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¿Dónde se juegan los partidos de fútbol?; por Martín Caparrós

Dónde se juegan los partidos de fútbol; por Martín Caparrós 640

Los argentinos, siempre tan pendientes de la mirada extranjera, no cabían en sí de gozo bobo: lo decía un diario inglés, el enemigo. Hace años, The Guardian publicó una lista de los espectáculos deportivos que “había que ver antes de morirse” –aún no sabían cómo hacerlo después– y el primero de todos era un Boca-River en la Bombonera.

La Bombonera es el estadio del Boca Juniors y uno de los más famosos de este mundo: lo inauguraron en 1940 y no ha cambiado mucho desde entonces. Cavernaria, ululante, bravucona, sus tribunas de cemento se mueven cuando sus ocupantes saltan, pero el dicho pretende que “no tiembla, late”. Los días de partido, muchos turistas extranjeros toman un tour/safari para internarse en esa selva. Proliferan; por ahora, no tanto como para hacerle lo mismo que sus colegas le hicieron a Cartagena de Indias o al gótico de Barcelona: transformarla en un parque temático.

Pero hay más amenazas: el presidente actual del club –seguidor del presidente Macri, que lo fue entre 1995 y 2008– dice que la Bombonera se ha quedado chica y que hay que reemplazarla por un estadio nuevo, y el debate sacude a la mitad más uno del país. Los que se oponen son tachados de nostálgicos, tradicionalistas; los que apoyan serían los adalides del progreso –o de esa idea tan vendida que pretende que el capitalismo es como los aviones: si se para se cae. Quizás ellos sean los nostálgicos, los que no entienden el proceso: que el fútbol ya no sucede en esos sitios tan arcaicos, los estadios.

El fútbol nunca fue un espectáculo mayoritariamente presencial. Durante décadas fue el relato oral o escrito de alguien que contaba a millones lo que sólo unos miles veían de verdad. Pero ahora –y de ahí su difusión mundial– es un relato audiovisual, televisión en todo su esplendor. Un gran partido puede reunir a 50.000 personas en una Bombonera, 100.000 en un Camp Nou; en las pantallas son legión.

La televisión domina la economía del fútbol y ha cambiado la forma de mirarlo: inventó, entre otras cosas, la posibilidad de ver partidos solo –que antes no existía. Es casi peor que beber solo, mucho peor que tener sexo solo, tanto peor que charlar solo –pero lo hacemos más y más. Y lo hacemos distinto: frente a la pantalla el espectador es más analítico, menos emocional. Las acciones importantes se diseccionan desde todos los ángulos: se pueden ver mejor pero falta, justamente, el chucho de lo irrepetible. Todo se ve de cerca, las caras, los insultos, las patadas –y se pierde la visión de conjunto. Y las imágenes repiten las jugadas más vistosas, y ahora cada chico que empieza a jugar intenta la bicicleta antes que el pase.

Así, los estadios –sus hinchas, sus gritos, sus colores– son cada vez más la escenografía necesaria para que el fútbol suceda donde realmente sucede: en la pantalla. Para eso la Bombonera es imbatible, un capital, un símbolo. La idea de ganar unos miles de localidades y perder ese marco único parece tan necia que despierta sospechas: en toda gran obra hay negocios pequeños.

La Bombonera, ahora, tiembla ante la amenaza. En un país normal la ­protegerían los socios de su club, los hinchas, los empresarios de las televisiones, los vendedores de gaseosas y un ministerio de algo, que la declararía monumento. Pero está en la Argentina, o sea: en peligro.

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Texto publicado en El País Semanal.