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Tras los pasos de un Sándor Márai poco conocido; por Judit Gerendas

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He leído recientemente, casi como por producto del azar, una serie de libros que están íntimamente vinculados los unos con los otros, lo cual no es de extrañar, porque tres son del mismo autor, Sándor Márai, solo que fueron cayendo en mis manos en distintos lugares (Budapest y Madrid). El cuarto sí lo saqué deliberadamente de su lugar en mi biblioteca, aquí en Caracas, para volverlo a leer, ya que lo necesitaba para entender mejor a los tres anteriores. Se trata de El extranjero, de Albert Camus.

No recuerdo en qué orden los leí, lo cual no tiene importancia para el desarrollo de este análisis. Lo que sí tiene importancia es el orden cronológico en el que fueron publicados, porque ello nos permitirá dar otra vuelta de tuerca en la implacable lógica (incluso aparentemente inexistente) de la narrativa del escritor húngaro.

El primero se publicó en Hungría, originalmente en 1934. Yo lo leí en su versión española, titulada La extraña[1].

El título de esta traducción genera grandes trastornos en la comprensión plena de la obra, la cual, por lo demás, está excelentemente traducida. Pero si el título se hubiera traducido textualmente, tendríamos otra luz que iluminaría nuestra lectura, puesto que la novela, en húngaro, se llama simple, pero significativamente, La isla. Estoy casi segura de que no fueron los traductores los que modificaron el título, sino que fue imposición editorial, puesto que, evidentemente, el título La extraña resulta mucho más comercial que el de La isla. Sin embargo, sabemos que el título de las obras de ficción, los subtítulos, los epígrafes y los nombres de los capítulos forman ya parte del universo ficticio y orientan (o desorientan, como en este caso) nuestra lectura. Si a ello agregamos que en la portada del libro aparece la seductora y algo perversa cara de una joven mujer de aspecto andrógino, el problema se hace mayor todavía, puesto que, tal como he leído en varias reseñas por Internet, algunos estudiosos apoyan sus argumentos en la foto, sin notar que está ahí de gratis, no tiene nada que ver con la figura ficcional a la que supuestamente alude.

El segundo libro, en orden cronológico, se publicó originalmente en 1936 y lo leí en húngaro. Creo que no ha sido traducido al castellano. Se trata de Napnyugati örjárat[2] [Patrulla por Occidente, J.G], también de Sándor Márai.

Parece una crónica de viajes, pero es, más bien, un agudo ensayo sobre el mundo occidental de ese momento y sobre su futuro próximo: faltaban tres años para el inicio de la más espantosa de las guerras hasta entonces conocida en territorio europeo.

Recordemos que El extranjero, de Camus, se publicó ya en plena guerra, en 1942, y la otra novela de Márai, La gaviota[3], un año después, en 1943. El volumen en castellano evidentemente ha sido un éxito, puesto que la primera edición es de abril de 2011 y la segunda de mayo de ese mismo año.

Aquí también hay una leve modificación en la traducción del título, que en húngaro es Sirály, es decir, Gaviota, sin el artículo determinado. Parece poca cosa, pero no lo es. Un artículo es digno de respetarse. Decir La gaviota es especificar una sola, lo cual de una vez nos remitiría a una sugestiva mujer que aparece inesperadamente, para luego desaparecer, inesperadamente también, después de una fugaz presencia; Gaviota abarcaría un conjunto, lo haría más universal, incluiría a la muchacha y a la bandada de pájaros que vienen y van, con un intenso impulso de sostener su vida. La intencionalidad del autor es evidente, la lectura nos permite confirmar eso, la muchacha y las gaviotas forman un solo universo, lo cual debiera ser expresado gramaticalmente, sobre todo si así lo quiso el autor, cuyo título en húngaro no deja lugar a dudas.

Los hechos relatados en el libro que llamaremos Patrulla por Occidente, obra de un Márai todavía relativamente joven, de treinta y seis años, lo enfrentan con los primeros signos de la terrible guerra de la cual ya está preñada Europa, cuyos habitantes, que son los que van a morir en los campos de batalla y en las ciudades bombardeadas, se muestran indiferentes ante la gran tragedia que se avecina. Márai, patrullando por Occidente, percibe, quizás antes que nadie, estas señales, cuando lee sobre “las primeras naves que transportan eufóricas tropas italianas, las cuales ya van navegando por el Canal de Suez, en dirección a Eritrea, pero Europa aún está tranquila, con una imperturbable serenidad dominical” (p. 24)[4].

El vigilante patrullero, escritor que se anticipa a los hechos y a sus consecuencias, sabe que ese día, un domingo, es diferente a cualquier otro, los barcos italianos van en plan de invadir al país africano. Como la gran mayoría de los escritores húngaros, Márai idealiza a Occidente y desea pertenecer a él (es una obsesión de los húngaros creer que no forman parte de ese mundo, sino de algún Oriente poco especificado), a ese lugar que define como paradigma de la civilización y de la racionalidad. Una ilusión utópica, igual a la de las generaciones que lo antecedieron y a la de los que vinieron después de él.

