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“La mano junto al muro”, de Guillermo Meneses, otra vuelta de tuerca; por Judit Gerendas

Puerto de La Guaira (circa. 1938)

Puerto de La Guaira (circa. 1938)

Se ha escrito mucho sobre este brillante cuento de Guillermo Meneses, que juega permanentemente con  la duda, instalada en el centro mismo de la historia que se narra. El escritor construye con maestría la ambigüedad con la que funda el relato, el fluir de sus imágenes, su móvil inestabilidad y su oscilar, en un sentido o en otro. Gran parte de la crítica ha girado, con buenos motivos, en torno al enigma que representan las evanescentes figuras que tienen un papel primordial en el texto: los marineros, que no se sabe si fueron dos o tres, el hombre de los discursos, el que parecía un verde lagarto,  el del sombrero ladeado, el detective,  y unos cuantos más. Todo eso está ahí, ciertamente, y constituye, entre otros aspectos, lo que le da su excepcional calidad a este notable cuento. Yo también voy a referirme  a ellos, pero desde otro punto de vista, el cual me parece que se le ha escapado hasta ahora a la crítica, la cual, en general, se ha estado preguntando de cuál hombre se está hablando en cada momento, y ha intentado fijar la identidad de cada uno en cada circunstancia.

Se han dado muchas explicaciones acerca de las posibles razones para que el cuento sea tal como es, de la manera como lo estoy tratando de esbozar aquí. El propio Meneses escribió en su momento que lo que intentó ficcionalizar en “La mano junto al muro” era el tiempo, como un producto humano que intenta medir lo inconmensurable. Es una voz autorizada, obviamente, pues para algo es el autor. Y lo que dice, en efecto, está en el cuento: a un nivel de lectura se trata de la exploración del tiempo, de sus diferencias y de su unicidad, con una visión dialéctica de ese concepto abstracto tan escurridizo, algo en verdad difícil de ficcionalizar, pero que el texto cumple logradamente. Sin embargo, no es lo único de lo que se trata. Está ahí también, en una aproximación a su vez muy pertinente, lo que destaca José Balza en su artículo “Meneses: dos textos”, prólogo al volumen Espejos y disfraces de Guillermo Meneses, en el cual, hablando de la novela El falso cuaderno de Narciso Espejo, también de Meneses, destaca los grandes aportes culturales que se hicieron en Venezuela durante la década del cincuenta:

¿Tenemos hoy una respuesta sobre nuestro carácter, sobre nuestras constantes, nuestra personalidad? Tal vez precisamente la década de 1950, recoja todos los hilos dispersos desde los tiempos prehispánicos, para madurar  una posible respuesta: ¿quien baila hoy en los escenarios de Caracas: Sonia Sanoja o la imagen modelada por un indígena -siglos atrás- en la cerámica de Barrancas? ¿Es posible que la luz de Caracas suene en el Concierto para  Orquesta de Antonio Estévez, o vuelva a reflejarse en la obra de Mercedes Pardo? Música, escritura, pensamiento, anudan alrededor de 1950 las respuestas que Narciso Espejo quería encontrar: una de las cuales es él mismo[1].

“La mano junto al muro”  fue publicado en la paradigmática fecha de 1951: comenzaba la segunda mitad del siglo XX. Para Venezuela, ciertamente, fue una época estelar en el campo de la cultura: en 1950 se estrena el Concierto para Orquesta, de Antonio Estévez; la publicación de “La mano junto al muro”, en el año ya señalado, representa un corte de aguas fundamental en la narrativa venezolana: a partir de aquí sólo se podrá hablar de un antes y un después de este cuento. Ello no implica, valga la pena aclarar, una visión maniqueista: la literatura es un proceso en devenir y los textos dialogan entre sí. Hay mucha buena literatura venezolana anterior al cuento de Meneses, en correspondencia a su espacio y a su tiempo, dentro de ese devenir que fluye. Pero en la historia de la literatura sólo en algunos momentos privilegiados se produce una ruptura radical, como la que suscitó “La mano junto al muro”.

