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‘No cesa de llover’: Joaquín Marta Sosa en la ficción; por José Balza

Marta Sosa en la ficción; por José Balza 640

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Noeli y Clotilde, sus enfermeras o cuidadoras, inician en esta novela un fascinante desfile de mujeres que serán amigas o amantes de su protagonista. Están, por ejemplo, Trinidad, Julia, Gertrudis, Milisent, Isaluna, Margalit (“el otro yo que nunca llegué a ser”), Loreto, Taormina, Roberta, Margit Strozzi, y algunas incesantes astralistas o tarotistas.

Con ellas irá ascendiendo este hombre la escala sexual, desde la realidad volcánica hasta la comprensión superior:

En el transcurso de las horas silenciosas que anegaron algunas tardes, la sexualidad despejó sus brumas para mí y se desgajó de la entrepierna, de la lengua, incluso de los besos y de las caricias, para convertirse en una contemplación aguda donde una fusión muy por encima de la corpórea, del gusto y del orgasmo genital, devenía en intimidad desvergonzada para recibir de unas raíces muy profundas, sensitivas, las emociones imposibles de codificar para cualquier lenguaje, no solo para el oral, insisto, para cualquier otro.

Lo confiesa para sí mismo un hombre de ¿noventa años?, sin habla, insomne en una vasta noche de escandaloso “fin de año” y aislado desde hace muchos en una lujosa casa de reposo o geriátrico. Me detengo en esas mujeres, como lo hace él, porque ellas brillan en un irónico catálogo (¿mozarteano?). A las mismas habrá que sumar las figuras de la madre y la abuela, venidas, también como él, desde una dramática madrugada en un país lejano hasta esta ciudad, sospechosamente parecida a la Caracas provinciana de los ´50 y de tiempos recientes.

Igualmente los hombres de este libro acusan rasgos enfáticos: el abuelo -paraguas en la noche de la huida-, el padre tormentoso, los amigos adolescentes y los de la universidad. Y, especialmente, los de las redes políticas y el partido. Que, en definitiva, con sus afectos, inestabilidades o penumbra, conducen a la imagen central, elusiva y obsesiva que domina el relato y la vida del protagonista: un líder, un presidente, un viejo presidente. Todos irradiados desde una de las apariciones más estremecedoras de esta ficción: el profesor Pereda, el del “limbo indeterminado”: no en el espacio, porque vive aquí, sino en el tiempo.

Lúcido, sutil, Pereda, conocedor como pocos de la arquitectura, su historia y su significación profunda no solo ejerce sobre el discípulo, en el texto, sino que probablemente ejercerá en la futura comprensión de Venezuela, un influjo inquietante. Después de su suicidio, con gas dentro de un auto, se nos cuenta:

Su historia comenzó a desvelarse entonces, y a circular por todos los pasillos de Arquitectura. Vivía solo absolutamente, supimos, en un apartamento poco distinto a un cuchitril repleto de mugres. Entendimos por fin de dónde provenía el indefinible y pesado olor que reverberaba permanentemente en él. En su apartamento encontraron toneladas de periódicos que lo ocupaban todo, transformados en pequeños envoltorios, miles se llegó a decir, y dentro de cada uno un pedazo de su mierda, seca, alguna fosilizada, otra todavía maleable. Durante años, fue lo que dedujo algún reportero, amarillista como la manguera letal, había defecado en esos diarios, en ellos recogía y encerraba sus deyecciones y con ellas cohabitó sin remilgos durante un tiempo indefinidamente prolongado.

Qué imagen lacerante e innegable: la realidad convertida en papel desechable y este en depósito de excrementos: ¿similar a un piso sobre el cual nos hemos movido, nos estamos moviendo?

Como es fácil notar, algún desenfadado cronista del siglo XVI, el florentino Galeoto Cei por ejemplo, a su paso por El Tocuyo; o el ácido poeta Salustio González Rincones al inicio del siglo XX y, más cercano a nosotros, Salvador Garmendia y aún muy recientemente el poeta y narrador Roberto Martínez Bachrich adelantan o comparten ese eco escatológico, narrado por Marta Sosa, que el mexicano Sergio Pitol convierte en cumbre.

