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La brecha que mueve el mundo; por Piedad Bonnett

La brecha que mueve el mundo; por Piedad Bonnett

Pelea de boxeo entre Jim Jeffries y Jack Johnson. 4 de julio de 1910

“Me excita poder fallar”.

La frase es de Alejandro González Iñárritu, en una estupenda entrevista que le hizo Jan Martínez Ahrens para El País de Madrid, donde demuestra con creces que el reconocimiento de su trabajo es producto de una mezcla de inteligencia, sensibilidad, intuición poética, poder de reflexión, experiencia y tenacidad. La frase es muy sugestiva porque nos remite a algo que la gente suele olvidar: que la pelea más dura que da el artista es consigo mismo, que su acicate es el riesgo y que lo que lo justifica es que trabaja siempre al borde del fracaso. “En mi carrera me he vuelto un experto en pasar, en un segundo y sin haber hecho nada, de ser un exitoso nominado a un perdedor”, nos dice González Iñárritu. Y también: “la competición en el arte es absurda”, afirmación que nos recuerda lo ingenuo que resulta pensar que un premio mide en términos absolutos el talento de una persona.

Que hay siempre una brecha de insatisfacción entre lo que soñamos realizar y lo que se logra, y que sin dicha brecha el trabajo humano no tendría sentido, es algo que expresó bien Samuel Beckett cuando dice que el mandato de un artista debe ser “Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. Lo saben los deportistas, que están siempre tratando de superar sus propios récords, y los pintores, los músicos, los escritores, los científicos, y todos los que derivan su mayor satisfacción de lidiar con la dificultad. Por eso, para ellos las metas no son sino estaciones en la necesidad de ir por más. Es la diferencia entre el que encuentra una fórmula exitosa y se petrifica en ella y de ella se lucra, y el que prefiere buscar la intensidad de la experiencia arriesgándose a fallar. Porque a menudo el camino recompensa más que la meta. Y porque al fin y al cabo la lucha dignifica la vida.

En reciente columna, Álvaro Forero Tascón citaba a David Brooks a propósito de que la política, concebida como la fórmula civilizada de lograr consensos y derrotar el autoritarismo y la violencia —y no como el arte de engañar y enriquecerse, que es en lo que muchos políticos la han convertido— “nunca consigue todo lo que quiere”. “La decepción es normal —dice Brooks—. Pero esa es la belleza de la política. Además, es mejor que la alternativa del gobierno por un tirano autoritario”. Curiosamente, su vecino de columna, Santiago Montenegro, tituló: “¿Una sociedad perfecta o una mejor?”, y propuso que es preferible lo “mejorable y diverso” que “lo total, homogéneo y perfecto”.

Estas aproximaciones a la idea del éxito me llevan a pensar en lo que ahora nos llena de esperanza a muchos colombianos: la posibilidad de pactar la paz. ¿Preferiremos seguir matándonos, en guerra perpetua —como quieren tantos sectores recalcitrantes— a un pacto necesariamente imperfecto, con fisuras, pero que será el comienzo de un país distinto o por lo menos su intento? Ya lo dijo Carpentier en El reino de este mundo: “…el hombre nunca sabe para quien padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es”.