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Luces, cámara, acción; por Piedad Bonnett

Donald Trump durante un acto de campaña en Dallas, Texas. 14 de septiembre de 2015 / Fotografía de Tom Pennington para Getty Images

Donald Trump durante un acto de campaña en Dallas, Texas. 14 de septiembre de 2015 / Fotografía de Tom Pennington para Getty Images

En esta época todo tiende a convertirse en espectáculo. En un terreno abonado por los paparazzi, los realities y la desmesura informativa, donde los escándalos son el alimento de cada día, la gente desarrolla una tendencia voyerista.

Y las redes sociales, con su alboroto cotidiano, degluten la materia escandalosa y la multiplican ampliándola hasta niveles delirantes. De esa fiebre de espectáculo se aprovechan políticos y figuras públicas, porque lo espectacular suele dar réditos.

Un ejemplo significativo es el de Donald Trump, que gracias a su capacidad de escandalizar con supuestas verdades (México envía a USA “drogas, crimen y violadores”), de fantochar (“podría disparar a la gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”) y de decir ramplonerías (“sería bueno ver arrodillada a una conejita Playboy”), ganó las elecciones. Sus insensateces surtieron efecto por dos razones: porque su tono de cómico de pacotilla fue celebrado por un sector de la población tan racista, machista y ultraconservador como él, y porque la prensa le puso los reflectores encima de tal modo que cualquier suspiro suyo podía ser oído en cualquier parte de la tierra. El payaso multiplicó así su público.

Un fenómeno parecido sucede aquí con Álvaro Uribe, cuyas palabras y las de su séquito tienen inmediatamente eco en los medios y en las redes sociales. Como decía un comercial antiguo, cuando habla Uribe, “habló Lulú”. Que se diferencia de Trump, eso sí, en que no tiene ningún sentido del humor ni cuando dice “le doy en la cara, marica” ni cuando convoca a la resistencia civil. Lo que le interesa a Uribe, como a Trump, es que el foco esté puesto en él, a como dé lugar, como cualquier vedette farandulera, o como su obsecuente seguidora, María Fernanda Cabal.

Pero no sólo en la política funciona la figura del showman. De vez en cuando un artista o un escritor construye un personaje de sí mismo sólo para regocijar a la galería. Pienso en Dalí y su estrategia de escandalizar, acogida por un público que jamás se cansa de aplaudir la provocación. Aquí en Colombia tenemos a Fernando Vallejo y a algunos que se esfuerzan por ser sus imitadores. Vallejo, un provocador de oficio, que no tiene empacho en llamar a una funcionaria pública “doña concha puta de su puta madre”, repite año a año, ante un público que le celebra todo, un discurso sin mayores argumentaciones: que la maternidad vuelve vacas a las mujeres “con perdón de las vacas”, que los ecologistas son unos miserables por conservar plantas y animales “para que nos los comamos”, y que odia este país por innumerables razones. Cuando sé que regresa a machacar su letanía, no puedo dejar de pensar, por comparación, en tipos como Wilde o Borges, que con la más fina ironía y el desdén más elegante supieron burlarse de las debilidades de sus contemporáneos.

Los personajes que he mencionado tienen algo de naïf en sus discursos y hablan desde la arrogancia y la creencia en su superioridad moral. Pero esto es precisamente lo que los hace populares. Para conjurarlos, habría que apagar las luces del espectáculo. Sin embargo, como los medios también se benefician de su deseo de protagonismo —un rasgo de personalidad que nace del más profundo narcisismo— este existirá mientras haya quién los aplauda.