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Esta novela demuestra que Joaquín Marta Sosa (Nogueira, Portugal, 1940) es un autor poliédrico: se inicia como poeta a los 24 años, oficio que, después de casi una decena de libros sigue practicando; ha sido columnista sobre asuntos literarios, artísticos y políticos en nuestra prensa; cuentista (No todos los días son felices, 2011), conductor de entrevistas por televisión y responsable de una valiosa antología poética venezolana.

No cesa de llover (Fundavag Ediciones, 2016), su primera novela, le ha exigido casi otra década para ser concluida. Aquí la tenemos y desde ella hemos iniciado estas palabras.

Anoté al leer su poemario Territorios privados de 1999: otra vez la expresión exacta, la modulación encantatoria que nos devuelve la vida de todos los días, convertida en palabras. Hay aquí un ritmo meditado para conducirnos por la ciudad de hoy, por sus ventanas, habitaciones, por rostros y paisajes: por todo aquello que se ha desprendido de quienes nos acompañan o nos rodearon. Allí comprobamos “que los amigos no son nuestros espejos/ son lo que yo soy y quiero ser/ son todo lo que estamos dispuestos a ser/ lo que ya no seremos/ espejos, túneles/ son todo lo que pudimos ser”. En efecto, el libro de Marta Sosa se centraba en la amistad, en su presente y su pasado.

Aunque esta novela quiere ser un cosmos (todas lo persiguen) y posee innumerables energías psíquicas, una de ellas, determinante, se opone al eje de Territorios privados para exprimir, despellejar y exhibir lo que puede ser la proximidad, la complicidad, el desprecio hacia la amistad política o su faceta más cruel: la enemistad que no muere.

Concebía Iván Goncharov (1812-1891) colores para la novela. Y entre ellos, el blanco, la narración blanca, exige un estilo limpio y exacto, bajo el cual corre una estructura que desobedece a la rigidez geométrica (resulta laxa) y cuyos personajes más que ser contundentes encarnaciones, se presentan como un aura, hueso y carne de la discreta interioridad, pantalla que recibe mensajes, vacío ejecutante. A su alrededor ocurre la acción (la vida) que los arrastra con su vértigo o su sopor. Y dentro de ellos, vínculos, tentáculos que van tanto hacia la claridad, el deseado equilibrio, como hacia los tortuosos laberintos de la indecisión y la sordidez.

Mucho de esto se cumple con esta primera novela de Marta Sosa. La narración es tersa, sosegada, civilizadamente precisa. Si se leyera por fragmentos bien podría pasar por un melancólico tapiz que recorre los noventa años de su protagonista y algunos de los vividos por padres y abuelos suyos.

Pero hay mucho más y no debemos dejar que el autor, el autor, nos engañe: esta escritura, además de que puede ser blanca, está tramada con la delicadeza del pastel o con la súbita eclosión de una acuarela, para fijar atmósferas a lo Zurbarán o a lo Rubens. Y creo que eso la hace única en nuestra narrativa: ya que tras la faz serena salta el infierno, que es su fondo.

El narrador elige su profesión: ser arquitecto. Hará obras que él mismo prefiere olvidar. Pero ese oficio está milimétricamente calculado por Marta Sosa: solo un arquitecto puede concebir el locus humano: el sitio íntimo o el público, la combinación de naturaleza y ciudad, el respeto a la integridad espiritual, un universo para la vida. No en vano ese protagonista se verá seducido por la política y la ejercerá buscando el bien, para toparse con inexpugnables límites perversos —suyos y de otros. Arquitectura, en este caso, equivaldría a oficio con la polis. “Porque, en efecto, la arquitectura, dije, forma parte del arte de poblar, ella misma puebla, crea el espacio para que el poblamiento sea fecundo, casi como si trazara las líneas maestras de un poema escrito desde las entrañas de los suelos hasta los vientres de la altura”.

Su narración es un caleidoscopio que de manera ágil convierte el pasado en presente. No nos da tiempo para frenar, porque estamos en medio de una conciencia pura que utiliza el sonido interno para reconocerse. Lo que al comienzo parece un monólogo sincero o vanidoso y pedante se irá revelando como los últimos acordes de un lenguaje que se deshace: asistimos al ritmo de signos que nunca son pronunciados, porque son la expresión de un mudo (cáncer de garganta) que se borra a sí mismo.

