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Chernóbil; por Jorge Volpi

“Basta de podredumbre”, aulló Anatoli Diátlov

Chernóbil; por Jorge Volpi 640

“Sillas, juguetes y máscaras de gas en un aula de jardín de infancia abandonada. Menos edificios ahora dan testimonio de la salida precipitada de sus antiguos residentes, en cambio, hay signos de la necesidad de los visitantes de simplificar el mensaje. Algunos son tan notables como éste: una muñeca a la que se le ha arreglado cuidadosamente junto a una máscara de gas se ha convertido en un motivo recurrente” / Fotografía de Gerd Ludwig publicada en Slate.com. Si desea ver toda la galería, haga click sobre la imagen.

La alarma se encendió a la una veintinueve de la mañana. Desplazándose a trescientos mil kilómetros por segundo, los fotones traspasaron la pantalla (el polvo la volvía color ladrillo), atravesaron el aire saturado a cigarros turcos y, siguiendo una trayectoria rectilínea a través de la sala de controles, se precipitaron en sus pupilas poco antes de que el zumbido de una sirena, a sólo mil doscientos treinta y cinco kilómetros por hora, llegase hasta sus tímpanos. Incapaz de distinguir los dos estímulos, sus neuronas produjeron un torbellino eléctrico que se extendió a lo largo de su cuerpo. Mientras sus ojos se concentraban en el titileo escarlata y sus oídos eran azotados por las ondas sonoras, los músculos de su cuello se contrajeron hasta el límite, las glándulas de su frente y sus axilas aceleraron la producción de sudor, sus miembros se tensaron y, sin que el asistente del ingeniero en jefe se percatase, la droga se infiltró en su torrente sanguíneo. Pese a sus diez años de experiencia, Anatoli Mijáilovich Diátlov se moría de miedo. A unos cuantos metros, otra reacción en cadena seguía un curso paralelo. En uno de los paneles laterales el mercurio ascendía a toda prisa por el tubo de un viejo termómetro mientras las partículas de yodo y cesio se volvían inestables. Era como si esos inofensivos elementos hubiesen tramado una revuelta y, en vez de desconfiar unos de otros, se uniesen para destrozar las rejas y torturar a los custodios. La criatura no tardó en apoderarse del reactor número cuatro en abierto desafío a las leyes de emergencia. Clamaba una venganza sin excusas, la ejecución de sus captores, un reino sólo para ella. Cada vez más poderosa, se lanzó a la conquista de la planta: si los humanos no tomaban medidas urgentes, la masacre se volvería incontenible. Habría miles de muertos. Y Ucrania, Bielorrusia y acaso toda Europa quedarían devastadas para siempre.

Las llamas consumían el horizonte. A lo lejos, los pastores de Prípiat, acostumbrados a la severidad de los meteoros, confundían las columnas de humo con pruebas de artillería o la celebración de una victoria. A Makar Bazdáiev, cuidador de rebaños, se le enredaba la lengua al mirar el cielo (un regusto de vodka en la garganta), sin saber que era el anuncio de su muerte. Más cerca del incendio, ingenieros y químicos reconocían la naturaleza del cataclismo. Tras decenios de alarmas y recelos había ocurrido lo impensable, la maldición tantas veces aplazada, el temido ataque por sorpresa. Los ancianos aún soñaban con los tanques alemanes, los niños empalados y las hileras de tumbas: el enemigo arrasaría de nuevo con los bosques, incendiaría las chozas y bañaría los altares con la sangre de sus hijos.

A la una y media de la mañana, Diátlov decidió actuar. La primavera siempre le había disgustado, odiaba los girasoles y las canciones de los aldeanos, la necesidad de sonreír sin motivo. Por eso permanecía en la planta a salvo de la euforia: sólo soportaba los días de asueto con vodka y trabajo suplementario. ¡Y ahora esto! Los sabios de Kiev y de Moscú habían jurado que algo así jamás sucedería. “Las fallas son improcedentes”, lo reprendió en cierta ocasión un jerarca del partido, allí tiene el manual, basta con seguir las instrucciones.

Ahora ninguna instrucción servía de nada. Las agujas enloquecían como aspas de helicópteros y las almenas levantadas gracias a la infatigable voluntad del socialismo (miles de obreros habían edificado la secreta ciudadela) caían en pedazos. Así debió lucir Sodoma: la noche encrespada por los gritos, el olor a carne chamuscada, perros jadeantes bloqueando las callejas, el humo negro que los campesinos confunden con el ángel de la muerte. Y todo por culpa de un capricho: probar la resistencia de la planta, superar las previsiones, sorprender al Ministerio.

