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El pintor de la madriguera; por Mílitza Zúpan

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José Rafael Pérez Varela retratado por Roberto Mata

Son las once de la mañana y Cheo no ha desayunado, más tarde tendrá que ocuparse de eso. Tampoco se ha bañado, no ha lavado su ropa ni sus manos ennegrecidas por la mugre. Si llueve, aprovechará para recoger agua, si no, ya verá cómo resuelve, siempre resuelve. Le duelen los huesos, tiene algo de tos y no hay medicinas a la vista, ni mantas para arroparse. Son muchas las cosas que faltan en su casa, tal vez, lo único que nunca ha faltado han sido sus cuadros: algunos recién hechos, otros a medio hacer, están por allí, en el piso, en alguna pared, en cualquier parte. Y son esos cuadros los que han hecho girar la cabeza a otros pintores, coleccionistas y críticos de renombre para verlos, sorprenderse y admirarlos, a pesar de que su autor los haya hecho en condiciones imposibles.

José Rafael Pérez Varela, o simplemente “Cheo”, vive en el barrio Carpintero de Petare, en el sector Vuelta el gato o La vuelta del gato, como todos lo llaman. Para llegar a su casa hay que subir una estrecha escalera de tierra, resbalosa e irregular, que comienza en la avenida, en plena montaña. También hay que sortear algunos huecos, pasar sobre tablones que tapan vacíos y subir un poco más. Todo el recorrido ocurre entre edificaciones informales en cuyas ventanas se advierten vecinos sigilosos, mientras los perros ladran eufóricos: saben que hay extraños.

En la parte superior de la casa, en la platabanda, nos aguarda el pintor. Suele tener mala memoria, más aún si ha tomado “algo”, sin embargo, no ha olvidado que esa mañana recibirá a una periodista y a un fotógrafo. Se ha arreglado, le gusta verse bien cuando lo visitan. Viste una camisa oscura de mangas largas sobre una franela que dice ser Nike y lleva pantalones y zapatos negros; todo lo que carga encima está sucio y salpicado de pintura. Delgado, no es alto ni bajo, su piel no es ni clara ni oscura y su cabello hace rato que emprendió la huida, dejando apenas un rastro gris en la nuca. La dentadura no está completa y las arrugas de su frente hablan de que ya cumplió sesenta años. Quizás sus rasgos más llamativos sean la voz, absolutamente ronca, y el andar irregular arrastrando un pie que no funciona, cortesía de la polio infantil.

En la platabanda no hay barandas ni muros de protección, pero allí está el hogar de Cheo o, más bien, su madriguera. Las paredes son de bloques crudos, sin frisar, y el piso, de cemento. Hay huecos que se supone serían ventanas y él los ha tapado valiéndose de pendones, pedazos de rejas, alambre, tablones y cartones. De la misma manera “construyó” una pared divisoria en la sala. Tiene un techo de zinc que puso la Alcaldía del municipio Sucre, gracias a la mediación de una prima que es funcionario público y lo ha ayudado a arreglar un poco el lugar. Una gran bolsa negra hace las veces de puerta principal. No hay servicios básicos, pero circula el aire y entra la luz natural, y ese aire y esa luz son lujos en la vida del pintor.

Hasta hace unos tres años, Cheo vivía en la parte inferior de la misma casa, en un área que semejaba un depósito. No tenía ventanas, no entraba la luz del día, solo una bombilla de brillo tenue aclaraba la situación. Allí pasaba sus días, entre sus cuadros, montones de trastos viejos, roedores que correteaban por cables sueltos y tuberías y un olor a encierro y esmog. Cheo parecía sombrío, taciturno, y la tos interrumpía cada fase que pronunciaba. Ahora hay un cambio en su semblante: la nueva madriguera le ha sentado bien.

