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“Morir un poco para vivir por siempre”: Cero K, de Don DeLillo; por Edmundo Paz Soldán

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¿Qué hace el visionario el día después de que se hayan cumplido sus visiones? Quizás las últimas obras de Don DeLillo no se hayan contado entre sus más brillantes porque no debe ser fácil escribir después de que se hiciera realidad el apocalíptico corazón negro en torno al cual giraba su obra (el atentado a las Torres Gemelas). Cero K (Seix Barral), la más reciente novela, tampoco está a la altura de sus grandes clásicos —qué difícil es, para cualquiera, enfrentarse a Ruido blanco (1985) o Libra (1988)—, pero es muy buena, lo mejor que ha escrito desde Submundo (1997): sus obsesiones de siempre vuelven a servirle para apuntar al zeitgeist de esta década, en el que “la ciencia bañada en irreprimible fantasía” promete descaradas utopías individuales y colectivas.

Cero K es un capítulo más en el continuo avance de la ciencia ficción como un nuevo realismo: el millonario Ross Lockhart —padre del abúlico narrador, Jeff— quiere criopreservar el cuerpo de su segunda esposa, Artis, que sufre una enfermedad terminal. Junto a otros socios, ha invertido en la Convergence, un instituto secreto localizado entre los Urales y Siberia, que promete vida eterna a sus clientes: ha desarrollado técnicas para preservar cuerpos de modo que, en el futuro, con los avances biotecnológicos, estos sean reanimados y adquieran inmortalidad. Ciencia: en los Estados Unidos hay varios institutos como el que describe DeLillo (el más conocido es el Alcor Life Extension Foundation); ficción: se han logrado avances en la criopreservación, pero todavía falta lo más difícil, que es la tecnología capaz de reanimar los cuerpos preservados.

En Ruido Blanco, DeLillo señalaba que, en una sociedad en la que ha triunfado lo artificial, lo único verdaderamente auténtico es el miedo a la muerte. Cero K atrapa ese miedo, conjugado con la melancolía de la llegada del fin: los sueños de Ross son un gesto de rebeldía ante la finitud de la vida, “un período tan breve que lo podemos medir en segundos”. De nada vale decir que es la muerte aquello que nos hace humanos: la “tecnología basada en la fe… otro dios, no tan diferente de los anteriores”, puede permitir que unos cuantos —los miembros del 1%— se impongan a las razones biológicas que llevan al fin.

Jeff tiene buen ojo para captar el look postmoderno de las instalaciones del instituto —Convergence es una mezcla de un edificio de la Cientología con una instalación artística, con el mejor uso de maniquíes en la narrativa desde los tiempos de Felisberto Hernández—, pero su vida anodina y su mirada clínica ante el drama que ocurre ante sus ojos —una madrastra cuya muerte se acelerará, un padre tentado de seguir sus pasos— impiden que se convierta en un personaje memorable: él es más una mirada —¿la de DeLillo?— que otra cosa. El fascinante monólogo de Artis ya iniciando el proceso de criopreservación —el “ping ping ping” de su cerebro— podía haber sido más desarrollado. Hay una subtrama fallida con Stak, el hijo de la pareja de Jeff, con un desenlace que abusa de la coincidencia.

DeLillo intuyó hace rato que todo aquello que percibimos está mediado por el cine, la televisión, el arte: no podemos ver nada de forma directa o “auténtica”. Por eso no es casualidad que el gran triunfo de esta novela, aparte de las reflexiones agudas sobre la mortalidad, sea la escena en la que Jeff se asoma a la sección de criopreservación y se encuentra con “largas columnas de hombres y mujeres desnudas, en suspensión congelada”. Esto es cine clase B —Coma, por ejemplo— elevado a instalación artística: “espectáculo puro, una single entidad, los cuerpos majestuosos en su postura criónica. Una forma de arte visionario, arte corporal con amplias implicaciones”.