También así Marta Sosa irá modulando emociones y sentimientos para el lector, y con ello los ascensos y caídas de un espíritu: la infancia y el hambre, el exilio, la ternura, la amistad y el amor, el esplendor sexual, los ideales; y dentro de ellos sus sombras (devorar a escondidas la ración de pan que corresponde a todos, pequeños y grandes robos, el desencanto), hasta que la abyección y su placer lo invadan todo. Creo que no tenemos un personaje de tal cinismo y apastelada crueldad como este en toda nuestra narrativa. Nada se salva en su balance final: ni la familia, ni la pareja, ni la creación ni el poder.

Penetremos en su silencio para escuchar:

(…) pude comprender que en la pareja, con paréntesis de cariño y entrega, los asesinatos son lentos, mutuos, y nunca se dan del todo por terminados, se prolongan hasta el infinito, se anclan en las neuronas dedicadas a impedirte los olvidos. No, nada de paraísos, las parejas son un crimen a cuentagotas, me parece ahora, por eso saltas de una a otra, de una infidelidad a otra, más por desesperación y asfixia que por ganas de engañar, de cobrar alguna ofensa. Claro, insisto, entre esos nubarrones se cuelan aquí y allá, un día o dos, una luz de cierta paz y de buenas entregas a la partitura erótica.

Ante el anhelado viaje de sus padres al lugar de origen:

No se fueron y nos quedamos en ese apartamento unos cuantos años más, hasta que mi madre comenzó a morirse.

Ese día, quizás mal día, en que logré retorcerles sus más queridos anhelos, y los obligué a plegarse a mis deseos, se convirtieron en trizas, qué digo, trizas no, cenizas, tantas historias posibles, tantos escenarios probables para mi biografía, que a diferencia de antes, ni siquiera me caben en la imaginación de ahora. Sepulté lo que más querían para sus años postreros, volver al lugar donde nacieron y se hicieron jóvenes y conocieron la vida, lo que para ellos era, en definitiva, vivir su destino…

Sobre la arquitectura, su destino:

Nadie entendió el sentido de lo que hacía, salvo yo mismo. Ninguno imaginaba que detrás de mis propuestas de arquitectura y urbanismo, en mi relativa fama de enamorador de mujeres y otros avatares, se escondía una enorme inseguridad, un vacío tedioso y sofocante, una vida repelente, inacabada e inacabable.

Y acerca de nosotros:

Sí, todos somos uno, hasta que otra oportunidad, imprevista, nos abre por la mitad y sale al mundo otro, del que ni siquiera tú mismo tenías la menor noticia de que se agazapaba en los pliegues más recónditos de tu alma, ese lugar que pocas veces no está a oscuras. Pero así es.

Porque este protagonista explora los infiernos en compañía de su opuesto: aquel en quien creyó políticamente, a quien quiso ayudar en la construcción de un humanismo cívico, por quien se sometió para llevarlo a la presidencia del país, aunque después cambiara y lo traicionara. Aquél a quien engañó, despreció y devolvió humillaciones. Al viejo presidente.

Aunque la música predilecta del narrador es una sinfonía (cuya correspondencia con tantas situaciones y personajes es en verdad concertante), la novela se despliega como un dueto trágico entre él y su opuesto. Poco adicto a Shakespeare le corresponde, sin embargo, atravesar su existencia como en una dolorosa comedia de crueldad y blandura, suerte de escena secundaria para el alto dramaturgo. También es en la aldea shakespereana donde se le aclaran los rasgos de uno de sus auténticos gustos: “mi idea de una ciudad habitable, qué simple, es la que estamos viendo. Al menos para descubrírmelo sirvió Shakespeare.”

No podemos escapar de la tentación: ver a uno y otro en la silente confrontación de una mente sin sonido pero con furia. Voy a abusar de las citas, pero quiero caracterizar a cada uno de los miembros del Dueto con las insustituibles palabras del autor. Volvamos entonces a sus signos: “La vida entera no pasa de ser una superstición enorme y continuada”, medita el protagonista.