Hacía apenas unas horas, Diátlov había ordenado desconectar el sistema de enfriamiento. Simple rutina. A los pocos segundos el reactor se había sumido en un sueño perezoso. ¿Quién iba a sospechar que fingía? Su respiración se volvió más lenta y su pulso apenas perceptible: menos de treinta megavatios. Al final cerró los ojos. Temiendo un coma irreversible, Diátlov perdió la cordura.

Hay que aumentar de nuevo la potencia.

Los operadores replegaron el carburo de bario que servía como moderador y la bestia recuperó sus funciones. Sus signos se estabilizaron. Volvió a respirar. Los técnicos festejaron sin saber que aquellas barras eran el último escudo capaz de protegerlos: el manual fijaba en quince el mínimo aceptable y ahora sólo quedaban ocho de ellas. ¡Qué tontería! Aquel desliz habría de costar miles de bajas en las filas de los hombres. Los latidos del monstruo no tardaron en alcanzar los seiscientos megavatios y en un santiamén tuvo fuerzas suficientes para destrozar los muros de su celda. Sus rugidos cimbraban los abetos de Prípiat como si mil lobos aullasen al unísono. La arena crepitaba y el acero se cubría de pústulas. El núcleo del reactor número cuatro rozaba el ardor de las estrellas (el magma se derramaba por su belfos) pero Diátlov se empeñó en flotar sobre el vacío.

La bestia no tuvo piedad de él ni de los suyos. Atacó a sus guardianes y devoró sus vísceras; luego, cada vez más iracunda, inició su peregrinaje a través de las galerías de la planta, esparciendo su furia a través de los ductos de ventilación. Desoyendo las indicaciones superiores, Vladímir Kriachuk, operador de treinta y cinco años, pulsó la tecla az-5 a fin de detener todo el proceso. Doscientas barras de carburo de bario se precipitaron sobre el cuerpo de la intrusa, en vano. En lugar de sucumbir, ésta revirtió la ofensiva y se tornó aún más peligrosa.

“¡Está fuera de control!” Olexandr Akímov, jefe del equipo, no mentía: el monstruo había vencido. A Yuri Ivánov le arrancó los ojos y a Leonid Gordesian le fracturó el cráneo como una cáscara de almendra. Dos estallidos señalaron su victoria. El reactor número cuatro había dejado de existir.

La planta era uno de los orgullos de la patria. En secreto, a lo largo de meses fatigosos, un ejército de trabajadores supervisado por cientos de funcionarios del Ministerio y distintos cuerpos de seguridad se había encargado de construir los reactores, los despachos oficiales y las salas de control; la red de tuberías, los transformadores eléctricos, los distribuidores de agua, las líneas telefónicas; las casas de los trabajadores, las escuelas para sus hijos, los centros comunitarios; la estación de bomberos y las sedes locales del partido y del servicio secreto. Una ciudad en miniatura, ejemplo de orden y progreso, que podía valerse por sí misma; un sistema perfecto levantado en un lugar que ni siquiera aparecía en los mapas (auténtica utopía), prueba del vigor del comunismo.

Sitiado en mitad de los escombros, Diátlov ordenó encender el enfriamiento de emergencia (sus manos temblaban como espigas). Creía que, como en eras ancestrales, el agua derrotaría al fuego.

“Camarada, las bombas están fuera de servicio”. Era la voz de Borís Stoliarchuk. Diátlov recordó que el día anterior él mismo había ordenado desconectarlas. “¿Cuál es el nivel de radiación?”

“Los instrumentos sólo alcanzan a marcar un milirem, y hace horas que lo hemos sobrepasado”. Era cien veces la norma permitida. Diátlov frunció el ceño y entrevió un cortejo de cadáveres.

Víktor Pétrovich Briujánov, director de la central, tenía el sueño pegajoso. Todas las noches se revolvía de un lado a otro de la cama sin llegar a despertarse: su conciencia era mullida como un almohadón de plumas. Cuando sonó el teléfono, soñaba con una ambulancia de juguete y sólo al tercer pitido se levantó y descolgó el auricular, pero no escuchó a nadie al otro lado de la línea. Por fin surgió la voz de Diátlov, tartamuda, justificando sus errores. ¿Cómo explicar que había abierto las puertas del infierno?