La precursora clarividenca de Márai nada pudo evitar en cuanto a la guerra que se avecinaba:

Me veo a mí mismo, en el vagón de un ferrocarril europeo, en medio de viaductos y de naciones, en este alarmante instante, y abajo, en lo profundo, incluso la noche me iluminó: en grandes fábricas que lanzan cantidades de humo y emiten roncos sonidos, también en este instante se producen bombas y gases asesinos, aquí y más allá, en todas partes, en Europa … (p. 30).

Márai constata, lúcido e insomne, que algo ha comenzado. Con esas palabras lo dice él. Y nos sorprende que ya en 1936, cuando muchos ni sospechaban siquiera que iba a estallar una guerra, ni mucho menos de la magnitud que iba a tener, asocia esa futura conflagración, reflexionando sobre la ruta de los buques de guerra italianos que ya iban navegando, con la avidez por el petróleo. No se engaña, sabe que no son dos guerras, sino que ésta que se aproxima es continuación, veinte años después, de la llamada primera, la cual no se cerró, no concluyó, solo heridas dejó en un sinfin de países, los cuales seguían esperando la revancha, la cual ya se hallaba agazapada en todos los territorios, y en el aire, y en el ambiente.

El autor confiesa que, despierto y dormido, solo piensa en lo que va a suceder, que lleva veinte años pensando en ello, desde que estalló la llamada primera guerra mundial.

Una vez en Londres, Márai visita un estudio cinematográfico. Sabemos, porque lo ha dicho repetidas veces, y lo seguirá diciendo, que el cine no le gusta, lo desprecia. En fin, nadie es perfecto. El joven René Clair está filmando una película antiutópica, en la cual se ve a Londres décadas después de una guerra que ha acabado con la civilización y que había estallado el día de navidad de 1940. Al lector de hoy le sobrecoge constatar cómo tantos intelectuales previeron un trágico futuro próximo para Europa. En la película las bombas van cayendo sobre el Piccadilly, la ciudad está en ruinas, los sobrevivientes se han refugiado en cuevas, París y Berlín ya no existen y la población que ha logrado salvarse vive una vida nómada.

El escritor, escéptico frente a la película, no deja de angustiarse al constatar que Inglaterra está armada hasta los dientes y al calcular la enorme cantidad de dinero que se invierte en ese armamento. Un dinero que representa poder explosivo y no investigaciones para curar el cáncer, señala, ni seguro social para los trabajadores, para que la vida de algunas generaciones de ingleses pueda transcurrir en paz y confianza. Márai siente escalofríos: ¿qué le tocará a él de todo eso? Quizás un fragmento de granada, se responde.

El autor había iniciado este viaje con el fin de recorrer lugares que ya había conocido en su más temprana juventud, en particular París y Londres. Solo al llegar y absorber la atmósfera de las ciudades, gracias a su capacidad de percepción y a su sensibilidad, se convirtió en patrullero, en explorador que investiga lo oculto, para terminar por presentarnos, una y otra vez, su premonición acerca de la guerra.

En La gaviota, de 1943, Márai explora la salvaje irracionalidad de los acontecimientos. Hungría, aliada de la Alemania nazi, no ha entrado en la guerra todavía. Pero ahí está, en esas notables páginas, la invisible pero intensa presencia de la guerra, latente, a punto de hacer su terrible aparición en el país. Y está ahí también un tema central de Márai, el otro, con toda su ajenidad, aquel cuyas desgracias podían leerse tranquilamente en la prensa, ya que la guerra solo los afectaba a ellos, no a uno mismo, que podía seguir arrellanado confortablemente en su sillón, hojeando con gesto displicente las páginas del periódico.

Sin embargo, el lento y amenazante avanzar de la guerra está ahí, inexorable, como una peste que lo va cubriendo todo, una fuerza indetenible.

Con leves pasos, alada, una mujer finlandesa, cual gaviota en busca de su norte, ha entrado a la vida de un poderoso hombre de estado húngaro, el cual acaba de firmar un documento trascendental, secreto del que ni los lectores sabremos nunca de qué se trata, aunque es de intuir que es la declaración de guerra que le hace Hungría a la Unión Soviética, luego de que el país magyar, por aliarse voluntariamente a la Alemania nazi, no se vio ni invadida por ésta ni obligada a participar directamente en la guerra. La muchacha, la gaviota, que tampoco conoce el contenido del documento, pero que sabe e intuye mucho más que cualquiera, le dice:

La realidad de la guerra es distinta. Ustedes aún no la conocen, y espero que nunca lleguen a conocerla. Pero cuando desperté en el sótano, al derrumbarse la casa de mi padre, de pronto entendí lo que era. (…). Esa fue la realidad, la primera realidad de mi vida: el estruendo con que se desploma nuestro hogar en la costa, la casa donde habían vivido mis abuelos y mis padres. Luego el sótano se llenó de humo (p. 94).

