hijos, padres sin descendencia, solitarios y desamparados, se crecen a partir de su desdicha, y, con sus actos, impulsan el drama hasta sus aspectos más humanos y humanistas.

Los griegos, en esta escena contrincantes de la misma estatura, se conmueven ante el valor del anciano, que ha llegado solo hasta el campamento enemigo, y le rinden homenaje, le devuelven el cuerpo del hijo, y suspenden las hostilidades mientras duran las ceremonias fúnebres en honor al héroe.

La llegada del cuerpo de Héctor desata intensas escenas de dolor por parte de Andrómaca, la esposa, y de Hécuba, la madre.

Según Sartre, Las troyanas de Eurípides no es realmente una tragedia, en el sentido de género teatral, sino un oratorio, en el que las voces de los distintos personajes, preponderantemente mujeres, se van sustituyendo las unas a las otras, intercalándose, imbricándose, constituyéndose en una sola masa coral, expresando de esta manera sofisticada el dolor colectivo, el terrible destino común, la misma condición histórica para todas ellas, desde la reina hasta las esclavas: la misma suerte injusta y la misma carencia de esperanza, el desarraigo de su tierra y la soledad. Sin embargo, no deja de ser Hécuba la que se destaca de entre todas ellas.

El canto, la poesía y la literatura son y han sido, y es posible que lo seguirán siendo, aunque muchas dudas caben al repecto, la manera que tiene el ser humano de dejar constancia de su dolor, de superarlo, de convertir las particularidades de lo real en universos simbólicos mediante imágenes que trascienden las concretas narraciones y las proyectan en el tiempo, para que seres humanos diferentes, en circunstancias distintas, se contrasten con ellas y les den vida nueva a partir de miradas a su vez nuevas.

La lograda expresión de la tragedia, de la esperanza rota, se simboliza y se trasciende en el destino final de Hécuba, en su conversión en roca en medio del mar, en el hecho de que el batir de las olas sobre  ella repetirá por toda la eternidad el lamento perennemente reiterado de la desdichada reina, expresando su luto y su duelo, pero también su capacidad de  resistir, su dureza –su coraje-, que ha adquirido una forma cerrada e inmutable, la de la piedra, salvada así de tener que seguir participando del conflictivo y azaroso devenir existencial humano.

Las dos condiciones, la de la roca y la de la perra, como en la más pura acepción de la tragedia, según la caracterización de Aristóteles, nos causan espanto y compasión, nos distancian de ella, para poderla ver mejor, y nos hacen llorar junto a ella, compasivos y solidarios, para de ahí acceder a la catarsis. Hécuba y las otras mujeres troyanas carecen de defensa frente a la adversidad, pero se yerguen sobre su dolor y convierten lo que el vencedor pensó que sería su vergüenza, en la vergüenza del otro, de aquél que ha triunfado en el campo de batalla.

Pero, y esto nunca podremos olvidarlo, nada de esto lo sabríamos si los griegos, con sus aedas, sus poetas y sus dramaturgos, con su cultura popular en primer término, no hubieran tenido el valor, la audacia y la grandeza de cantarle al pueblo derrotado, y de esta manera, por primera vez en la historia –en la que pocas veces se repitió este hecho, desgraciadamente- darle un espacio central en lo mejor de su literatura al otro, abriéndole camino al concepto de alteridad que todavía hoy en día lucha en medio de obstáculos, marañas y malezas para ocupar un espacio que cada cultura dominante le niega, ojos y oídos cerrados al hecho de que la rueda de la fortuna sigue girando y que, en correspondencia con este movimiento, lo alto y lo bajo pueden cambiar de lugar constantemente, una y otra vez.

[1] Homero. La Ilíada. Traducción de Luis Segalá y Estalella, Madrid, Espasa-Calpe, 1966, p. 257.
[2] Eurípides. Las troyanas. En: Dramas y tragedias. Versión de Florencia Grau, Barcelona, Editorial Iberia, 1967, p. 48.