Biujánov se abotonó la camisa. Pensó: no puede ser tan grave. Y: tiene que haber un modo de arreglarlo. Al salir de casa perdió todo optimismo. Las columnas de humo, altas como rascacielos, amenazaban con caerle encima y el viento le arañaba los pulmones. Recorrió los tres kilómetros desde Prípiat hasta la planta pensando que habitaba una pesadilla; sólo el calor, ese calor que a la postre habría de matarlo, le impedía extraviarse del camino.

Diátlov lo esperaba en el puesto de mando con el rostro cubierto de hollín y de vergüenza. Olexandr Akímov y Borís Stoliarchuk, sus asistentes, le arrebataron la palabra: la catástrofe era irreversible.

Confirmados los estragos, Briujánov se precipitó hacia el teléfono y marcó el número del Ministerio, después llamó al comité regional y al comité central del partido. Balbució una y otra vez las mismas frases, los mismos saludos de rigor, las mismas disculpas, las mismas súplicas: “necesitamos ayuda, ha ocurrido algo terrible en Chernóbil”.

Mientras el combustible nuclear se consumía, los burócratas del Ministerio se limitaban a repetirse la noticia unos a otros. Biujánov se dirigió a sus subalternos y, sin creer en sus palabras, les exigió calma, fortaleza y fe en el destino socialista. Alguien en Moscú sabría cómo frenar el desperfecto. (En el otro extremo de la planta, en la sala de turbinas, media docena de empleados luchaba contra el fuego. Protegidos con mallas y cascos inservibles, defendían los depósitos de gasolina para mantenerlos a salvo de las llamas. Los dedos se les caían a pedazos). Briujánov se mordía los labios: su ciudad se hundía. Por alguna razón se acordó de una tonada de su infancia y se puso a tararearla. Indeciso, aguardó varias horas antes de autorizar el desalojo; cuando los relojes marcaron las tres de la tarde y la radiación ya se había infiltrado en las células de sus subalternos, al fin dio la instrucción de abandonar el edificio. A su lado sólo resistieron Diátlov, Akímov y Stoliarchuk, resignados a que sus madres recogiesen sus medallas de héroes de la URSS.

Desde Prípiat la planta parecía envuelta en un festejo. Un haz azul surgía de su centro como un mástil. Sólo hacían falta las banderas encarnadas, los saludos militares, las hoces y martillos.

Muy lejos de allí, en una apacible estación meteorológica en Suecia, un grupo de científicos confirmaba las lecturas de los medidores. No había duda, la radiación que invadía los bosques escandinavos no procedía de sus reactores. Una desgracia debía haberse consumado tras el telón de acero.

Aquel día Paisi Kaisárov supo que conocería la guerra. Se escapó de las sábanas sin hacer ruido para no perturbar a su mujer: pronto sería el padre de una niña. Hasta entonces el trabajo le había parecido lento y aburrido; sus compañeros se alegraban cada vez que extinguían una fogata. Pero ahora el enemigo los tomaba por sorpresa. ¿Qué podía esperarse si la propia central de bomberos de Prípiat había sido arrasada por el fuego?

Al cabo de unas horas los once miembros de su escuadra se batían cuerpo a cuerpo con las llamaradas en las inmediaciones de la planta. Para entonces el reactor número cuatro era un espejismo y en su lugar sólo quedaba un escorzo de cielo encapotado. ¡Tendrían que pelear hasta la muerte para defender el reactor número tres! Condenados de antemano a la derrota, Kaisárov y los suyos dispararon sus cañones contra la bestia, pero ni toda el agua de los mares hubiese podido apaciguarla. Cada vez que las flamas se apagaban, una astilla de grafito bastaba para reanimar su furia. Los bomberos bebían el humo y sus venas se hinchaban como serpientes. Todos se desplomaron en el campo de batalla.

Los refuerzos de las repúblicas vecinas tardaron en concentrarse en las zonas aledañas, incapaces de comunicarse entre sí como si una maldición hubiese embrujado sus aparatos de radio. Dos regimientos de zapadores ucranianos se asentaron en los alrededores de Prípiat. ¡Quién iba a imaginarlos peleando contra el viento cuando habían sido entrenados para combatir en las trincheras! Sus comandantes fijaban los planes de ataque, evaluaban los mapas y calculaban las pérdidas. Las refriegas se sucedieron a lo largo de la tarde (las escuadras vencidas por manos invisibles) hasta que el incendio al fin pareció quedar bajo control.

