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Leer en vacaciones; por Antonio Ortuño

Leer en vacaciones; por Antonio Ortuño 640

Uno de los mitos más enraizados entre quienes nos atrasamos en las lecturas (o de plano dejamos de leer) “por falta de tiempo” consiste en consolarnos con la idea de que al irnos de vacaciones tendremos una oportunidad dorada para resolver el tema. “Nomás que llegue Semana Santa (o Navidad o el puente de la Independencia) y me pongo al corriente”, piensa uno, mirando la montaña de volúmenes acumulados (a veces todavía con el plástico y los cintillos encima) sobre la mesita de noche, en la ilusa espera de que alguna mano los abra. La realidad es que si uno se aleja de los libros porque llega del trabajo con los nervios de punta y mejor busca refugio en la televisión, en las aplicaciones del celular o de plano en el sueño, tres o cinco días de asueto no van a servir para cambiarlo. La lectura no es una actividad que pueda realizarse con el cerebro en “modo de ahorro energético”, por así decirlo (aunque haya muchos textos llenos de estupideces: tampoco mitifiquemos). Y aunque, sí, cuando llegan las vacaciones mucha gente se afana en leer a bordo de aviones y autobuses, o instalada en playas, en cerros o “en el pueblo” (al menos, quienes pueden permitírselo), eso no equivale a un hábito intelectual establecido y articulado.

¿Por qué leer? No porque lo recomienden cancioneros o futbolistas en televisión (gente, en general, que resulta claro que no lee ni en defensa propia, pero el problema no es ese), sobre todo en esas dosis homeopáticas de “20 minutos al día” de la conocida campaña publicitaria. Tampoco, me parece, por obligación (ese quizá sea el gran error de nuestras escuelas: imponer en vez de convencer). Se diga lo que se diga, la realidad es que nadie se vuelve idiota por no leer y a nadie se le quita lo bruto por meterse mil títulos en la cabeza a empujones. Nadie, tampoco, se vuelve mejor persona o ciudadano que el vecino en automático si lee. La lectura es solamente una opción, una alternativa. Una alternativa, eso sí, que cuenta con ventajas para favorecer la reflexión y la inteligencia. Es verdad que quien lea accede a ideas, opiniones y experiencias diferentes a las suyas y a las heredadas de parientes y amigos, a emociones quizá más sutiles (y mejor explicadas) de las que ha sentido, a información relevante y más actualizada de la que recibió en sus días escolares (si es que ya pasó de ellos e incluso si aún los vive). Es muy probable que la lectura ayude a desarrollar un criterio más agudo y una mayor curiosidad y apertura para entender las variedades infinitas de la experiencia humana. Pero no es una medicina implacable: muchos lectores siguen siendo unos fanáticos y utilizan la lectura como un método para validar ideas fijas y anquilosadas.

Total: si uno siente el impulso, la necesidad, el gusto o la inquietud de leer tendrá que hacerse un campo en la cotidianidad. O resignarse a esperar las elusivas vacaciones.