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A cambiar de estrategia; por William Ospina

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¿Cómo explicarle al gobierno de Juan Manuel Santos que el interlocutor que debe venir a terciar en el diálogo de la paz puede ser convocado por él mismo?

Lo que tiene frenada la mesa de diálogo es una sola palabra: desconfianza. El Gobierno desconfía de la guerrilla, y hasta tiene razón, porque es larga su historia de torpezas y de crímenes. La guerrilla desconfía del Gobierno, y harta razón tiene, porque en Colombia es larga la crónica de las traiciones.

A Uribe Uribe lo mataron a las puertas del Capitolio, a Guadalupe Salcedo en las calles del sur, con la Unión Patriótica llenaron el mapa de cruces, y la sangre de los candidatos que iban a ser presidentes de la República, empezando por Gaitán, aún no se seca.

Esa desconfianza de lado y lado tal vez no es maldad, sino apenas instinto de supervivencia.

Es atroz saber que la guerrilla mató a Guillermo Gaviria, ese hombre de voluntad de paz casi angélica. Es atroz saber que en la muerte de Galán estuvo implicado el Estado. Es atroz saber que a la risa de los colombianos, a Jaime Garzón, ayudaron a matarlo las armas de la República.

Pero si queremos pasar la página de esta guerra, donde el horror se volvió cotidiano, tenemos que ponerle límite a la desconfianza. Porque si en unos casos la desconfianza es la cautela de quien no quiere ser traicionado, en otras es apenas una estrategia para limitar la paz a trámites y formalidades, o para retrasarla hasta que suenen los clarines —o los bombazos— de la guerra siguiente.

Si alrededor de esta guerra todo fuera paz y concordia, hasta se entendería lo que alguien llamó “la alambrada de garantías hostiles” que quiere que los que hicieron la guerra se encierren en burbujas de paz lejos del mundo. Pero eso sólo lo puede soñar una lógica de esquemas y de cuadros sinópticos, de interminables tribunales y de cartillas que pretendan tener controlado hasta el menor movimiento. La paz es más real y más sencilla.

Por eso la desconfianza sólo se puede entender hasta cierto punto. Pero la peor, la más paralizante e inadmisible, es la desconfianza en la comunidad para la que se está haciendo esta paz, y que debe ser su principal protagonista.

El Gobierno se pregunta demasiado qué gana él con la paz, la guerrilla se pregunta demasiado qué gana ella: ninguno se pregunta bastante qué gana el país.

Porque aquí el oficio del poder es desconfiar de la ciudadanía: por eso hay tanto trámite, por eso hay tanta corrupción, por eso toda protesta se mira con odio. Por eso, cuando la gente sale a manifestar contra el poder, los titulares dicen con perfidia: “¿Qué hay detrás de todo esto?”, y cuando un gobernante apela a sus electores en las plazas para defender su gestión, los que debían simplemente informar titulan: “¡No más balcón!”.

Lo cierto es que Uribe se equivocó creyendo que se podía hacer la paz con los paramilitares sin hacer la paz con las guerrillas. Y Santos se equivoca creyendo que se puede hacer la paz con las guerrillas sin mover un dedo contra los paramilitares, que están otra vez listos para el combate, o sin propiciar una paz de fondo con ellos.

Y se equivoca más todavía si cree que atizando la guerra de los partidos le va a crear ambiente social a su paz tan metódica y tan distante. Y se equivoca creyendo que la paz es algo que se anuncia y no algo que se construye vereda a vereda, pueblo a pueblo y barrio a barrio.

¿Por qué serán tan burocráticos, por qué serán tan virreinales, por qué serán tan santanderistas? Yo me atrevo a afirmar que les va tan mal porque en La Haya no confían en las leyes y en la paz no confían en los ciudadanos.

Sin embargo, para impedir que, formalmente desmovilizados, guerrilleros y paramilitares se contramaten en una paz de papel sellado, es necesario que se fortalezca a las comunidades, que se las llame, no a ejecutar la paz de los burócratas, sino a inventar la paz de las ciudades y de los jóvenes.

Y hay que empezar a cambiar este modelo económico excluyente y mezquino, este modelo político clientelista y corrupto, este escalofriante modelo judicial en el que las cárceles, donde se mide la dignidad de los Estados, se han convertido en casas de pique, la pesadilla de la peor democracia.

¿No se dan cuenta de nada de eso, y nos siguen proponiendo una paz de incisos y de occisos? Con razón la sociedad también desconfía, si lo primero que hacen es desconfiar de ella.

Son los ciudadanos movilizados por la paz, y claramente beneficiados por ella, los que deben recibir en su seno a los guerrilleros desarmados y desmovilizados, y a los paramilitares desarmados y desmovilizados, y protegerlos.

Y si hay verdadera voluntad de paz, no serán las pequeñas cláusulas, ni las armas de la República, sino la confianza de los ciudadanos lo único que puede garantizarla.