Matvréi Plátov, oficial del Séptimo Ejército del Aire, sobrevolaba los alrededores de la planta sin saber quién era el enemigo; pese a su insistencia, el comandante se había rehusado a revelarle su misión. Plátov palpaba las nubes y no se hacía más preguntas, fascinado por las llanuras ucranianas (ese océano amarillo), sin imaginar la plaga que se esparcía sobre ellas. Esta vez su misión no consistiría en espiar a los aviones de la otan o en amedrentar a los japoneses o a los chinos (su nave cargaba arena suficiente para construir una empalizada), sino en derrotar unos flujos impalpables. Matvréi Ivánovich dejó caer una tormenta de guijarros sobre la piel incandescente de la bestia. Cientos de pilotos deslizaron sus cazas por el aire con idéntica misión.

En su improvisado cuartel a tres kilómetros de distancia, el coronel Liubomir Mimka dibujaba una estrella cada vez que la carga de uno de los mil pilotos que participaban en la maniobra daba en el blanco. El 27 de abril a media tarde, Mimka le comunicó al responsable del gobierno el éxito total de la ofensiva. La radiación había disminuido a niveles tolerables. Pero la algarabía no duró demasiado. Un mensajero anunció la mala nueva: el monstruo ha sido acorralado, pero vive. Y herido es aún más peligroso.

El reactor número cuatro era un volcán adormecido; todos sabían que en su vientre aún se almacenaban ciento noventa toneladas de uranio-235, suficientes para generar un big bang en miniatura.

La radio transmitía soflamas semejantes a las que Stalin lanzaba contra Hitler: ancianos, niños y mujeres debían movilizarse en defensa de la patria. Mientras, la fuerza aérea proseguía los bombardeos, añadiendo bórax y plomo en sus descargas. Tras barrer sus objetivos, los pilotos volvían a sus bases para ser desinfectados. A diferencia de los aldeanos, al menos ellos disponían de una tintura de yodo que atenuaba los efectos de la radiación.

Prípiat se convirtió en un hospital de campaña. Los cadáveres se apilaban en bolsas de plástico (relucientes mortajas comunistas) y los heridos aguardaban en silencio, privados de noticias, la llegada de los helicópteros que habrían de conducirlos a Leningrado y a Moscú. La mayoría tenía el estómago corroído, el pecho en carne viva y llagas en las manos. Ninguno sobreviviría más de unas semanas. En Poláskaye, a ciento cincuenta kilómetros de allí, a las madres y a las viudas ni siquiera se les permitía ver los rostros de sus hijos y sus esposos; los militares encerraban los cadáveres en ataúdes de zinc y los sepultaban en secreto.

La rutina se instaló en Prípiat y su comarca. Sus habitantes se levantaban antes del alba, se enfundaban en trajes de asbesto y, después de desayunar pan y leche (el único alimento que soportaban sus estómagos), cumplían su jornada de trabajo. Sus familias, expulsadas a los arrabales de Kiev y otras ciudades, se distraían llenando crucigramas o mirando por televisión funciones de ballet en blanco y negro.

En Moscú los hombres del partido acallaban los rumores. Ha ocurrido una fuga sin consecuencias, repetían a los medios internacionales, no hay razón para la alarma. Incluso el vigoroso secretario general cruzó los brazos cuando una periodista austriaca se atrevió a interrogarlo sobre el número de muertos.

El 9 de mayo de 1986, trece días después de la fuga, el monstruo parecía liquidado. ¡Un triunfo más del comunismo! Los hombres del partido ordenaron colmar los almacenes con botellas de vodka y vino georgiano para que pilotos, bomberos y liquidadores pudiesen adormecer un poco sus conciencias. Las copas estallaban en el aire entre hurras y vivas demenciales para ocultar la ausencia de los caídos. “¡Salud, camaradas!”, brindó Borís Chénina, jefe de la Comisión del gobierno encargada de resolver la catástrofe.

De pronto nada había pasado. En las inmediaciones de Prípiat los pájaros volvían a deslizarse por el cielo y los montes presumían sus arbustos y sus árboles mientras un sol rojo apaciguaba la angustia de los ciervos. De no ser por las ruinas humeantes del reactor número cuatro (y la misteriosa ausencia de voces y de cantos), uno hubiese podido imaginar el paraíso.