En ese mismo año se presentan las primeras obras de Jesús Soto, “Repeticiones” y “Desplazamiento”, las cuales hasta en sus títulos se corresponden con el texto de “La mano …”, como ya veremos.

La Ciudad Universitaria se inauguró en 1954. El esplendor que ahí reside se sustenta en murales de Férnand Léger, Victor Vasarely, Mateo Manaure, Armando Barrios, Alejandro Otero, Wilfredo Lam y Víctor Valera; esculturas de Hans (Jean) Arp, Baltasar Lobo y Henri Laurens, entre otros, y los móviles (las nubes) de Alexander Calder, todo ello concertado, armonizado rítmica y serenamente, por el magistral diseño arquitectónico de Carlos Raúl Villanueva.

En 1955 se presentan los Coloritmos de Alejandro Otero y en 1959 la Primera fisiocromía de Carlos Cruz-Diez.

Es este el contexto en el que surge “La mano junto al muro”, es a este momento estelar al que contribuye y del cual, a su vez, se alimenta. Posteriormente volveremos a todo esto, tan significativo, pero por el momento quiero retomar otro aspecto importante, la cuestión de los personajes que pueden ser englobados bajo el término “el hombre”, aquello con lo cual se inicia este artículo. Esa confusión que se produce entre los personajes masculinos, esa duda que permanentemente acompaña su identidad, ese entrecruzarse del uno con el otro todo el tiempo, esos flashes que los caracterizan, ya que ninguno tiene historia, son meras imágenes de intensa presencia visual.

Señala Raúl Bueno, en cuanto a todo ello:

En “La mano …”, no se ven series de acciones y funciones con una clara relación de causa-efecto, de donde podemos colegir que su articulación sui-generis obedece a un intento de significar la realidad en su azarosa dispersión de hechos y objetos, incluida la vida de una pobre mujer que no puede armar una imagen coherente de su propia vida[2].

Hugo Achugar, a su vez, afirma que “el Meneses final apostó a la incertidumbre y a la probabilidad. Sus lectores resuelven el desafío de una libertad imaginativa con el ejercicio de su propia libertad”[3].

El propio Balza, en el texto ya citado, en relación a las ficciones de Meneses, señala que “un rasgo que las caracteriza: la ausencia de lo ‘completo’, lo ‘determinado’, lo ‘apto’”[4].

Volvamos al texto de Meneses y tratemos de encontrar quién es el que habla. Realmente, parece que son muchos, todos hombres, intercambiables entre sí. Hablan de la mujer, de su fugaz y momentáneo objeto del deseo. En el cuento todos hablan menos ella, la mujer, la prostituta, la cual carece de voz dentro de la narración. De ella se habla, pero no es ella la que habla. Sin embargo, tiene una importante presencia a través  del  fugaz y tembloroso movimiento de sus dedos, que tamborilean sobre el muro, en una leve gestualidad que podría ser la de una mariposa o la de los pétalos de una flor, dedos que generan breves significantes: “aquí, aquí, no, no, no, adiós, adiós”.

Pero si leemos con cuidado, tendremos que convenir en que la narración parte de ella, de su mirada, de sus recuerdos, de su conciencia, la cual no es confusa ni es torpe, sino que, simplemente, es la conciencia de una mujer que es prostituta y cuya vida consiste en recibir a montones de hombres en el miserable burdel en el que trabaja. Hombres que llegan y se van, seres anónimos y pasajeros, a los que no es posible delinear y diferenciar a los unos de los otros, seres para ella indistintos e indeterminables, carentes de nombre, una larga serie de la que es imposible llevar la cuenta, por lo tanto para ella es irrelevante saber si eran dos o tres los marineros.