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Fotografía de Roberto Mata

Apenas nos hace pasar, explica que siempre ha vivido improvisadamente, en un intento de justificar el caos a su alrededor. En la madriguera hay objetos de todo tipo: un caballito de plástico, mesitas, latas de cerveza vacías, botellas de algún licor barato también vacías, papas, la rejilla de un ventilador, bolsas, un maletín con ruedas, chapas, un coco, una mandarina, vigas… Todo regado sobre el piso, apiñado por ahí o sobre una mesa. En una pared hay una suerte de tocador con crema dental, un cepillo y un pedazo de espejo. En la sala también hay un par de sillas, o lo que queda de ellas, y al final a la izquierda, en un cuartico, está un catre en ruinas, sin sábanas ni almohada.

—Con tantas tareas, a uno se le van olvidando las cosas creativas. Uno trata de mantener, pero esta casa se ha ido deteriorando. Antes improvisaba algo con un bombillo, eso lo aprendí en la escuela técnica— cursó tres años de electricidad, albañilería y soldadura en la de Campo Rico—, pero ahora no tengo nada. A veces pongo velas, tengo años sin luz, pero aquí puedo pensar mejor en los temas, todo es cosa de ir mejorando el espacio, conseguir los materiales y dedicarse a trabajar, a hacer óleos.

Bodegones, ramos de flores, músicos y calles coloniales protagonizan las obras de Cheo. También ha pintado princesas de Disney y una vez hizo un cuadro en honor a Rosita, una actriz de televisión más famosa por ser la mujer de un “pran” de la cárcel de Tocorón que por su talento. Aunque está pintando desde que tiene memoria, dice que cada vez se le hace más difícil porque los materiales son muy caros, pero él se las arregla. Usa oleo, témpera, pinturas para cerámica —que son más baratas—, desechos o cualquier otra sustancia que sirva para dar color, y cartones y tablas como soportes, lo que encuentre. Como puede, logra un cuadro.

—A veces me levanto mal de salud, uno es muy susceptible. Esta mañana me hice un café y me cayó mal. A veces cocino mi comida o voy al comedor público, ese de (Hugo) Chávez que pusieron allá abajo, es una ayuda para las personas o familias que tienen poca entrada o para artistas como uno— explica. Antes canjeaba pinturas por comida, dice que ya no lo hace.

Mientras habla, juguetea con Dovy, un perro blanco con manchas marrones que se encontró en la calle, enfermo y maltratado. Él lo recogió, lo cuidó y logró salvarlo, y ahora busca comida para ambos todos los días. Dovy le da alergia, le hace toser. —Pero es tan cariñoso y es educado. Yo le quiero hacer una casa— dice con una sonrisa, la primera que se le escapa esa mañana.

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Fotografía de Roberto Mata

II

Cuando Hugo Gori llamó a Francisco Da Antonio para hablarle de un pintor excepcional que vivía en Petare, el crítico se lo tomó con calma. Gori, médico, entusiasta del arte y amigo, lo citó para presentarle al autor y mostrarle aquellos cuadros que él “tenía” que ver, y Da Antonio le dijo que sí, que iría, sin mayores expectativas.

A Francisco Da Antonio se le atribuye haber descubierto a finales de los años cuarenta a Bárbaro Rivas, el célebre pintor ingenuo de Petare que, pese a su alcoholismo y vida irregular, alcanzó proyección internacional. Profesor, artista, curador y otrora director de la Galería de Arte Nacional, Da Antonio es un hombre respetado en la escena cultural venezolana y, durante tantos años de ejercicio, han sido muchas las obras que ha revisado y muchos los artistas que han querido que les dé el visto bueno. Pero el profesor confiesa que, después de Bárbaro, no es fácil que se entusiasme con un autor.