Las palabras de la muchacha encierran una crítica, son fuertes y severas. Se refieren a la falta de solidaridad, a la insensibilidad, al aferrarse a una vida estereotipada y lujosa y cerrarse ante la implacable realidad circundante.

Perder la casa es perder lo más humano, aunque también los animales tienen su nido, o su cueva, donde cuidan y alimentan a sus pichones o a sus cachorros. Es perder las raíces, desarraigarse, ver destruirse todo lo que representa el pasado, ver desaparecer el presente. Pero esa experiencia no había llegado a Hungría todavía, y los húngaros “no se preocupaban por lo que consideraban una extraña y lejana guerra, les parecía que no llegaría a su ciudad” (p. 92).

La voz que le presta Márai a Aino Laine (que en finés significa Única Ola), a la muchacha, a la gaviota, no es fácil de reconocer para el lector asiduo de sus novelas. Es una voz que denuncia, una voz fuertemente crítica sobre sus habituales y admirados personajes, los burgueses. Los muestra mirándose el ombligo, inconmovibles en medio de la catástrofe, fieles a sus ceremonias, a su elegancia, a su savoir vivre, sordos a las explosiones, ciegos a los muertos. Ahí empezó, nos dice Márai, tal como lo había dicho antes, cuando el protagonista firmó el documento cuyo contenido ignoramos, pero presumimos de qué se trata. Ahí empezó, nos dice implacable ahora, mostrando cómo la clase social a la cual representó una y otra vez en sus textos, y seguirá representando, comienza en este momento su declive, el autor es testigo del deshacerse de sus formas de vida y de su extinción misma como clase, básicamente por haberse quedado paralizada en un escenario que creyó estático y eterno, sin darse cuenta de que ya estaba sufriendo el más violento de los terremotos.

Su falta de solidaridad, de compromiso, su insensibilidad en relación a la guerra que devastaba a gran parte del resto de Europa, ya los había condenado incluso antes de que el traqueteo de las armas llegara hasta su país, su ciudad, su barrio, su acera, su casa. No oyeron el silencio cuyo estruendo escuchó Aino Laine cuando se desplomó su casa paterna. Se mantuvieron en el filo de la navaja, equilibrándose para no caer ni a un lado ni al otro, por encima del bien y del mal, resistiéndose a participar en el ruido del vendaval que no previeron que terminaría por irrumpir en sus salones, recubiertos de gruesas y refinadas alfombras.

La angustiada visión del escritor, manteniendo sin embargo la voz firme, muestra, en una breve frase, el horror de la guerra: “los vivos que emprenderán la marcha hacia la muerte y los muertos que se asomarán por encima del hombro de los vivos” (p. 106). Angustia ante el inverosímil hecho de que el ser humano sea capaz de tanta destrucción, cuando él sabe, culto y refinado como es, de que es capaz también –el ser humano- de tanta creatividad, y de ser inteligente, talentoso y sensible. Es una contradicción desesperante que Márai asedia en sus textos, incapaz de desentrañar el misterio que entraña semejante contradicción.

El protagonista sin nombre contempla a Aino Laine, la gaviota, y trata de descifrar su secreto. Ante su mirada, se ha metamorfoseado una y otra vez: de humilde jovencita que solicita una beca a mujer de mundo, de elegante dama de sociedad a misteriosa agente, quizás espía al servicio de alguna organización poderosa o de algún país importante. Es más: “Tal vez sea la guerra personificada, porque la guerra adopta un sinfin de disfraces, en ocasiones se presenta con un vestido de seda igual que el suyo, con pieles blancas sobre los hombros, mechero de oro en la mano” (p. 169).

La belleza y el dramatismo de la prosa de Márai obliga a multiplicar las citas, como la de esta imagen tan terrible: “y en guerras que arden y llamean a través de los tiempos desde que existe la humanidad” (p. 180).

Cuando Aino Laine, la gaviota, finalmente se va, ella sabe que en el espacio al cual se marcha, están las ciudades ardiendo.

Recordemos que esta novela fue escrita en plena segunda guerra mundial, que las ciudades de verdad ardían, y podemos imaginarnos que el escritor, solitario en la noche, de pie frente a la ventana, observaba derrumbarse su mundo, o, sentado en la soledad de su escritorio, no dejaba de escribir acerca de los escombros de ese mundo. En La gaviota la presencia de la guerra es intensa, aunque sutil y elusiva, en ningún caso directa. Si retrocedemos hasta la novela que en castellano fue titulada La extraña, pero cuyo título original en húngaro es La isla, y recordamos que fue escrita en 1934, no podemos dejar de expresar nuestra admiración por el escritor, que ya en esa fecha temprana intuye que se aproxima una matanza histórica, colectiva, una gran amenaza.