Entonces, cuando en el texto se dice “el hombre”, es absolutamente coherente –y no producto del azar ni de una incertidumbre metafísica, ni tampoco de una presunta incompletitud- con la historia y con el quehacer de la protagonista, el que el significante hombre englobe a muchos, y que no  sepa cuál es cuál, que a veces todos parezcan uno sólo y otras se desdoblen en numerosos personajes que la mujer sea incapaz de diferenciar el uno del  otro. No por una incompetencia mental, sino por la índole del quehacer existencial, cotidiano, que ha llevado a cabo, durante tan largos años. Es por esta razón que puede afirmarse que la duda en cuanto a los hombres –a su condición y a su cantidad-  nace del punto de vista de la prostituta, quien no puede –ni quiere, seguramente- llevar la cuenta de ellos y no los distingue en el recuerdo. Por eso es que sólo son sombras: no por un juego de pirotecnia, sino por la necesidad propia del texto, por la sensibilidad de Meneses tanto para identificarse con su personaje –es decir, escucharla, oír su historia, percibir su condición- como por lograr expresar esa historia con brillantes recursos formales, sin sociologismos ni moralismos de ninguna índole.

Una prostituta no puede tener recuerdos. La del cuento también carece de memoria:  uno de los ritornellos del texto es la frase “Ella nunca recuerda nada”. Los hombres que han estado con la prostituta, los que la han usado, son ya sólo sombras para ella. La existencia misma de la mujer, dentro del túnel, está envuelta por sombras, es más, la vida misma de ella es apenas una sombra.

Evidentemente, para una prostituta tiene que haber duda en relación a la identidad de los hombres, los cuales, en su memoria, se difuminan, se funden los unos con los otros, se desdoblan y se multiplican. Esto, por otra parte, prefigura numerosas características que posteriormente serán centrales en la narrativa de José Balza, aunque, lógicamente, con modalidades diferentes y desde perspectivas distintas.

Volviendo a la protagonista de “La mano junto al muro”, es necesario subrayar que a ella le cuesta percibir a los hombres que la buscan como a seres humanos; de ahí, por ejemplo, que a uno de ellos se le denomine siempre como el que parecía un verde lagarto. El texto es rotundo en este sentido: “Una mujer no puede conocer a un hombre. Y menos, cuando el hombre se ha desnudado y se ha puesto a hacer coitos sobre ella: cuando se ha puesto a jadear, a chillar, a gritar sus pensamientos”[5].

Como ya he dicho, Meneses es  capaz de situarse en la perspectiva de la prostituta, sin compadecerla ni idealizarla ni juzgarla: haciéndonosla presente, a través de una técnica que nada le debe al realismo, pero sí a la visión cinematográfica y pictórica y, en particular, al cubismo y al cinetismo.

Tal como he señalado, la confusión en relación a los hombres nace del quehacer existencial de la prostituta, de su lugar en el mundo. Los hombres, siluetas apenas, a veces intensamente iluminados por las luces, transformados en imágenes llameantes, se funden los unos con los otros, constituyendo ello un tema que también será luego ampliamente ficcionalizado a lo largo de toda la obra de José Balza, desde otras perspectivas y con distintas connotaciones. Estas imágenes de “La mano …”, en su esplendor de colores  y en su movilidad cinética, constituyen un brillante tour de force que logra verbalizar lo que en el cinetismo tiene índole visual.

El cinetismo, que es un arte óptico, juega con la luz y con el movimiento, así como con la apelación al espectador, que puede interactuar con estas obras, no sólo contemplarlas. Se considera fundador de esta tendencia a Víctor Vasarely, artista francés de origen húngaro. Pero entre sus principales creadores se destacan, con obras sumamente originales, tres  artistas venezolanos: Jesús Soto, Alejandro Otero y Carlos Cruz-Diez. En mi opinión, la obra de ellos es el aporte más importante de Venezuela al mundo de la cultura universal.

