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Deliberar; por Antonio Ortuño

Deliberar; por Antonio Ortuño

Hace unos días se produjo una polémica al interior de eso que se da en llamar “medio literario” (es decir, el pequeño colectivo interesado en las letras y con alguna presencia en las redes sociales) al respecto del premio Aguascalientes de poesía, uno de los más importantes en la materia en el país (México), que este año fue concedido a la escritora neoleonesa Minerva Margarita Villarreal. La discusión no se centraba en la calidad de su obra, en realidad, que la mayoría de los comentadores reconocía, sino en el hecho de que el fallo del jurado les pareció a muchos fundamentado en una serie de ideas bastante conservadoras sobre la poesía. “En otros libros [los del resto de los concursantes] encontramos una búsqueda muy obvia de originalidad. Esto provocó un alejamiento de la poesía, al menos como nosotros la entendemos o la disfrutamos, algo que tiene que ver más con el lirismo que con lo abstracto, con la poesía visual, que tanto está filtrándose. En este trabajo encontramos esa concordancia de título y lo que está diciéndose, sin que se pierda intensidad, y algo muy íntimo de quien lo escribió”, según palabras de uno de los jurados, el poeta Francisco Hernández, registradas por el diario El Universal. Se lo comieron vivo.

No me considero capacitado para opinar sobre las polémicas entre poetas, que por motivos arcanos suelen ser las más afiladas y virulentas de toda la mal llamada República de las letras. Mi punto es otro y tiene que ver con la dificultad de fungir como jurado en un país como el nuestro, en el que cada acción está sujeta a ser pasada por el microscopio de la desconfianza general. Y esto no es gratuito, claro, sino producto directo de los patentes desatinos y abusos que contemplamos todos los días por parte de políticos, funcionarios, empresarios, deportistas, personajes de la farándula y hasta  vecinos con ganas de hacer ruido. Desatinos y abusos que suelen quedar impunes.

Por eso, ser jurado de lo que sea, incluso de un asunto de interés tan minoritario como un certamen de literatura, se ha convertido en una fuente de sinsabores. En todas las épocas (y concursos literarios existen desde la era de los griegos, que inventaron casi todo lo occidental, tanto bueno como malo) ha existido inconformidad entre quienes no resultan premiados y su palomilla de amigos. Sí. Pero cada vez resulta más frecuente que el malestar rebase los límites del pantanoso terreno de las envidias. Recordemos, por ejemplo, el affaire del premio FIL concedido a ese plagiador contumaz que es Alfredo Bryce Echenique, y que levantó tantas ampollas.

No se puede esperar que quienes ofician de jurados en un tema tan subjetivo como el arte sean máquinas que no cometan errores. Pero sí que traten, patentemente, de ser inteligentes y tomar en cuenta el alcance de sus juicios. Sobre todo en un país como este, en el que resulta tan difícil creer en lo que sea. Y en el que no basta con elegir con buen tino, sino también con fundamentos sólidos.