Artes

El radical conservador; por Jorge Volpi

Por Jorge Volpi | 9 de abril, 2016
El radical conservador; por Jorge Volpi 640

Mario Vargas Llosa retratado por Felix Clay.

“El último de los mohicanos”, lo llamé en otro artículo. Aún lo creo: es el último de su especie. El último representante —y, dado su empeño, la paradójica clausura— de la gran tradición de intelectuales públicos latinoamericanos que distinguió nuestras letras a lo largo de dos centurias. A su lado quedan algunos brillantes epígonos de nuestro particular Siglo de Oro —Del Paso, Edwards, Pitol, Bryce—, pero sólo Mario Vargas Llosa mantiene esa actitud a la vez arrojada y soberbia de quien se asume como guía moral de su tiempo y como vanguardia de su revolución personal desde que abjuró de la idea revolucionaria de estirpe marxista.

Si algo hay que admirar en el peruano son sus pasiones y su desenfreno, los cuales lo convirtieron en el más contradictorio de los miembros del Boom. Diré más: tanto en su literatura como en su vida personal, política y amorosa, lo distingue una suma o una amalgama o una superposición de convicciones febriles y decisiones atropelladas. Mientras que el fuego de García Márquez se concentró en aquilatar una lengua inimitable y perfecta, al tiempo que él se convertía en una suerte de Buda universalmente idolatrado, y mientras Fuentes destilaba su talento por medio de una inteligencia y una curiosidad sin límites, Vargas Llosa siempre osciló entre la lucidez y el desenfreno, entre la acción y las palabras. En el antiguo dilema renacentista, fue el único entre ellos que eligió a la vez las armas y las letras.

Todo en Vargas Llosa es un oxímoron. El autor fastuosamente experimental de La casa verde es el realista decimonónico de Las cinco esquinas. Su devoción por la literatura libertina lo condujo a la explosión sensual de Elogio de la madrastra y en El sueño del celta mudó en el limeño mojigato incapaz de narrar el sadomasoquismo de su protagonista. Solía aborrecer las novelas de tesis y escribió El héroe discreto. Demolió el establisment en Las ciudad y los perros o Conversación en La Catedral, y hoy lo encarna como pocos. Quiso ser presidente y terminó en marqués. Deploró la cercanía de García Márquez con Fidel, pero el invitado estrella en su 80 cumpleaños fue José María Aznar. Fue casi estalinista -Fuentes dixit– y hoy es casi neoliberal (el “casi” gracias a su imbatible lucidez), ganándose tantos fieles como adversarios, algo que parece fascinarle. Vilipendió la sociedad del espectáculo y terminó deslumbrado por la figura indispensable del Hola!.

Poco importa que en el pasado defendiese a Cuba y que hoy la vapulee, que de joven comulgara con la ultraizquierda francesa —”el sartrecillo valiente”— y en la madurez Popper lo tirase del caballo en el camino a Damasco, que en ocasiones se abra un abismo entre sus dichos y sus actos: lo asombroso no es tanto la cambiante firmeza de sus convicciones como la elegante ferocidad de su estilo. A mí hace tiempo que me resulta imposible coincidir con la mayor parte de sus opiniones, pero no puedo dejar de leerlo, de pelearme con él, de detestarlo y admirarlo en idénticas medidas: lo que uno sólo puede aspirar a hacer con un clásico.

Como le ocurrió a Fuentes y a tantos otros, su meteórico ascenso desde que obtuvo el premio Biblioteca Breve a los veintiséis años se vio estremecido por el hito impensable —e inalcanzable— de Cien años de soledad. Batiéndose en silencio con su viejo amigo -más allá de los líos de faldas, a partir de entonces la igualdad amistosa era imposible-, fue capaz de engarzar otras dos obras maestras absolutas: La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo. Como otros de mis compañeros de generación, yo atesoro y me reconozco devoto de El pez en el agua, su doble memoria —no podía ser de otro modo— del nacimiento de su vocación literaria y de su fracaso político, quizás porque en ninguna otra de sus obras sus contradicciones se muestran de manera tan descarnada, tan a flor de piel.