Los “penetrables” de Jesús Soto permiten al público transitar entre ellos, percibir su movimiento, sentir circular el aire  y cambiar de perspectiva según el punto espacial desde donde parte la mirada del espectador. Se trata de la visión del movimiento, aquello mismo que ha logrado Meneses en el cuento que estamos analizando. De igual manera podemos hacer corresponder, sin forzar la situación, las Fisiocromías y las Cromosaturaciones de Carlos Cruz-Diez con el juego de luces y de colores del texto de Meneses y con su apelación a la intervención del espectador/lector, a su desplazarse dentro de la obra, adoptando diferentes puntos de vista. El ritmo y los colores que caracterizan al cuento de Meneses se corresponden también, qué duda cabe, con la serie de los Coloritmos de Alejandro Otero.

La fragmentación de los múltiples hombres en “La mano …” remite también a la pintura cubista, la cual desintegra las formas y las ubica en el espacio en un orden que no es el que les corresponde en la realidad. No es el objeto el que se impone a la mirada, sino es la mirada la que percibe los distintos elementos del objeto, desde un cierto punto de vista.

Nos encontramos con esos seres fragmentados a lo largo de todo el texto, acompañando a la mujer en sus últimos momentos. Son, apenas, un verde lagarto y un rojizo resplandor, que van cambiando de oficio y se van transformando sin cesar dentro de la historia. En algún momento creemos que hay uno particularizable, el llamado Dutch, pero más adelante nos damos cuenta de que cualquiera puede ser Dutch, Dutch se ha ido y sólo queda de él, como de cada uno de los que han pasado por ahí, un borroso recuerdo.

La fragmentación cubista se muestra en todo su esplendor en la frase “Ciertamente, los marineros se acercaron: una mano, una boca, la sombra verde y el rojizo resplandor” (p. 172).  La mujer, la prostituta, a su vez está captada a través de una técnica cubista, que la hace ocupar un lugar en múltiples imágenes, las cuales la expresan mejor que su corpórea unicidad detenida junto al muro.

Pero, tal como ya lo he señalado, no son sólo imágenes de las artes plásticas las que están representadas en el texto, sino también otras que remiten a lo cinematográfico y a lo teatral. En un cierto sentido, la obra pone en escena una coreografía masculina, con personajes que vienen y van, avanzan y retroceden, hacen gestos, se desplazan en medio de humos azulados y un permanente juego de luces. Quizás podríamos asociar el cuento a un concierto en el cual los hombres constituirían  la orquesta y la mujer a la solista, con lo cual el cuento mostraría otro gran logro, el de poner en escena la ficcionalización de una partitura.

Guillermo Meneses. Imagen de LetraMuerta. Para verla en contexto y leer el artículo publicado allí, haga click en la imagen.

Guillermo Meneses. Imagen digitalizada por LetraMuerta. Para verla en contexto y leer el artículo publicado allí, haga click en la imagen.

En el centro de la magistral escenografía de la danza entre hombres se despliega la tragedia, una historia de celos, un drama de soplo shakespeariano que gira en torno al único personaje quieto, la mujer con su mano sobre el muro. Un hecho banal, cotidiano, se transforma, mediante la poderosa fuerza narrativa del texto, en un acontecer grandioso y universal.

El muro mencionado tiene  una dinámica fundamental dentro de la historia. En contraposición a tanta movilidad y a tan intenso cinetismo, el muro está ahí, duro y sólido, aunque  carcomido por el tiempo y, a pesar de todo, en correspondencia con el movimiento cinético, debido a las numerosas transformaciones que ha sufrido. A través de la imagen de la mano de la mujer sobre el muro se expresa la oposición entre la fragilidad humana y la piedra que perdura. En este sentido, la historia no sólo transcurre dentro de la movilidad de un espejo, como veremos a continuación, sino sobre la inmóvil solidez del muro.