Quisiera señalar que no en vano me referí también a la gran obra de Camus, El extranjero. Recordemos que esa obra maestra se publicó en 1942, a su vez en plena segunda guerra mundial, un año antes que La gaviota. Pero antes de hablar de todo ello, retornemos por un momento al texto de Márai cuyo título he traducido como Patrulla por Occidente. En 1936 Márai ya no se encuentra con el París bohemio de su juventud, sino con un París lleno de guetos de toda índole, polacos, húngaros, rusos, judíos y cristianos, todos extranjeros dentro de la gran capital cosmopolita que seguimos viendo con los ojos de Hemingway en París era una fiesta, ciudad de la libertad, de la bohemia y de la belleza, la cual quizás nunca fue así, o solo lo fue en las obras de los artistas que así se lo imaginaron y así lo representaron. Ciudad en la que ya en ese entonces los extranjeros eran marginados y aislados o, en el peor de los casos, así lo narra Márai en el texto mencionado, escrito hace casi ochenta años, eran expulsados, subidos a trenes que los llevaban hasta la frontera más próxima, gratis -¡salir de ellos a cualquier precio! -, obsequiados con un pasaporte provisional que los dejaba en cualquier sitio donde volverían a ser extranjeros, quizás expulsados de nuevo, cada vez más lejos de su anhelada Europa, esa utopía a la cual tantos anhelaron llegar.

El autor, tan europeo, tan occidental, sigue sintiendo admiración por Europa (no puede dejar de sentirla, está íntimamente ligada a su cultura, a sus obras de arte), pero también siente dolor, puesto que ya ese mundo -¡ya en ese entonces!- no es lo que era.

En La gaviota nos encontramos con un sentimiento similar. El protagonista, junto con Aino Laine, se encuentra en una lujosa sala de ópera, suntuosamente decorada. Propietario de una palabra secreta que al día siguiente va a cambiar la existencia de todos los que se encuentran ahí, con sus ojos imaginarios ya ve todo ese ambiente destruido, las cortinas rotas, las grandes arañas de cristal que ahora cuelgan del techo caídas en tierra, astilladas, y ve la desaparición definitiva de toda una cultura y una forma de vida.

El personaje piensa en lo que ya nos contó Márai en Patrulla por Occidente, en la indiferencia de los que no son afectados, en su insensibilidad, en su no percibir el sufrimiento del otro:

Polonia ya había caído, pero los habitantes de París aún no estaban enterados. (…) aquella extraña guerra, había comenzado hacía pocos meses y en la capital francesa todavía reinaba la despreocupación. Los palcos resplandecían y los bailarines evolucionaban sobre el escenario; había militares de alto rango vestidos de gala, diplomáticos y políticos de frac, las mujeres los observaban con sus gemelos; parecía como si París quisiera exponer por última vez todos sus tesoros antes de que el mundo se apagara (p. 92).

Revisemos ahora a La extraña, la cual, si no se quería traducir como La isla, debió de haberse titulado El extraño, o, si no fuera un absurdo, El extranjero, igual que la novela de Camus, escrita seis años después que la de Márai.

Si retomamos la metáfora que implica ser gaviota, tendremos que convenir en que se trata de aves que no tienen hogar, son emigrantes que se trasladan de un lado a otro, respondiendo a su instinto, volando a través de grandes distancias, de acuerdo a la época del año, permaneciendo en ese lugar el tiempo que les dicta el mero hecho de formar parte de la especie, y que luego se ponen en camino de nuevo, son seres errantes que no pertenecen a ningún sitio, vienen y van, en permanente desplazamiento. Por eso era tan importante no ponerle el artículo determinado al título, no centrar la atención en la muchacha, sino en los seres –ella también- que son extranjeros siempre, esa es su condición.

Dentro de la política editorial actual no causa asombro –ya no causa asombro- que la atención del lector se oriente, subliminalmente, a una historia sentimental o romántica, y no hacia una problemática ética, filosófica, históricamente situada, incómoda, angustiante, producto de la mirada crítica del autor. En este caso me estoy refiriendo a la novela que en castellano se ha titulado La extraña, pero cuyo título húngaro original corresponde a La isla, ya lo he dicho.

El protagonista de esta obra es un hombre que nada tiene de seductor, no responde a los cánones de atractivo físico imperantes, no es joven. Es un extraño, desde el comienzo lo reconocemos así:

Un hombre con gafas, algo calvo, sin afeitar y pálido como un enfermo del corazón, pidió a la camarera un vaso de agua helada; había llegado unos días antes en solitario, pero hasta entonces había llamado tan poco la atención que ni los curiosos huéspedes del Argentina conocían su nacionalidad. Repitió la palabra helada con voz temblorosa y un énfasis inquieto, como si estuviese implorando una medicina (p. 18).

La ordinaria gente que se halla reunida en ese hotel de veraneo barato y de escasa categoría siente un instintivo rechazo hacia ese hombre, que es el otro, el que no encaja dentro de lo convencional, es un extranjero en el mundo. Un hombre que no le da importancia a las apariencias, porque para su espíritu carecen de valor, de manera que podemos considerarlo un individuo auténtico, que responde a su propia manera de ser y no a lo que los demás esperan de él. Sin embargo, uno no es lo que es, sino como lo ve el otro, que es el que nos define, a partir de sus prejuicios, de su ideología, de su convencionalismo. Es lo que le ha sucedido al personaje, Viktor Askenasi[5], profesor del Instituto de Estudios Orientales de París.

