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Romper el hielo; por Antonio Ortuño

Romper el hielo; por Antonio Ortuño 640

Hace unos días estuve en la gélida Zacatecas, donde tuvo lugar el 4to Encuentro de Narrativa de esa ciudad (el Centro Histórico de Zacatecas es célebre por su arquitectura, sus museos y sus templos barrocos, y para visitarlo basta con ir vestido como John Snow, el guardián del Muro de Hielo del Norte en Juego de Tronos). Además de las mesas de debate y las presentaciones de libros que son características de este tipo de eventos (y hay que reconocer que el programa de éste resultó particularmente nutrido, variado y que el nivel de debate fue muy bueno), el encuentro tuvo una peculiaridad que me parece muy destacable: ofreció tres talleres para escritores (tanto formados como novatos) y para toda clase de interesados en la materia provenientes de los estados del Centro-Occidente del país, jóvenes en su mayoría. Un taller de periodismo narrativo (que impartió el regiomontano Diego Enrique Osorno), otro de novela (de la capitalina Brenda Lozano) y uno más de cuento (de un servidor, zapopano). Las respuestas a las respectivas convocatorias fueron muy buenas, tanto de locales como de foráneos, y los salones en los cuales tuvieron lugar los trabajos de los talleres se llenaron hasta la bandera.

Estamos habituados a que la relación de los autores que van a un evento de este tipo (encuentro, feria, festival o como se le quiera llamar), con los asistentes sea bastante vertical. Los escritores, pues, se suben a un estrado, peroran entre ellos y luego terminan de hablar y el público les aplaude. En la de buenas, se reservan los últimos minutos de cada sesión para preguntas del respetable, intervenciones que suelen resultar cortas y tropezadas por la prisa: para nadie es sencillo que el reflector le apunte a la cara unos segundos antes de que se acabe el tiempo y el escritor y sus pares se larguen a conocer las cantinas del área. El otro espacio de convivencia entre autores y público es, de plano, un terreno apto para puros fans, es decir, acercarse a los plumíferos cuando su intervención concluye y pedirles que nos firmen un ejemplar de su libro. Cosa que está bien, pues, pero no es, de ninguna manera, equivalente a un diálogo a fondo.

Un taller, me parece, sirve para cosas muy diferentes. Por primero de cuentas, ayuda a que la charla entre el que lo imparte y quienes lo toman sea más natural y precisa que la que se puede producir en un pasillo o al final de una mesa de discusión. Por segundo, da la oportunidad de que los jóvenes o novatos reciban retroalimentación específica sobre sus ideas y trabajos de parte de alguien con experiencia, tablas y oficio y en el marco de una sesión pensada para ello.  Por último, pero no menos importante, porque le da al tallerista la posibilidad de bajar de su torre de marfil y darse una idea de cómo es el mundo real.

Por ello, me parece notable que el encuentro de Zacatecas apueste por los talleres.