Y determina: “¿Seré yo el cobarde en un país de valientes o uno más en una tierra de cobardes?”, (…) “Mentiras, cobardías, robillos, valentías siempre que fuesen de verbo, todo junto en una cesta donde metí mi lengua hasta que la riqueza se compadeció y vino pródiga”, (…) “¿País cobarde que me hizo cobarde, o cobarde yo, sin más? ¿País ladrón que prefiere no enfrentarse a sí mismo o no enfrentarse a nada, o yo, felón en toda regla?”

En cuanto a los sueños políticos suyos y de sus amigos, vistos en la distancia: “Veo con claridad, cuando la claridad de ahora no puede remediar nada, que nuestro entusiasmo por la revolución era instintivo, primario, animal…”, (…) “toda revolución es un criadero de terroristas de alta, baja o mediana intensidad, pero terroristas sin duda”, (…) “el izquierdismo es el rostro político del robo colectivo.”

Hay mucha distancia entre ese lúcido pícaro y la obsesión ética de Simón Rodríguez; pero en ambos resuena una misma dolorosa refracción para la palabra incesante: revolución.

Del Otro, del viejo Presidente, la novela nos trae pequeñísimas escenas domésticas en el palacio, cuando recibe al joven dirigente. Una crueldad casi estomacal plena su conducta y hace suficientes esos instantes para permitirle al joven deducir cómo puede ser su conducta general y su sutil capacidad de dañar.

Por eso lo fija el protagonista en su remembranza, al revivir detalles: “…mirando hacia ninguna parte, con su voz mitigada y silbante, que todos los presentes identificábamos con sus estados emocionales más peligrosos y destemplados…”.

Y lo define:

“Sospecho que toda su vida, el sentido esencial y último que le otorgaba no fue sino esa carrera de resistencia paciente para, algún día, vivir en el palacio presidencial, ordenar todo lo que se le antojara cuando le viniera en gana…”

El viejo presidente es una sombra perversa que atraviesa la vida y la narración aquí expuestas. Y “…resultaba evidente que lo manifestaba en cada uno de sus ademanes, estudiados, hieráticos, sibilinos. ¿Entendieron de una buena vez? Soy el que manda, soy el que es servido, soy el que es obedecido. Obedezcan, a ver si alguna vez mandan. Cuando yo se los permita. Solo yo puedo mandar sin haber obedecido nunca.”

Porque, para ese mandatario, como para todos, como lo comprende el narrador: “Los bienes del Estado deben servir al pueblo, y en primer lugar al mejor servidor del pueblo, nuestro partido.”

Dentro de esa mente feroz y ardiente que se deshace (¿o se trata de un raro mapa psicológico del país?) debemos reconocer que todo avanza con calculada torpeza expositiva, con dudas, repeticiones excesivas y regresos, hacia la revelación de un secreto y una traición. Y en ello se matiza uno de los admirables poderes de Marta Sosa: ¿cuál es exactamente el secreto, cuál el gesto de la traición? La morosidad del texto lo asoma, lo elude. Y, sin duda, ambas cosas son esta novela misma.

Antes de terminar, debo admitir que puedo haberlos confundido: aquí no hay solo resquemor y crueldad. Me he detenido en el dueto, pero estas páginas poseen innumerables centros: los esplendores del juego infantil, de la sexualidad y la fraternidad; la aspiración del hábitat superior, la búsqueda de justicia social, etc.

Y, también, aunque no sé si es oportuno indicarlo: nuestro provecto protagonista ha estado equivocado y nosotros con él: esta noche, la noche en que es contada la historia, no se celebra un “fin de año” sino algo más peligroso.

Para concluir solo me adelanto a confesarles mi siempre renovada sorpresa ante los novelistas tardíos: ¿cómo se saben seres de la realidad, cómo escapan de lo ficticio? ¿No son sus vidas la ficción que nos entregan? ¿No son sus narraciones la parte más coherente de sus existencias? Me hubiera gustado comenzar a escribir ahora, a esta edad mía, que es casi la de Joaquín Marta Sosa, para disminuir o disimular mi envidia.