Vale la pena señalar, antes de seguir con este punto, que en “La mano junto al muro”, tal como hemos podido observar, la escritura parte desde adentro, poniendo en duda los hechos.  Entre todos los múltiples e intercambiables personajes masculinos, podemos detectar, en un borderline, al margen casi, difícilmente discernible dentro del conjunto indefinido de los personajes, a alguien que relata, a alguien a quien reconocemos como escritor, o testigo, observador, narrador implícito incorporado al texto. Él es el que puede descifrar una historia y pescar una vida en el espejo. O ponerlas en cuestión.

Se trata del hombre que habla o, apenas, murmura. Como en un poema, como en “Construçao”, de Chico Buarque, se van combinando, una y otra vez, los mismos elementos, pero en cada oportunidad en otro orden. Es el hombre de los discursos el que se reitera permanentemente, puesto que el texto es un juego de repeticiones y combinaciones. Es él,  convertido en personaje, el que cuenta la historia del muro y los cambios por los que ha pasado.  Nos sitúa en una perspectiva que muestra el progresivo desmoronamiento al que también el muro está sujeto, con lo cual la oposición entre mano y muro se hará sólo aparente, una diferencia sólo cuantitativa: el fugaz tamborileo de los dedos de la mujer cesará para siempre en cuestión de minutos, mientras que el deteriorado muro continuará su decadencia hasta desaparecer, aunque el proceso lleve algunos siglos más.

En relación a esta perspectiva, la visión filosófica y cultural del cuento se inserta en una importante línea de la narrativa venezolana, que se inicia desde los últimos años del siglo XIX y llega hasta nuestros días, la cual se centra en subrayar un mundo en constante degradación y deterioro, ficcionalizando espacios en los que se instalan, insistentemente, el desmoronamiento y la descomposición. En este cuento dicha visión alcanza su expresión más notable al referirse a la existencia misma, a la “reciedumbre corroída por la angustia de lo que va siendo” (p. 162), tal como lo dice el hombre que hablaba, el  de los discursos.

El muro está hecho de historias desmoronadas. La mujer está ahí, con sus dedos tamborileando cinéticamente sobre el muro, desde donde se ve el espejo, con sus figuras geométricas oscilando sobre su superficie, ya que se trata de un espejo colgante en el cual se reflejan los círculos blancos de las gorras de los marineros. En este sentido, aunque parecieran ser opuestos, hay una correspondencia entre muro y espejo, ya que ambas son superficies, una rugosa y otra lisa, sobre las cuales se escriben historias, aquellas que se muerden la cola, como la que estamos leyendo, el cuento de Guillermo Meneses.

Tal como lo indica el título del cuento, la mano es un elemento fundamental en la historia, tanto como el muro. La imagen de la mano recorre el cuento entero, desde el principio hasta el final. Su sugestiva presencia se convierte en un ritornello, en una continuada reiteración -con variaciones- de su corpórea materialidad contrapuesta a la dureza de la piedra del muro a través de la movilidad y del temblor del gesto. Frente a la solidez del muro se encuentra la mano, expresando la fugacidad y la oscilación, aunque luego, una vez más, el texto gira y fusiona lo que hasta entonces había estado contraponiendo. De esta manera, lo duro y lo frágil se unimisman en el tiempo, sujetos como están al deterioro y al desmoronamiento.

La mano narra la historia del muro, con su leve tamborilear y  el ritmo de la reiteración. Parte de toda esta historia la percibimos también desde las imágenes que refleja el espejo, titilar visual que contribuye a generar la duda y el móvil proceso de transformación. El aletear del espejo se corresponde con el golpear de los dedos de la mujer sobre el muro. En algún momento ella misma se hunde en el espejo, transformándose así en su propia imagen. Luego, en un giro de índole cubista, cambia de posición y se separa del espejo, para vislumbrar en su superficie al mundo en su permanente movimiento: es desde ahí de donde parten el temblor y la oscilación, a los cuales responde ella concertadamente con el tamborilear de sus dedos sobre el muro. De esta manera el espejo resulta la fuente del movimiento, así como una vía para el saber, para el conocimiento y, simultánea y contradictoriamente, para la confusión, ya que, siendo él mismo oscilante, por colgar de una cuerda, como ya lo he mencionado, da entrada a la ambigüedad y a la multiplicidad de las versiones. Sin embargo, termina por mostrar un sólo camino: el que lleva hacia la muerte.