El encuentro con Hugo Gori se acordó en el casco colonial de Petare, en el callejón Z, en casa de unos amigos en común. Junto al médico, ese día estaba el pintor Juan Urbina, quien también tenía gran interés en que Da Antonio viera las obras. Mientras llegaba el enigmático autor, los tres hombres pasaron a ver sus cuadros en el suelo, como se suelen poner cuando se quiere hacer una revisión detallada. Unas semanas después, el 30 de mayo de 2010, con una selección de aquellas obras se inauguraría Anverso y reverso de un pintor, exposición individual de José “Cheo” Pérez Varela.

—Cuando vi la obra que me mostró Urbina, me di cuenta de que el tipo tenía una formación de pintor, una poética en muchos de sus trabajos. Hay obras que se las traen, obras de primera línea —recuerda Da Antonio de aquella primera mirada.

La muestra se presentó en FundAmos, institución petareña, y Gori, Urbina y otros amigos del pintor se encargaron de organizar todo. La selección de obras fue diversa: había naturalismo, expresionismo e improvisación. Las instituciones culturales suelen catalogar a Cheo Pérez como “artista popular”; para Da Antonio eso es discutible, pues la pintura en las manifestaciones populares es naif y la obra del petareño no es ingenua. Tampoco le considera un pintor académico, aunque pasó por la Escuela Cristóbal Rojas y cursó varios talleres de arte. Outsider y excéntrico son los calificativos que prefiere usar el crítico.

—Cheo está fuera del circuito y es capaz de pintar una calle, una figura o un paisaje con igual destreza. Creo que lo de él es una cuestión de expresión orgánica, emotiva y, si se quiere, creativa, de no interrumpirse. Y en eso no creo que tenga mayor efecto la cuestión etílica, porque no creo que él necesite estar en nota alcohólica para pintar. Un alcohólico pierde el control de todo, si te emborrachas, no puedes pintar. Su obra no es consecuencia del alcohol, es consecuencia de su necesidad expresiva. En última instancia, esa es su misión, aunque nadie se la haya impuesto. En el fondo, él es un artista.

La gente miraba complacida cada uno de los cuadros. Los veían de cerca, sonreían, comentaban, volvían a acercarse para detallarlos mejor. A nadie parecía molestarle que no llevaran marcos o que estuviesen pintados en cartones de formas irregulares. Y esta misma escena se ha repetido cada vez que esos cuadros han estado en una sala, ejerciendo un extraño encanto en quienes los ven.

La de FundAmos no fue su primera muestra individual —en 1999 expuso en la Casa de la Cultura Jermán Ubaldo Lira de Petare—, tampoco sería la última —en 2012 volvería a exponer en uno de los secaderos de la Hacienda La Trinidad Parque Cultural y en el Hotel Alba Caracas—. Sin embargo, la de FundaAmos ha sido la única exposición de José “Cheo” Pérez Varela cuyo catálogo fue escrito por el renombrado Francisco Da Antonio, aun cuando el pintor y el crítico nunca se conocieron.

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José Rafael Pérez Varela retratado por Roberto Mata

III

Petare: parroquia caraqueña, capital del populoso municipio Sucre y eterna protagonista de las notas de sucesos en la prensa. Desde hace mucho tiempo lleva la nada envidiable etiqueta de ser “El barrio más grande de Latinoamérica”, etiqueta que puede variar a “El barrio más peligroso de Latinoamérica”. Sin embargo, en medio del caos de carros, transeúntes y vendedores informales que la caracterizan, la localidad tiene un casco histórico en cuyas calles, que datan del los siglos XVII y XVIII, aún se respira algo de tranquilidad. Allí todos saben quién es Cheo: lo conocen en el restaurante de Paulino, donde ha comido durante años; lo conocen los policías, quienes siempre recuerdan la vez que lo vieron hacer un impresionante dibujo con tiza sobre el asfalto; y también lo conocen en el Museo de Arte Colonial Bárbaro Rivas, espacio que bien podría ser su segundo hogar.

