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Elegir clásicos; por Antonio Ortuño

Elegir clásicos; por Antonio Ortuño 640

Cíclicamente, reaparecen en las mesas de novedades versiones de esos textos que conocemos como “clásicos”. Conviene detenerse en ellos. A veces, como lectores, damos de saltos aunque el suelo esté parejo y nos olvidamos de que la fama de obras maestras que rodea a tantas obras no suele ser error ni casualidad. Podemos opinar lo que sea sobre los dichosos clásicos (no hay obligación alguna de que nos gusten) pero no podemos saltárnoslos alegremente o correremos el riesgo de andar descubriendo el agua tibia con cada lectura y terminaremos opinando que el best-seller de moda es lo mejor que le ha pasado a la Humanidad…

Mi generación (aquellos que nacimos en los años sesenta y setenta) tuvimos la ventaja de que las colecciones de clásicos fueran abundantes y accesibles. Hasta en el supermercado más pequeño las vendía y, por lo general, a precios de remate. Libros como La Iliada, El Qujote, Los miserables, Madame Bovary, Anna Karenina, Hamlet o Guerra y Paz (reviso mi propia estantería para escribir esta línea), eran publicados en ediciones cosidas, de pastas duras y hasta con separadores de hilo. En muchísimas casas eran visibles los lomos rojos con letras doradas o verdes con letras plateadas y negras (o cafés con letras doradas) de estas colecciones. También eran frecuentes unos coloridos libros, del sello Salvat, que incluían prólogos de especialistas y una mayor variedad de temas que la literatura (ciencia, por ejemplo), pero que tenían el defecto de haber sido encuadernados con un pegamento desastroso y solían terminar deshojados y apenas contenidos por sus pastas, más parecidos a una baraja de naipes que a un libro. Las traducciones, vistas a la distancia, quizá no fueran maravillosas en todos los casos pero nos fueron suficientes a muchos. En fin. Eran otros tiempos.

El defecto de las colecciones de clásicos con las que nos topamos ahora es que suelen estar integradas por libros “baratos”; es decir que, sea cual sea su precio de venta, sus materiales son deplorables, sus diseños inmundos y sus contenidos muy descuidados en temas editoriales básicos. Muchos sellos aprovechan textos sobre los que no existen derechos de autor o usan traducciones ya liberadas y, por tanto, arcaicas (menudean entre ellas los vejestorios peninsulares). El resultado es que muchos lectores, en especial los jóvenes, terminen con una idea errada sobre lo que leen, espantados por el lenguaje obsoleto y la sintaxis farragosa de un traductor amateur gallego de hace noventa años. Pero no todo el panorama es así de negro. A cambio de estos libros editados por vivales, muchos sellos (comenzado por los españoles) han puesto a circular numerosas traducciones contemporáneas (o clásicas, como las que hizo Cortázar a Poe), infinitamente mejores, que suelen estar acompañadas por estudios críticos pertinentes, y cuyo diseño oscila entre lo correcto y lo espléndido. El problema es que estos suelen ser títulos “caros”, es decir, al precio de uno nuevo. Con todo, sería de ciegos no apostar por este tipo de ediciones. No nos resignemos a la peor versión de un clásico: los más beneficiados de elegir bien seremos nosotros.