El movimiento fugaz y tembloroso, tan difícil de plasmar, es objeto incesante del arte, y está logradamente representado en este cuento, al introducirse el parpadeo de la vida en el universo narrativo. El escritor ha logrado trasmutar en palabra el movimiento, la fugacidad de las imágenes, los distintos reflejos y las momentáneas apariencias del ser y de la existencia, la imbricación de  vida y de  muerte y el tránsito imperceptible de la una a la otra, en un temblor, un tamborileo, en un movimiento que es, en última instancia, la estructura misma del texto.

El espejo que  refleja a la mujer es el espacio privilegiado en el que se instala el relato. Ahí funda el narrador sus dudas y sus interrogantes, para desestabilizar a la narración misma, problematizando de esta manera  la escritura.

La construcción cubista del texto se corresponde con la ambivalencia de la historia que está escrita sobre el muro y con la ambigüedad de lo que refleja la imagen del espejo. Pero también la escritura  reitera de múltiples maneras la ambigüedad ficcionalizada, en la perfección que marca a este cuento, en el que la forma y el contenido, la dispositio y la elocutio, el enunciado y la enunciación, llevan a su más alta expresión su concertada correspondencia. Una de las manifestaciones formales de ello se encuentra en las numerosas frases que se encuentran entre paréntesis, es decir, en los numerosos paréntesis que forman parte del texto, proponiendo alternativas diferentes a lo que se dice fuera de ellos. Pero también en ese espacio exterior  al paréntesis se van colocando las marcas que subrayan la ambigüedad, instalando la duda en el relato, generando oscilación y movilidad en el texto, en diálogo sostenido con lo que ahí se narra. Shifters tales como “falta saber si”, “casi es posible afirmar”, “sino, hay que pensar en otras teorías”, “casi cierto”, “o, acaso, no” y tantos otros, instalan en el cuento, ampliando de esta manera sus perspectivas, la duda encarnada verbalmente, la incertidumbre, la puesta en cuestión de las seguridades aparentes.

La historia de la que se habla es circular; el cuento de Meneses también lo es. El espejo a su vez refleja círculos. El texto hace explícitas estas imágenes, a partir de la historia que se enrolla sobre sí misma, pero las complementa con otras imágenes que, continuando la apuesta existencial por la ambigüedad, podrían representar la plenitud, la totalidad perfecta, cerrada sobre sí misma. Todo eso está ahí, ciertamente, pero también –como a lo largo de todo el relato- se encuentra la idea contraria: todas esas formas circulares podrían remitir al cero primigenio, a la nada, grande y vacía. Algunos elementos refuerzan las imágenes circulares: una palabra “redonda”, la sortija (un imposible aro de novia), la brasa del cigarrillo y la boca del hombre. Todos los elementos se van reiterando, pero en particular adquiere un significado la moneda y, en otro sentido,  más ampliamente, el dinero.

Cuando se habla del espacio en el que vive la mujer y en el que desarrolla sus actividades, se menciona a un antiguo castillo o fortaleza, al cual el autor considera representación de la decadencia y del deterioro. La historia que registran sus muros son las de la transformación histórica: en sus orígenes significó un alto valor guerrero, de defensa frente a los ataques que pudieran venir del exterior; posteriormente, nos dice el escritor, pasó a ser casa de mercaderes, un lugar para el comercio. He aquí una visión ideológica central, no sólo en la obra de Meneses, sino en la de numerosos escritores venezolanos. Será un tema a retomar en otro momento, puesto que es un problema que merece un tratamiento amplio, dada su complejidad. Aquí tendremos que ceñirnos al cuento que estamos analizando.