Carmen Sofía Leoni, la directora del museo, cuando puede le regala materiales para pintar y, no hace tanto, le consiguió un saco de lino, le dijo que se peinara y lo llevó a sacarse la cédula. Elisa Zambrano, del departamento de Investigación, siempre tiene un gesto amable para él, y Jorge Romero Ávila, pintor y poeta que trabaja en el área de Registro y Conservación, se ha dedicado a velar por su bienestar y hasta una cuenta en Facebook le abrió. De una u otra forma, todos han apoyado a Cheo y todos alegan la misma razón: su nobleza.

El pintor dijo que después del mediodía pasaría por allí, pero llega con retraso, alterado, tenso, con ojos enrojecidos y un mal humor que se siente a distancia: Tuvo problemas con sus vecinos, esos que se han metido con él durante años. Y es que vivir en uno de los barrios más peligrosos de América Latina tiene algunas desventajas, como que sea imposible controlar a unos vecinos intimidantes o no poder llevar dinero ni objetos de valor encima.

Los brazos de Cheo están salpicados de cicatrices, rastros de unas cuantas puñaladas que recibió cerca de su casa y que lo dejaron casi inconsciente, en el suelo, desangrándose. Así estuvo un buen rato, hasta que pasó una camioneta de la policía y lo llevaron al Hospital Domingo Luciani en El Llanito, donde lo operaron. La razón de aquella feroz agresión fue que su atacante quería un bolso que él cargaba. Por eso, cuando en el Museo Bárbaro Rivas organizaron una expo-venta con su obras, en la navidad de 2013, los fondos recaudados se los entregaron poco a poco, a manera de asignaciones diarias, a petición del pintor. Así podía comprar lo que necesitara y no se arriesgaba tanto.

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José Rafael Pérez Varela retratado por Roberto Mata

Ya en el patio de la vieja casona que hace las veces de sede del museo, Cheo busca un cartón y algunos materiales y se sienta en uno de los bancos a pintar y conversar con Jorge Romero Ávila. Prácticamente no mira lo que hace, su mano parece moverse sola dando forma a una figura. Su humor va cambiando, se relaja y vuelve a ser el mismo hombre hosco y sereno de siempre.

Conversando con Jorge, recuerda los tiempos cuando revisaba el periódico para saber qué exposiciones había en Caracas e incluso iba a los cocteles inaugurales. También recuerda cómo poco a poco dejó de ir a esos eventos y a los lugares que solía frecuentar, porque el hambre, la sed, las limitaciones y las carencias pudieron más.

—Si fuera otro, tal vez me habría dedicado a vender como buhonero, pero la pintura es a lo que me dedico —dice. Antes, además de sus cuadros, pintaba carteles para los establecimientos de la zona. No es fácil subsistir siendo artista y, para Cheo, faltan iniciativas que apoyen el oficio.

—Hay un edificio allí, entre Petare y la entrada de La Urbina, que está abandonado. Si se pusieran de acuerdo en hacer una instalación de utilidad social, se podría hacer algo para todos. Al gobierno le ha faltado apoyar la cultura. Si habilitaran culturalmente ese edificio, serviría para muchas cosas, la gente tendría otras posibilidades los sábados y domingos, antes de irse a tomar, a meterse una pea. Sería una posibilidad cultural y educativa y un aporte al municipio.

Durante la entrañable conversación con Jorge, también sale a relucir el nombre de Napoleón Pisani Pardi, artista e historiador que, por haber sido asiduo a los espacios culturales de Petare, conoció a Cheo, a su obra y escribió el texto de la individual que presentó en la Casa de la Cultura Jermán Ubaldo Lira, en 1999. En aquel texto lo invitaba a reflexionar sobre algunos “apresuramientos que podrían restarle cohesión a su discurso”, invitación que Cheo no tomó en cuenta y no porque no quisiera, sino porque su existencia improvisada no se lo ha permitido. Jorge aprovecha para contarle que Pisani murió, que fue asesinado hace más de un año en el museo de la Fundación John Boulton, hecho que Cheo ignoraba. Se asombra, baja la mirada y sigue pintando en silencio.