El 14 de mayo al mediodía, el secretario general volvió a comparecer ante la prensa: la situación está bajo control, no hay nada que temer. Y luego, empleando el mismo lenguaje de verdugos y traidores, atribuyó los rumores de una tragedia a las oscuras fuerzas del capitalismo. Pero la victoria era una ilusión; aunque la bestia había sido encadenada, su veneno se esparcía por la tierra. El viento y la lluvia transportaban sus humores rumbo a Europa y el Pacífico, sus heces se sedimentaban en los lagos y su semen se filtraba por los mantos freáticos. El monstruo no tenía prisa, tramaba su venganza con paciencia: cada recién nacido sin piernas o sin páncreas, cada oveja estéril y cada vaca moribunda, cada pulmón oxidado, cada tumor maligno y cada cerebro carcomido celebrarían su revancha. Su maldición se prolongaría por los siglos de los siglos. Al final, la explosión dejaría trescientas mil hectáreas de terreno putrefacto, setenta pueblos vaciados por la fuerza, ciento veinte mil personas expulsadas de sus casas y un número incalculable de hombres, mujeres y niños contaminados.

Mijaíl Mijáilovich Speranski acababa de incorporarse a la armada. Impedido para las matemáticas y la ortografía, propenso a hostigar a sus hermanos, celebró su reclutamiento: tenía diecisiete años y sólo le importaban el dinero y las mujeres (quienes lo consideraban bello y malvado como un ángel). Cuando un sargento le propuso sumarse a las labores especiales que se llevaban a cabo en Ucrania y Bielorrusia con la promesa de muchos rublos semanales, abandonó a la joven de anchos pómulos con quien compartía la cama y partió en busca de aventura.

Movilizado en oscuros trenes militares, al cabo de tres días alcanzó su objetivo, un improvisado campamento en la planicie ucraniana. Centenares de voluntarios soñaban ya con largas horas de combate. Un sargento alto y escuálido le daba las indicaciones a su escuadra. A las cinco de la madrugada un camión del Ejército los condujo a él y a cuatro de sus compañeros a un paraje a siete kilómetros de Prípiat. La luna refulgía entre los árboles. Sus órdenes eran contundentes: debían matar a todos los animales de la zona y desbrozar la tierra (sí, toda la tierra) para librarla de la peste. Más que militares serían matarifes. No sin razón los campesinos de la zona los habían apodado liquidadores.

A Speranski casi le escurrieron las lágrimas al abatir a su primer ciervo, una hembra de pocos meses de nacida, pero al cabo de unas semanas, cuando su rifle ya había sido vaciado sin descanso, apenas se fijaba en sus víctimas. Los cadáveres de ovejas, vacas, gatos, cabras, gallinas, patos y liebres tapizaban la ensenada antes de ser rociados con gasolina e inmolados como herejes. Los liquidadores debían arrasar todo lo que el monstruo no había devorado. En un radio de diez kilómetros las ciudades y pueblos fueron demolidos, los troncos talados, la fauna diezmada, la hierba removida. La única forma de asegurar la supervivencia de la raza humana era convirtiendo las llanuras en desiertos. Mijaíl Mijáilovich acometió su tarea con la misma inercia empleada por los verdugos que ajusticiaron a sus abuelos en los campos del Kolymá. Después de contribuir con tanta fe a la masacre, a Speranski la vida dejó de parecerle atractiva. Tras la disolución de la Unión Soviética sería ejecutado por un robo a mano armada.

Piotr Ivánovich Kagánov, oriundo de una aldea de Bielorrusia, recibió el encargo de remover los escombros abandonados en el techo del reactor número tres. Enfundado en su rudimentario traje de astronauta fue alzado por un helicóptero de combate y abandonado en aquella ciénaga tapizada con bolas de grafito incandescente (cada una debía de pesar diez o doce kilos). Su tarea consistiría en arrancar el mayor número posible, pues al cabo de unos segundos las botas reventaban y la piel se resquebrajaba como arcilla. El ejército había intentado ejecutar la maniobra con la ayuda de pequeños autómatas japoneses pero sus circuitos se habían fundido de inmediato.

Piotr Ivánovich se armó de valor y se dejó caer sobre el techo como un niño que se desliza por un tobogán. Pese a sus precauciones (había colocado láminas de plomo en sus calcetines), las plantas de los pies le ardían como si caminase sobre brazas. Su aliento se apagaba y, atrapado en el interior del casco, apenas distinguía el contorno de sus manos. Consumió su tiempo antes de mover una sola bola de grafito. El helicóptero accionó el cable que lo ataba y Kagánov subió al cielo, derrotado y medio muerto. Por fortuna cientos de conscriptos hacían fila para reemplazarlo.

