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Los viajes, para un escritor, pueden ser una fuente de estímulos y experiencias que nutrirán decisivamente su visión del mundo y, consecuentemente, sus textos. Imposible imaginar a Hemingway sin sus tumbos como corresponsal de guerra, a Conrad sin la marina mercante, a la grandiosa Karen Blixen (Isak Dinesen era su más conocido seudónimo) sin sus periplos por África, a los hermanos Durrell sin su caótica infancia en la isla de Corfú. También, claro, pueden ser una fuente de sinsabores y molestias infinitas, como han testimoniado los divertidos libros de gente como Twain, Evelyn Waugh, Jerome K. Jerome o nuestro Jorge Ibargüengoitia. Lo cierto es que, en cualquier caso, el viaje puede ser un buen motivo para poner en crisis a un escritor y sacarlo de su zona de comodidad.
Hay autores que se han especializado al grado de que es difícil deslindar su obra de sus recorridos geográficos. Bruce Chatwin, Paul Theroux, Robert D. Kaplan, Alexandra David-Néel, Ryszard Kapuciski, por ejemplo, han recurrido, cada cual en su terreno, al impresionismo literario, al periodismo, a la indagación histórica, a la antropología y hasta al misticismo para intentar explicarse lo que veían y les contaban sobre las tierras lejanas a sus lugares de origen. La literatura de viajes es, pues, todo un subgénero, con profundas raíces históricas (Heródoto, Estrabón, Marco Polo…) y con un público amplio y entusiasta principalmente en países europeos, en Japón y en los Estados Unidos.
No tanto entre nosotros, los hispanohablantes. Hace unos días, Juan Villoro se refería a que la escasez de literatura de viajes en la tradición literaria iberoamericana podía considerarse como “un déficit intelectual”. Esta reflexión fue parte de una entrevista que se le hizo en España por la aparición en ese país de Palmeras de la brisa rápida, conjunto de crónicas sobre un viaje del narrador por la península de Yucatán a finales de los años ochenta. ¿Cuál es el motivo de esta desventaja comparativa con la robusta tradición anglosajona? La teoría de Villoro es que al escritor en español se le resiste, por pudor, el uso de la primera persona fuera del campo de la ficción. “Nos cuesta asumir con franqueza que tenemos algo relevante que contar”.
El resultado es que tantos viajeros ilustres hayan dejado páginas interesantes sobre América Latina, por ejemplo (desde las crónicas de la Conquista de Cortés, Bernal Díaz y Fray Bartolomé de las Casas pasando por Humboldt), y que, en cambio, los latinoamericanos hayan preferido ser parcos, en general, en sus vislumbres del resto del planeta.
Quizá por eso resulten tan sugestivos libros como los que el mexicano José Juan Tablada dedicó a sus viajes por Estados Unidos y Japón o el español Julio Camba en sus prolongadas estancias periodísticas en Inglaterra, Alemania y Francia. Aunque hayan sido autores de posiciones políticas sumamente conservadores y eso haya repercutido en algunas páginas abominables (Tablada fue huertista y Camba franquista), su inteligencia, humor y erudición hacen de sus libros auténticas y celebrables rarezas en nuestro idioma.
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23 de abril, 2016
Es verdad. Algún complejo hemos de tener. También es verdad que gran parte de la literatura ha creído esencial ocuparse, antes que nada, de decir nuestra propia realidad. Los europeos siempre se han sentido dueños del mundo, sus colonias le daban la vuelta al planeta, escribían sobre lo exótico para su público. Y viajaban mucho más que nosotros. Hoy día las cosas cambian, creo que pertenecemos a la primera generación que viaja sin mayores trabas por el mundo, que considera que también tiene un punto de vista válido, por lo que las crónicas y la literatura viajera está despegando poco a poco.
29 de abril, 2016
En Occidente la literatura sobre viajes se inicia con el poema epico “La Odisea” de Homero y es un genero poco visitado por los escritores latinoamericanos. Me atrevo a nombrar 2 grandes: 1) Alejo Carpentier con su novela “El Siglo de las Luces”, enmarcada en un periplo por el Caribe y la Francia Revolucionaria. 2) Tisner (catalan y mexicano) con su novela “Palabras de Opoton El Viejo”, 1968, una odisea mexicana que cuenta el viaje de un guerrero azteca a Europa antes del viaje de Colon, en un barco de remos y al frente de una embajada del Emperador Azteca para que sirviera de escolta al Dios Quetzacoalt (“La Serpiente Emplumada”) en su regreso a la tierra de los mexicas. En esta genial novela (no copiada de la afamada “El Conquistador”, 2006, de Federico Andahazi) los aztecas llegan a España y alli los confunden con “Peregrinos de Santiago” y viven numerosas aventuras, hasta cuentan con una “Malinche española”, que les sirve de “lengua” (traductora) y sera amante del guerrero azteca.