La novela nos ofrece una puesta en abismo, es decir, presenta una escena reducida y aislada de la temática central de la obra. En una excursión por barco que realiza el protagonista, se produce un tumulto: una muchedumbre curiosa y hostil contempla cómo suben a la nave a un loco que ya lleva puesta una camisa de fuerza. También ese es visto como el otro, el extranjero, es objeto de la burla y receptor de los insultos y de la furia de la gente. No hay nada parecido a la compasión o a la solidaridad con ese desdichado: la humanidad que nos muestra Márai manifiesta maldad y odio.

La muchedumbre actúa con impunidad, puesto que el extranjero no puede defenderse, y las autoridades que lo conducen tampoco están dispuestas a protegerlo, todo lo contrario, expresamente muestran su distanciamiento del loco, el otro por excelencia, el propio extranjero, el alienado, en términos médicos, o sea el que está fuera de . . ., mientras los demás, aceptando servilmente las normas imperantes, sin cuestionarlas, ni mucho menos rebelarse, más bien haciéndose portavoces de ellas, están adentro, todos similares los unos a los otros, complaciéndose mutuamente, inmersos en las tibias aguas de la homogeneidad.

El loco y el protagonista son los dos extranjeros de la novela. En cierto momento nos enteramos de que el psicótico no es inofensivo, ha perpetrado una matanza. Con ese dato, suelto, Márai, con su habitual maestría de constructor de textos, se vale de la anticipación dentro de la novela, aunque los lectores todavía no lo sabemos. Es una pista que solo al final reconoceremos.

La mujer que le da el engañoso título a la versión española, podría ser cualquiera, no es una extraña:

era una mujer de ojos grises y cabello rubio entrecano, (…) se movía con la familiaridad de las mujeres anémicas y de piel muy pálida (…). Su cuerpo reflejaba las ondas térmicas; parecía que, en vez de piel, sus flácidos músculos estuvieran recubiertos por una delgada capa de amianto (p. 12).

Resulta evidente que la fotografía de la portada no se corresponde con ella, es un truco publicitario para vender el libro que a la editorial se le ha confiado y al cual ésta ha irrespetado. Nada relativo a esa mujer justifica que sea la que le otorgue el título al libro. El autor no tiene contemplaciones con ella, afirma que camina “como una libélula anémica” y que tiene el cuerpo “descarnado”. Como tanta mujer sola, insinúa una cita erótica con un desconocido –con el protagonista, el extraño-; sin sospecharlo, se está citando con la muerte, aunque los lectores tampoco lo sabemos todavía.

La mujer sube las escaleras, en dirección a su cuarto. Es una figura degradada y grotesca, así la ha construido el escritor, sin parecido alguno con la gaviota.

El extraño sube tras los pasos de la mujer. Ella empieza a caminar más despacio, como dándole oportunidad de alcanzarla. La mujer no es atractiva, pero el protagonista siente que ha sido invitado. Y luego sucede un hecho central, al cual me referiré posteriormente. Pero antes demos un rodeo todavía.

Caracterizado por la torpeza, el protagonista es un extranjero en el sentido existencialista del término. Es un hombre culto, un erudito en su especialidad, que en cierto momento de la narración se da cuenta de que algo le falta. Está a punto de salir de viaje, de abandonar el hotel, cuando vuelve corriendo a la habitación que ya no es de él, ya ha entregado la llave, ya están limpiando el cuarto. Se pone a buscar febrilmente, pero cuando le preguntan qué busca, no sabe dar una respuesta. Mal visto por el personal y por el gerente, se marcha con un profundo sentido de desazón, convencido más que nunca de que le falta algo, pero sin tener la menor idea de qué se trata. Nunca lo sabremos, es decir, sí, lo vamos sabiendo poco a poco, a medida que vamos leyendo: le falta el sentido a su vida, le falta un significado. La ausencia que percibía no era la de un objeto tangible, sino una condición existencial, un norte, como el que tendrán las gaviotas en la otra novela, volando de una región a otra.