Allí, Vargas Llosa supo conjurar, sacudir y vencer todos sus demonios: en la amargura de la derrota -ni más ni menos que ante Fujimori-, rescató su infancia y se liberó del fantasma de su padre. Y, de paso, recuperó la energía para reinventarse como escritor y para continuar experimentando la mayor de sus pasiones, esa que nos barre como un tsunami en cada uno de sus textos, incluso los menos afortunados: esa fuerza elemental, primitiva e irrefrenable que le ha permitido alcanzar, como a muy pocos grandes escritores en la historia, esa coincidentia oppositorum con que soñaban los escolásticos: la que une la vida con los libros.

Jorge Volpi 

Comentarios (4)

Diógenes Decambrí.-
9 de abril, 2016

No son equiparables la relación de amistad y complicidad política durante décadas de García Márquez con el criminal dictador Fidel(y con el régimen castrista), con la circunstancial inclusión de José María Aznar (ex presidente de gobierno en España, líder del PP, cuestionado por unos, aplaudido por otros, político que ejerce en Democracia), como invitado a la celebración del 80º cumpleaños de Vargas Llosa. Se puede criticar parte de la obra literaria de MVL (yo particularmente lo considero uno de los mejores escritores del planeta), e inclusive su zigzagueante y dos veces endogámica vida matrimonial, hasta desembocar en esta postrer cana al aire con la Preysler, en las antípodas de sus dos previas esposas, pero no contrastarlos en igualdad de condiciones. Es como equiparar a Heideger -filósofo alemán que respaldó los crímenes de los Nazis-, con Einsten, en el hipotético caso de que se hubiera reunido alguna vez con Teddy Roosevelt o McCarthy.

Lucho
9 de abril, 2016

Borges una vez, hablando de Chesterton, dijo algo así como que sufría de la desventura de que muchos le aprobaban como escritor por ser católico, y otros le despreciaban como escritor por ser católico. Pasa algo parecido con Vargas Llosa: muchos le detestan no por lo que ha escrito, sino porque no le perdonan no ser de izquierda. Esa izquierda que absuelve los peores crímenes, pero es capaz de negar las más elementales verdades si vienen del sector político o doctrinal que la adversa. No es santo de mi devoción Vargas Llosa. Detecto cierta soberbia en sus escritos en prosa. Pero no veo por qué no se le puede dajar su fiesta en paz. Después de cien años, se le leerá y recordará por lo que escribió, no por otras tantas cosas discutibles que lucen desmedidas a la falta de distancia del tiempo presente.

Estelio Mario Pedreáñez
11 de abril, 2016

Mario Vargas Llosa nunca fue estalinista. En su juventud si fue un deslumbrado por la “Revolución Cubana”, como casi todos los jóvenes latinoamericanos de su época, y ya sabemos todos en que degeneró la Dictadura de Fidel Castro y su hermano Raúl: En una monarquía totalitaria que hambrea, esclaviza y le niega todos los Derechos Humanos al sufrido pueblo cubano, ya que, a pesar de la farsa marxista, la máscara del engaño, nunca quisieron industrializar a Cuba, como si lo hicieron los “comunistas” de la Unión Soviética y sus satélites de Europa Oriental, naciones antes campesinas, agrarias, atrasadas, y que hoy son economías en mayor o menor medida industrializadas, lo que les ha facilita salir del atraso comunista. Y Vargas Llosa se apartó de los propagandistas de la “Revolución Cubana” al ver y sufrir la censura en carne propia, al no permitir la imposición ideológica hasta en la creación literaria, al entender que la utopía “comunista” termina en un sistema totalitario y esclavizante.

Mar Nunez
12 de abril, 2016

Suscribiría palabra por palabra la opinión de Diógenes Decambri: para nada puede compararse Aznar, un líder circunstancial y que además se midió en elecciones, con un tirano como Fidel Castro. Siempre me pregunto por qué escritores como Volpi se empeñan en trazar este tipo de similitudes cuando son tan obvias las diferencias, quizás por el deseo de lograr aceptación entre círculos de intelectuales anquilosados en aquellas ideas de izquierda de tanta popularidad en el siglo pasado y el terror a que alguien pueda llamarles “de derecha” o “conservadores”, precisamente eso de lo que califica a Vargas Llosa.

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