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“He terminado por resignarme a Caracas” // Diario de Armando Rojas Guardia

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Fotografía de la serie Blindados de Silvia Castro. Haga click sobre la imagen para ver toda la fotogalería.

Enero y febrero de 2016

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La ciudad, que permanecía bajo el mudo rigor de la sequía, se rinde ahora, alborozada, a la elocuencia de la lluvia. El ballet de las gotas, y su olor estruendoso, lo inundan todo: las calles se transforman por momentos en naves de iglesia, tan cóncavamente sagrado es el múltiple rumor que bautiza al mundo, redimiéndolo para una fiesta cósmica.

2

Caracas ha sido literalmente anegada por el regocijo del aguacero. Para festejar el final de este, he salido a caminar por el boulevard de Sabana Grande, que está apenas a unas pocas cuadras de mi casa. Todo el paseo peatonal se encontraba atiborrado de objetos que solicitaban compulsivamente mi atención –ropas, juguetes, artefactos eléctricos, comida, revistas, ruidos, vallas publicitarias, vitrinas decoradas con pésimo gusto. Era una solicitud sensorial que me externalizaba y descentraba, robándome densidad interior a fuerza de bombardearme con su múltiple atracción ininterrumpida. Sustrayéndome a ella, yo solo procuraba tener ojos y oídos para la calma que el final de la lluvia había logrado levantar en el tácito corazón de la ciudad, tal como esa calma se podía constatar en toda la respiración de la urbe: un sosiego palpable, dilatado atmosféricamente, haciendo que las cosas recobraran una como prístina diafanidad. Hasta los sonidos me llegaban bautizados por una nitidez inocente, virginal.

Creo que he terminado por resignarme a Caracas. Esta es la ciudad en la que nací y donde ha transcurrido la mayor parte de mi vida. Una ciudad agresiva, que maltrata a sus habitantes con la saña del desorden y de la trepidación convulsiva. La salvan, y a nosotros con ella, la dulzura de su clima, porque sus novecientos metros sobre el nivel del mar alzan el valle en el que se encuentra hasta una zona del aire donde los vientos alisios modulan primaveralmente la temperatura convirtiéndola en un privilegio, y el taxativo y filoso contraste entre la luz y la sombra: un espectáculo cotidiano, repleto de plasticidad y majestad, que yo no he visto en ningún otro lugar del planeta; además, esa basílica boscosa que es el Ávila gobierna a cada instante la visual que al caraqueño le es obsequiado contemplar siempre desde la ventana hogareña o desde cualquier recodo de la calle.

Me resigno a Caracas porque la amo con el “amor fati” de Nietzsche, el amor al propio e indoblegable destino. Me caso con el “fatum” que ella representa para mí: sé que no podría vivir, ni morir, en otra ciudad que no sea esta: inhóspita, pero luminosa; caótica, pero nunca trivial (en virtud de la maternal cordillera que la abraza, enalteciéndola).

3

Lo que acabo de escribir me conduce a reflexionar una vez más, sobre la belleza. He leído que en una entrevista sostenida con el escritor Michael Ventura, y publicada en 1993, el gran teórico y terapeuta jungiano James Hillman afirmó que estaba a punto de cancelar su trabajo terapéutico porque se había percatado de que en el mundo contemporáneo la patología mental sobreviene como consecuencia del hecho de que por la gente vive en medio de la fealdad (la ausencia de hermosura que caracteriza al paisaje cotidiano en los grandes conglomerados urbanos de nuestros días). Esa comprobación lo había llevado a optar por tareas ecológicas, más productivas, psicológicamente hablando, que su labor en el consultorio. Simone Weil escribió que el derecho a percibir frecuentemente la belleza es tan inalienable en el ser humano que, privado de él, aunque solo sea en pequeña escala, el hombre experimenta “una especie de horror”. Recuerdo la taxativa afirmación de Camus: “El mundo es bello, y fuera de él no hay salvación”. Es como si dijera: precisamente porque es bello podemos encontrar en él la experiencia salvadora de la plenitud. Dios está enamorado de su creación; hasta tal punto, que el pecado por excelencia, bíblicamente entendido, consiste en optar por un trasmundo que niega, con su ilusión mentirosa, la realidad de este universo que nos ha sido dado como una ofrenda (en eso estriba el mítico, y por eso mismo modélico, pecado de Adán y Eva: ceder a la seducción de ser “semejante a Dios”, es decir, desemejante a sí mismo, elegir la irrealidad de la omnipotencia desmintiendo la fértil concreción de la finitud, que es el único espacio regalado para nuestra verdadera autorrealización). “Tanto amó Dios al mundo…” (Jn 7, 8). Dicho en las palabras de William Blake: “La eternidad está enamorada de las formas del tiempo”.

Resulta significativo que estas reflexiones me las suscite un paseo por las calles de Caracas inmediatamente después de la lluvia vespertina: ellas contribuyen a que yo acepte y asuma el íntegro rescoldo de belleza que puedo hallar en el aquí y el ahora de la vida de una ciudad que tiendo en más de una ocasión a considerar una incómoda intemperie.

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