Recordemos que la novela fue escrita en los años treinta del siglo XX, época de crisis, de hambre, de solapadas fuerzas del mal emergiendo de entre las sombras, sustituyendo a los alegres años veinte, el fascismo surgiendo en Italia, el nazismo en Alemania. La gran cultura europea y el esplendor del universo de la burguesía están siendo amenazados por esas fuerzas, que la burguesía misma ha dejado escapar de la botella en la que estaban encerradas, como al genio del cuento, al cual, una vez que se le deja salir de su encierro ya no es posible volverlo a introducir en él. La amenaza va reptando, insidiosa, con una presencia cada vez más intensa. Sin embargo, tal como ya lo vimos en La gaviota, casi diez años posterior a La isla (La extraña), la mayoría de la gente se empeña en no darse cuenta de la realidad, encerrados en su indiferencia y en su egoísmo. Solo algunos, unos pocos, perciben cómo la nada va ocupando cada vez más espacio, sustituyendo un mundo que se va hundiendo; una nada que nace de la carencia de sentido, de la ausencia de objetivos, de la desesperante falta de algo esencial, pero que ya ni siquiera se sabe de qué se trata ni de cómo era. Estos pocos, que saben que carecen de norte y se angustian por ello, son los extraños, los extranjeros, aislados dentro de la sociedad, tratando de ocultarse en una isla solitaria, alejada del vacío del devenir existencial de la colectividad humana de la época, carente de soluciones, desinteresada en definirlas.

La búsqueda desesperada del protagonista tampoco condujo a nada, porque ni siquiera sabía qué era lo que buscaba. También él se ha rendido, solo que, al menos, ha decidido no formar parte de la farsa. Sabe que está inserto en la nada, de la cual no quiere defenderse, se niega a simular que el veraneo y los viajes le producen placer y alegría.

No caben actos transformadores en un mundo que ha perdido el sentido, solo una rebeldía irracional o una locura como la del hombre amarrado dentro de una camisa de fuerza, cuya rebeldía en nada modificó al mundo.

La novela de 1934 trata de la búsqueda extrema de una respuesta, para una enigmática pregunta que nunca llega a formularse expresamente, pero que está latente a lo largo de toda la obra. Dos años después, en la obra cuyo título traduje como Patrulla por Occidente, desde un comienzo surge una intensa y angustiada pregunta, expresada claramente, puesto que se trata de un ensayo, o de una crónica, no de una novela. Ahí es el escritor y no un personaje el que se formula la pregunta de si existe aún Europa, o si se ha descompuesto bajo la acción del caos. Faltan tres años para el estallido de la guerra, ya lo he dicho, la pregunta es pertinente, igual que la que late en las profundidades de La extraña, permeando todo el texto, surgiendo desde un fondo invisible, no con la fuerza de un volcán, sino con la insidiosa persistencia de un veneno que va avanzando invisible e indeteniblemente.

Márai, a quien a lo largo de las diferentes décadas de su larga obra y su larga vida se le ha calificado de trivial, superficial, burgués, complaciente, y también escritor que explora las profundidades de la psique humana y poseedor de una maestría admirable en la construcción de sus textos, entre otros calificativos contradictorios, es, algo que se suele olvidar, un apasionado defensor del concepto de rebeldía, sobre todo en sus primeras obras, tales como Los rebeldes, de 1930, y las dos que estamos revisando en este momento: La isla (La extraña) y Patrulla por Occidente. En esta última dice, siempre en traducción mía:

Todo lo inverosímil comienza así, con grises sucesos transitorios. ¡Aire! ¡Necesitamos desorden! ¡Algún desorden sentimental, como los del siglo XIX, aunque no sea sino por un segundo! No logro conformarme con la idea de que me hallo dentro del mecanismo de la producción en serie –ahora ya me arrastra el tiempo, me moldea y me martilla, y al final de la cinta manos indiferentes me botan, como a un material frágil ya inutilizable; o me rediseñan con el martillo y me aceitan y me cuelgan un número al cuello, y entonces todavía puedo correr, apresurado, en fila india y sin meter ruido, a través de un breve tiempo de vida, medido con un cronómetro … ¿Dónde está el poeta? ¡Quisiera invocarlo en voz alta, en medio del silencio de esta visión, junto al abrevadero matinal del hotel londinense! ¿Dónde está el rebelde? ¿Por qué no habla, por qué no se rebela? ¡Ese sería su trabajo, protestar! ¡Eternamente ese fue su trabajo! Protestar y diferenciarse (p.85)

Así habla Márai en este momento, y así nos hace más comprensible lo que escribió dos años antes en La isla (La extraña) y lo que escribirá cinco años después en La gaviota. Ninguna de las dos novelas es un estudio psicológico del alma humana, como han dicho numerosos comentaristas. Ambas metaforizan, logradamente, los tiempos de degradación y de amenaza que vive Europa y La isla, en particular, coloca en el centro de su argumento al rebelde, al extraño, al que se contrapone a la indiferencia y a la pasividad reinantes.

Ahora bien, el término rebelde es altamente problemático. Márai lo intuye también, porque sus personajes de esta índole (los adolescentes de Los rebeldes, el culto profesor de La isla/La extraña) no logran transformar nada de aquello contra lo cual se rebelan, sus acciones se materializan y concluyen en el suicidio (en el caso de Los rebeldes) o en el asesinato, en el caso del profesor del Instituto de Estudios Orientales, quien termina matando a la pobre mujer que lo invitó a una aventura erótica banal. Ese es el hecho central que dejé de mencionar hasta este momento.