La concepción de que la actividad comercial es síntoma de degradación frente al quehacer guerrero, es señal de una visión nostálgica por el pasado y de la incompetencia de hacer frente a las exigencias del presente, en este caso el presente narrado en el relato. Y remite a lo que se ha denominado el fracaso de la burguesía latinoamericana en cumplir su rol histórico de fundar estructuras para establecer la producción capitalista, para generar riqueza y  crear fuentes de trabajo. Esta dislocación tiene su origen en muchos factores y tampoco será éste el espacio en el que podamos desarrollar ampliamente esta problemática. Lo que sí podemos señalar es que Meneses, innovador en tantos aspectos, en cuanto a este tema se mantiene dentro de una de las líneas centrales de la narrativa venezolana, a través de la imagen del destino no cumplido del castillo y de su proceso descendente, al situar en una jerarquía superior a la actividad guerrera, y en una degradada a la producción y al trabajo, sin comprender que cada uno de ellos responde a situaciones históricas diferentes y tiene papeles y objetivos distintos. Al colocar en el último escalón de la degradación la actividad propia de un burdel, la visión ideológica también se cierra sobre sí misma, mordiéndose la cola.

De esta manera el lugar construido con gruesos muros, en medio de los cuales vive la protagonista, se convierte, de imagen estructurante de la narración, en un espacio paradigmático de la decadencia y del deterioro, en algo que el narrador llega a calificar con el término de monstruo. Denominando así el espacio, el discurso se desdice, y resulta entonces que ya la mujer no vive en un castillo, ni siquiera en un burdel, sino en un túnel, en el mundo de lo bajo, en el espacio de lo degradado, y es ahí donde ejerce su oficio. Todos los que ahí se mueven se encuentran hundidos en la misma degradación, dentro del monstruoso espacio del olvido, que es la marca de la prostitución, fenómeno del ir y venir anónimo por antonomasia.

Volviendo al tema del dinero, que, en sí mismo, no tendría que tener nada de malo, termina resultando natural que en un contexto tal como el que he descrito, se convierta en símbolo de la  decadencia. Para eso el tema de la prostitución, más allá de la auténtica sugestión que pueda ejercer, resulta, a su vez, paradigmático. Sin embargo, en un nuevo giro de la narración, ésta logra remontar un sociologismo bastante manido y retomar uno de sus temas más difíciles: el del tiempo, mostrando, en este nuevo contexto, a las monedas como equivalentes del sentido del reloj, puesto que, tal como éste, miden el tiempo, en particular el del coito, más específicamente el del sexo pagado, el del quehacer de la prostituta.

Las monedas son el objeto del deseo de la mujer, y equivalen a un pedazo de tiempo. Adquieren tal importancia que, en cierto momento, pasan a ocupar, en la narración, el lugar central que tenían el muro y el espejo. Como siempre, en la brillante poetización del discurso,  el enunciado se corresponde con la enunciación: “(Si una moneda es la medida del amor, puede alguien desear una moneda como se desea un corazón). Ella lo entendía así: ‘El gesto de quien toca una moneda puede ser semejante a la frase te quiero más que a mi vida; acaso, ambos, espejos de una misma tontería o de una misma angustia’” (p. 173).

Dentro del juego cinético del texto, la mujer, en los últimos momentos, entra también en el proceso de las transformaciones y, por una sola vez, deja de ser el único ente pasivo del cuento y pasa a participar de las perennes modificaciones que sufren los personajes masculinos. Parece Alicia, la de Lewis Carroll, bajo el efecto de las drogas,  la niña que ha comido del hongo (¿alucinógeno?) o ha bebido un líquido que la hace percibir el crecimiento de su cuerpo: la mujer “miró (en el espejo de sí misma o en el espejo tembloroso de su cuarto) su cabeza deslizada en ascensión entre las bombillas del cabaret y entre las luces del alto cielo sereno” (p. 172).