—¿Qué estás dibujando? —Le pregunta un niño que jugaba en el patio del museo y ahora mira con curiosidad los trazos frescos.
—Son unos músicos.
—¿Te puedo ayudar, pintor famoso?
—Sí. ¿Qué color quieres poner?
—El mismo que estás usando —Dice el niño y comienza a echar más color, mientras el hombre lo mira.
—Ya, niño, deja de pintar que me gastas los materiales.

IV

Llegar a la madriguera es meterse dentro de Petare y sus montañas tapizadas de miseria. Después de pasar montones de basura que sobrepasan el metro y medio de alto, un mercado de calle que dificulta el paso de quienes vienen o van, la Redoma, sus vendedores y sus paradas de autobuses, callejuelas estrechas y sinuosas, camionetas que no conocen de leyes de tránsito y motos que se avecinan en contravía, después de todo eso, se llega a Carpintero y a la casa de “Picasso”, como le llaman en la zona.

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José Rafael Pérez Varela retratado por Roberto Mata

Desde hace tiempo se ha regado la voz de que Cheo pinta, que sus cuadros son buenos y que algún día valdrán mucho. Por eso es común que lo ronden personas interesadas en llevarse sus pinturas, a cambio de aguardiente o algún monto irrisorio. El pintor Juan Urbina, otro de los grandes amigos de Cheo, siempre le advierte que no caiga en esas trampas, “porque él es muy noble y no tiene noción de lo mucho que vale su trabajo”. Desde que comenzó su amistad, en 1988, Urbina siente un profundo respeto hacia él como ser humano y, sobre todo, como artista y también forma parte de ese grupo de personas que le han ayudado a lo largo del tiempo, desinteresadamente.

Las montañas que rodean la madriguera eran verdes cuando Cheo llegó a Carpintero en 1959, con cuatro años de edad. Sus padres ya se habían separado en ese entonces. De su mamá, dicen que era modelo del pintor Pedro Centeno Vallenilla, sin embargo, él recuerda que fue bailarina y cantante en los años cincuenta, cuando Julio Jaramillo era el rey de la radio. De su papá, dice que es oficinista y que lleva tiempo sin verlo. También tiene una hermana y un hermano, que es el dueño de la vivienda, al parecer.

Allí vivió con sus tíos y abuelos, hasta que cada quien tomó su camino y él se quedó solo. Alguna vez tuvo muebles y objetos personales, hasta un equipo de sonido con discos de música clásica y una biblioteca que leyó entera, pero, poco a poco, le robaron todo, hasta los cables de electricidad. Y así, sin nada —o con muy poco—, siguió viviendo en las diferentes áreas de la casa: primero en la planta principal, luego en el depósito de abajo y ahora en la platabanda.

Ese día en la madriguera, la tristeza del cielo contrasta con el ánimo del pintor. Está erguido, barre la entrada de su casa con entusiasmo, Dovy corretea a su lado y se nota algo más de orden en el lugar. Dice que está trabajando en arreglar todo. Reconoce que mudarse es una idea que ha pasado por su cabeza, pero siempre la ha desechado. ¿A dónde? ¿A arrimársele a alguien? Prefiere seguir pensando en cómo arreglar su casa, en cómo se vería su cocina limpia y con uno de sus bodegones colgado en la pared, en cómo conseguir materiales para seguir pintando.

—Por más que sea, yo me crié aquí y esto lo puedo mejorar. Si fuera otro, tal vez ya me habría ido, pero yo no. Tengo más de 30 años viviendo aquí, durmiendo en tablas. Quizás, si me fuera, mejorara mi obra, no sé… Es que yo no me veo en otra vivienda, se me iría la creatividad.

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José Rafael Pérez Varela retratado por Roberto Mata