Después de semanas de quebrarse la cabeza, los sabios moscovitas al fin imaginaron como frenar el desastre. Un equipo de ingenieros dibujó los planos a lo largo de cuatro noches con sus días antes de someter el proyecto a las instancias superiores. Arquitectos, físicos, geógrafos y otros peritos bendijeron la estrategia: la única forma de vencer a la bestia sería sepultándola. Diseñado a toda prisa, el edificio se parecería a una caja de zapatos. Las dificultades para levantarlo no eran desdeñables, pues tendría que ser armado a la distancia (la radiación hacía imposible aproximarse), con la ayuda de andamios, grúas y otros artefactos. Tres fábricas se dedicaron a modelar enormes planchas de cemento de ochenta metros de alto y treinta centímetros de ancho. Buldózeres, grúas y tractores arribaron a Prípiat provenientes de todos los rincones de la patria, al tiempo que más de veintidós mil liquidadores se hacían cargo de las maniobras de ensamblaje. Así dio inicio una nueva etapa de la guerra: para cumplir las promesas del secretario general y del partido, la fortaleza debía quedar concluida en sólo unas semanas.

Valeri Lágasov había entregado su vida a los átomos. De niño se había enamorado de aquellos universos diminutos y durante años no hizo otra cosa sino dibujar modelos a escala. Convertido en miembro del Instituto Kurchátov, había alabado sin tregua las virtudes de la energía atómica y convenció a sus jefes de construir más y más plantas nucleares. En vez de utilizarla para el mal, como los aliados en Hiroshima y Nagasaki, repetía, la URSS tenía la obligación de iluminar cientos de ciudades. Gracias a su tesón, decenas de reactores aparecieron en los mapas.

Al enterarse de lo ocurrido en Chernóbil, Lágasov concedió una entrevista a Pravda: aceptó la seriedad de los daños pero se mostró convencido de que la industria soviética saldría engrandecida de la catástrofe. Justo un año después de la explosión, el 27 de abril de 1987, el científico redactó un documento titulado “Mi deber es hablar”, donde contradecía estas declaraciones. Se había equivocado: la industria nuclear no sólo era un peligro para la URSS, sino para el planeta en su conjunto. Luego de firmarlo, Lágasov se voló la tapa de los sesos.

La comisión gubernamental ordenó una rápida investigación de los hechos. Tras acumular cientos de pruebas, un grupo especial del KGB arrestó a Víktor Briujánov, director de la central; Nicolái Fomín, director adjunto e ingeniero en jefe; Anatoli Diátlov, ingeniero en jefe adjunto; Borís Rogoikín, responsable de la guardia nocturna; Olexandre Kovalenko, responsable del segundo y el tercer reactor; y Yuri Lauchkín, inspector de Gosatomnadzor, la empresa responsable de la explotación de las plantas ucranianas. Los seis fueron procesados en secreto, acusados de no recabar la autorización de Moscú para realizar las pruebas que desencadenaron el desastre, de no tomar las medidas necesarias para frenarlo y de demorarse en prevenir a los cuerpos de rescate. Los antiguos directivos ofrecieron su testimonio, pero los jueces ni siquiera necesitaron escucharlos. Briujánov, Fomín y Diátlov fueron condenados a diez años de cárcel, Rogoikín a cinco, Kovalenko a tres y Lauchkín a dos. Para los hombres del partido ellos eran los únicos culpables.

A la teniente Mavra Kuzmínishna, experta en demoliciones, le parecía que los escombros del reactor número cuatro, circundados por las grúas, tenían la forma de una tarántula. Sus altísimas patas se plegaban sobre su boca, proporcionándole bórax como único alimento. Escaladora aficionada y miembro del equipo de halterofilia del Octavo Ejército de Tierra, había llegado a Prípiat para supervisar la labor de los obreros. Cerca de la planta se erigía poco a poco la gigantesca muralla: más de cien mil metros cúbicos de cemento. El proyecto avanzaba conforme a lo planeado. Pronto nadie se acordaría de los muertos, la explosión sería olvidada y familias provenientes de Siberia o el Cáucaso repoblarían los alrededores de Prípiat. Mavra Kuzmínishna pensó que, si el mundo fuese otro, a ella también le gustaría mudarse a la comarca. Los bloques prefabricados se acumulaban como piezas de mecano; las grúas los elevaban por los aires (péndulos de sesenta toneladas) y los depositaban sobre los restos del reactor número cuatro. La teniente Kuzmínishna pensó en un templo antiguo. Las fotografías tomadas por los satélites mostraban una imagen muy distinta: un sarcófago de ochenta metros de alto.