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La esposa del Papa; por Héctor Abad Faciolince

La esposa del Papa; por Héctor Abad Faciolince

Yo tenía menos de 20 años cuando el primer Papa Juan Pablo amaneció muerto.

Soy de esos ingenuos que piensa que nadie lo mató, salvo el estrés de ser Papa. El caso es que como una monja dijo que encontró a Luciani en el baño; un secretario, que lo halló doblado en el escritorio; y un cardenal, que había muerto en la cama, las tres versiones de una misma muerte alimentaron la mente de quienes ven detrás de todo infarto una conspiración. No creo que nadie lo haya matado en la realidad, aunque es probable que muchos lo hayan matado en su corazón.

Juan Pablo I había muerto un 28 de septiembre y dos semanas después, el 14 de octubre, los cardenales ya estaban otra vez encerrados en Roma bajo llave. Les bastaron dos días para tener humo blanco, y ahí vino la gran sorpresa: en 1978, después de 455 años de puros papas italianos, casi todos feos, viejos, elegantes y lánguidos, en la televisión apareció un tipo joven para ser Papa, bronceado, atlético, apuesto y polaco: el famoso Karol Wojtyła, Juan Pablo II, que pasaría a la historia, entre otras cosas, por haber sido el hombre que le dio respuesta a una pregunta irónica de Josef Stalin.

La anécdota es ésta: en 1935 el ministro de Exteriores francés, en visita a la Unión Soviética, le ruega a Stalin que presione un poco menos a los católicos rusos, de manera que mejoren sus relaciones con el Papa. A lo que Stalin responde: “Ah, el Papa. ¿Cuántas divisiones armadas tiene el Papa?”. Habiendo conocido por dentro el comunismo soviético, el Papa polaco demostraría, con los hechos, que en el mundo contemporáneo es posible cambiar la dirección de la historia con el corazón, y derribar la cortina de hierro sin la acción de un ejército. A 11 años de su pontificado pudo ver que en Polonia, y en todo el bloque soviético, la dictadura de los partidos comunistas se desmoronaba. Hoy en día pocos dudan que el carisma y la personalidad del apuesto y vigoroso Papa fue uno de los factores fundamentales de esa extraña revolución pacífica geopolítica.

Todo golpe tiene, sin embargo, su contragolpe. La misma existencia del bloque soviético había hecho que el capitalismo occidental se moderara. Siendo el capitalismo, en esencia, despiadado, el comunismo real (en el que supuestamente toda la riqueza se repartía por igual), hacía que los países capitalistas entregaran a los menos favorecidos, mediante el Estado de bienestar, una porción de las entradas de los más ricos. Caído el bloque comunista, los capitalistas perdieron el pudor y olvidaron la solidaridad: ese es el retrato del mundo de hoy.

Pero el Papa polaco tenía otra faceta, más íntima y compleja, que está en los genes mismos del catolicismo, desde San Pablo: la sexofobia, la convicción de que la caída y la vergüenza de los seres humanos por su desnudez (la expulsión del Paraíso) coincide con el instinto sexual, con el deseo corporal. Ahora sabemos que mientras Juan Pablo II escribía, durante una serie de audiencias generales en el Vaticano, su “teología del cuerpo”, mantenía al mismo tiempo una intensa correspondencia con una amiga filósofa, casada, Anna Teresa Tymieniecka, con quien se vio muchas veces, y con la que llegó a reescribir su libro Persona y acción. La tesis del libro es que “las obras revelan a la persona”, son el reflejo de su conciencia. En su teología del cuerpo, en cambio, el Papa polaco interpreta el Sermón de la Montaña en un sentido más estricto: quien desea a una mujer (así sea a su propia esposa) en el corazón, ya comete adulterio, o la vuelve adúltera. Marido y mujer deben unirse en la comunión del amor y no en el goce sexual.

En 1981 me expulsaron de la UPB por decir que el Papa no debía hablar de sexo al carecer de experiencia. Hoy se sabe que, al menos de corazón, el Papa pudo cometer adulterio. Sí sabía. Es más, según Juan Arias, experto vaticanista, Wojtyła podría haber sido un “Papa casado”. Y nada menos que con una joven judía, luego gaseada en un campo de exterminio polaco.