Recordemos que habíamos hablado de la pérdida del sentido de la vida, de la carencia de significados. Cuando esto es así, la respuesta al caos también es caótica. Vamos a dar un salto temporal de casi ochenta años y ubicarnos en el presente. Para ello voy a apoyarme en algunas ideas relevantes del filósofo y psicoanalista esloveno Slavoj Zizek, en particular en su artículo “Ladrones del mundo, uníos” (poco afortunado título, ya que en el ensayo no se habla de eso: definitivamente a lo largo de mi investigación me estoy encontrando con una serie de títulos que no tienen nada que ver con el contenido de la obra que nombran, problema que daría motivo a otro ensayo, el cual no voy a emprender ahora), que tomo de la versión en español aparecida en http://www.rebelion.org

El audaz pensador analiza la grave crisis económica que está atravesando el mundo occidental, en particular Europa y los Estados Unidos. Estudiando las rebeliones, o motines más bien, de la primera década del siglo XXI en Europa, nos dice:

Al igual que en la quema de automóviles en las banlieues de París en 2005, los amotinados del Reino Unido no tienen ningún mensaje que transmitir (Un claro contraste con las manifestaciones masivas estudiantiles de noviembre de 2010, que también fueron violentas. Los estudiantes dejaron claro que rechazaban las reformas de la educación superior que se proponían).

El autor califica a estos actos “arrebatos ‘irracionales’ de violencia destructiva”. Y señala que no hay detrás de ellos ninguna estructura organizativa, ningún proyecto, ninguna propuesta. Tal como él lo dice, con graves palabras: “Ha sido una protesta de grado cero, una acción violenta sin ninguna exigencia”.

Todo ello se debe, en mi opinión, a la desesperanza que se ha instalado en los corazones, a la carencia de ilusiones, a la ausencia de una utopía, de un significado, de una propuesta alternativa, de un sentido de la vida. Todas las estructuras que constituían el paradigma de los sistemas políticos y sociales que surgieron en el siglo XIX y se desarrollaron en el XX fracasaron y/o traicionaron a los ciudadanos que pretendían representar: me refiero, sobre todo, a los partidos políticos, a los sindicatos y, más avanzado en el tiempo, a los movimientos populares que intentaron crear un mundo alternativo en diferentes tiempos. Derrota tras derrota, todo aquello se perdió, así como se perdió su espíritu, su oferta de posibilidad real dentro de la cual hallar un espacio.

El mundo “sin mundo”, tal como lo llama Zizek, además de todas estas carencias, ya de por sí suficientemente graves, se genera también de la superpoblación indetenible, la cual hace colapsar las estructuras urbanas y conduce a un desempleo no temporal, sino definitivo, es eso lo que se ha hecho estructural; todo ello, dentro del contexto pavoroso de la destrucción del planeta, de las aguas, de los suelos, del aire, de la vegetación y de la fauna. Es imposible no reconocer que la internalización consciente e inconsciente de semejante situación le hace perder todo sentido a la vida y convierte a grandes masas en extranjeros en este no-mundo, no reconocidos por el otro y, a su vez, ellos también violentos desconocedores de ese otro.

Todo esto es lo que estamos viviendo hoy en día. Pero no deja de resultar sorprendente que Márai lo haya intuido en época tan lejana; no solo lo intuyó, sino que lo metaforizó con precisión.

Los tres textos que estamos revisando son dramáticos poemas en contra de la guerra, en contra de los poderosos que toman decisiones que interfieren drásticamente las vidas individuales. El escritor nos ofrece la vivencia de un mundo bajo amenaza.

En la primera de estas novelas, en La isla (La extraña), de 1934, subrayemos la fecha una vez más, a la dura crítica a la que somete el autor a la burguesía, viviendo la ficción de un lujo ya degradado, autoengañándose, le contrapone el despojamiento al que se somete a sí mismo el protagonista, el cual ha huído de ese mundo, después de asesinar a la rubia mujer de aspecto anémico. Refugiado en la isla, se desnuda y vive su trágica y demencial soledad, huyendo de la promiscuidad que ha dejado atrás:

los huéspedes que se alojaban más de tres días se veían obligados a adecuarse a tal situación de inevitable promiscuidad, codo con codo con gente chismosa que masticaba ruidosamente; a resignarse a una convivencia forzada, hecha de comidas en común, playa común, terraza común y cuartos de baño comunes (p. 15).

El protagonista, el extraño o extranjero, ha cometido un crimen carente de sentido, igual que Meursault, el protagonista de El extranjero de Camus y, como aquel, tampoco el personaje de Márai siente conmoción, piedad o arrepentimiento por lo que ha hecho. Es un acto de rebeldía contra un mundo en el que no se siente cómodo, del cual ahora es él el que anhela desterrarse, aislarse en la isla, desnudarse no solo de su ropa, sino de todos sus valores, sus afectos, su respetable situación académica. Su acto de rebeldía se corresponde con la definición que ha dado en nuestros días Zizek: es un acto gratuito, un gesto, una violencia irracional que no trae consigo ninguna transformación, un crimen cruel e injusto, porque la mujer asesinada no es culpable de los males del mundo, y aunque forma parte de él, no es una extraña ni se siente como tal, no se siente incómoda dentro de la vida.