El final del cuento adquiere la tonalidad de una sinfonía, en contrapunto con el comienzo del texto, con lo cual de nuevo enunciado y enunciación se corresponden: el cuento, en su registro temático, habla de una historia que se muerde la cola, y su estructura, en rítmica correspondencia, materializa esa historia, tal como un sinfonía que se cierra, con variaciones y entradas de motivos que van enriqueciendo la partitura, de la misma manera como comenzó, ella también mordiéndose la cola.

Luego ya sólo queda el enfrentarse a la realidad, a la muerte pura y simple. El misterio en sí mismo, sin más. Ante el espejo, la mujer está al borde de ese misterio,  intentando comprender presencias y ausencias, lo que está ahí reflejado y lo que ha quedado fuera del cuadro.

Frente a la fragilidad con la que se ha estado asociando su mano –una mariposa, una flor-, surge la mano del otro, que trae la muerte. A partir de la presencia de esta mano, que ofrece un blanco cigarrillo encendido, el texto gira de nuevo y se produce una inesperada variante: la mujer alza la mano –primera y única vez el sustantivo va acompañado de un verbo, connotando una acción- e inicia un gesto de danza. El final de gran tragedia del cuento mantiene el carácter cinético, pictórico, coreográfico y de alta poesía que hemos encontrado a lo largo de todo el texto. La belleza poética que se alcanza corta la respiración: “El gesto del marinero con el envenenado metal del cigarrillo –o del puñal- era tan lento como si estuviese hecho de humo. Lento, alzaba su llama, su cigarrillo, su puñal, el enlunado humo encendido de la muerte” (p. 175).

 Se produce entonces un cambio de ubicación espacial de índole cubista: la figura de la mujer se desplaza en el espacio y, sin que los lectores podamos seguir sus pasos, de pronto nos la encontramos ubicada junto al muro, fuera del cuarto en el cual la habíamos acompañado frente al espejo.

El inminente desencadenarse de la tragedia se expresa a través de la gestualidad y por medio de la continuación de la coreografía. Pero gestos, palabras, vibración, todo es inútil, puesto que la muerte ya se ha instalado y, en un giro definitivo, todo movimiento se detiene: “”La mano de la mujer estaba quieta junto al muro, sobre el pozo de su propia sangre” (p. 175).

La gran variante de la frase final –del fraseo musical- es de índole gramatical: la preposición sobre, que ha acompañado permanentemente al sustantivo mano a lo largo de todo el cuento, en cuanto a su ubicación espacial en relación al muro, en la última frase del cuento es sustituida –cuando se instala la muerte – por el adverbio junto, en magnífica señalización alusiva e indirecta de la tragedia que ha tenido lugar: ya la mano no tamborilea sobre el muro, está inerte junto a él, en su propio charco de sangre. La fugacidad del tiempo se ha cumplido, la inmovilidad ha sustituido al leve temblor y se produce el  gran desenlace dramático, todo  ello concentrado en apenas dos partículas verbales, las cuales irradian con su significado el final del drama, así como el final de la sinfonía, la cual concluye con el silencio que se corresponde con la quietud de la mano.

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[1] José Balza. “Meneses: dos textos”. En: Guillermo Meneses ante la crítica. Selección y compilación de Javier Lasarte y Hugo Achugar. Caracas, Monte Ávila Editores, 1992, p. 85. (También prólogo a Guillermo Meneses. Espejos y disfraces, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1981).

[2] Raúl Bueno. “Para una lectura de ‘La mano junto al muro’. En: Ob. cit., p. 167.

[3] Hugo Achugar. “Para leer a Meneses”. Prólogo a Ob.cit., p. 10.

[4] José Balza. Ob. cit., p.76.

[5] Guillermo Meneses. “La mano junto al muro” En: Diez cuentos. Caracas, Monte Ávila Editores, 1968,  p. 167. A continuación, cuando se cite del cuento, se indicará el número de página en el cuerpo del texto, siguiendo a esta edición.