La isla, en la novela, desde un comienzo se contrapone a las ciudades repletas de gente que configuran la civilización. Su espesura verde negruzca, su oscura silueta, solitaria en medio de las aguas grises, carece del atractivo de las zonas turísticas de tarjeta postal. Es un mundo sombrío y despojado, sin falsas estridencias. Es ahí donde se ha refugiado el extraño, sin esperar nada: se ha rendido, no desea defenderse, todo le parece inútil. A diferencia de El extranjero de Camus, con la cual tantos elementos tiene en común, Márai quiere mostrar en La isla (La extraña), además de la condición del ser humano extranjero en el mundo, la incipiente presencia de las grandes matanzas que se avecinan en Europa. Como en los otros dos textos analizados (La gaviota y Patrulla por Occidente), la gente no presiente el horror que se aproxima, pero en su espíritu ya son cómplices, se interesan por las matanzas individuales. El loco está preso y oculto en las bodegas del barco: la gente no se siente amenazada. Pero toda la dramática situación está ahí latente, metaforizada en lo invisible que está en el fondo. Los turistas que navegan por las aguas cierran los ojos ante la realidad; los extranjeros –los locos y los asesinos, en este caso- solo con una rebeldía que también conlleva el mal pueden responder a un mundo del cual se sienten excluidos. El mal y la locura están debajo de la realidad aparente, agazapados, para irrumpir en cualquier momento, con toda su fuerza destructiva. En este sentido, en la visión del Márai de esta época podemos encontrar un rasgo nihilista:

“Pero también existe una Idea destructiva”, pensó a continuación, estremeciéndose. Y la “consecuencia” de ésta estaba abajo en la bodega, entre cajas y otras “consecuencias”, acurrucada, maniatada con una camisa de fuerza –como si fuese posible constreñir una Idea en una camisa de fuerza-. Una Idea destructiva, no menos sensata o insensata que la armoniosa y creadora …(p. 54).

Llegados a ese límite, podemos constatar que hay en esta obra un existencialismo camusiano (recordemos que el texto de Márai se escribió ocho años antes que la primera novela de Camus, El extranjero), en el sentido de indiferencia por parte del protagonista ante la realidad y su convicción de que lo verdadero no existe ni vale la pena buscarlo. El personaje, aunque se ha desprendido de todo vínculo familiar (tiene esposa y una hija), erótico (tiene una amante) y académico (es prestigioso en el campo del saber en el que desarrolla su trabajo), no accede a la libertad. Su rebeldía no logra romper los límites dentro de los cuales se mueve la burguesía y, al igual que los adolescentes y jóvenes que se sienten incómodos en el mundo de hoy, en particular en Estados Unidos y Europa, solo dejan constancia de su malestar cultural, de su no-lugar en una realidad carente de sentido, con una matanza irracional e indiscriminada en colegios y otros lugares, asesinando a seres inocentes de las causas de su angustia. Aunque logra matar a la mujer, el protagonista de Márai fracasa en su intento de rebeldía, su transgresión no pasará de ser un incidente que pronto caerá en el olvido.

El misterio que había perseguido en el sexo, en la relación con su amante, una bailarina, también termina conduciéndolo a una situación de profunda incompatibilidad con el mundo, en condiciones similares a las de La náusea (1938, también posterior a la novela de Márai), de Sartre. La cita es de la obra del escritor húngaro:

aquel estado anímico extraordinario que suele considerarse la única recompensa por los sufrimientos terrenales, en realidad se parecía muy poco a lo que se había imaginado. Lo que estaba viviendo era sin duda felicidad, pero a veces le extrañaba que fuera un estado incómodo, complejo y, al fin y al cabo, poco agradable (p. 79).

La transgresión llevada a cabo es solo una experiencia, no conduce a ninguna meta, carece de objetivos y se origina en una actitud nihilista. Como en la gran mayoría de las obras de Márai, se formulan preguntas esenciales que se quedan sin respuesta. Pero no es tarea del escritor darlas. Con las tres obras que hemos revisado el autor iluminó con una luz dura y cruel la realidad que se hallaba todavía oculta para una gran mayoría de los seres humanos que muy pronto serían víctimas de la gigantesca y atroz devastación histórica que avanzaba, indetenible.

[1] Sándor Márai. La extraña, Barcelona, Salamandra, 2008.
[2] Márai Sándor. Napnyugati örjárat. Szombathely, Helikon Kiadó [Editorial Helikon], 2004.
[3]                              . La gaviota. Barcelona, Salamandra, 2011.
[4] Todas las traducciones de este texto húngaro son mías y el número de página se refiere al original húngaro (J.G.)
[5] A pesar del apellido, en ningún momento se caracteriza al personaje como judío, todo lo contrario, explícitamente se nos dice que es católico (J. G.)