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‘El mito andrógino o el Hombre bola’ de Nelson Garrido; por Erik Del Bufalo

Garrido-1790

Una de las fotografías que conforman la exposición “El mito andrógino o el Hombre bola” de Nelson Garrido.

En una época donde el impulso libertario ha puesto fuera de su quicio todos los tabúes, donde las personas del mismo sexo pueden contraer nupcias y el erotismo se ha vuelto esparcimiento público, no es de extrañar que la pregunta por la condición sexual busque de nuevo su forma primigenia: el mito.

Ese relato que nunca es una mera fantasía, sino una  narración que pretende zanjar las fronteras del mundo conocido, también indica un límite a la intranquilidad; manifestándose como aquello que se asoma allí donde la palabra se devuelve exhausta y cabizbaja, de tanto proporcionar explicaciones insuficientes. El mito es el lugar donde se interrumpe el misterio; el misterio el lugar donde se apoyan los limites de nuestros conocimientos.  Por ello, mientras exista el conocimiento y el afán racional, existirá también la necesidad del mito; la voluntad de ficción en su derecho legítimo de ser parte constitutiva de la verdad; verdad que no es sino el el reverso inevitable de la razón. De modo que los sexos, así como la razón y el mito, por más que se excluyan, se rencuentran siempre en el epílogo de los anhelos humanos. De hecho, en una fecha remota de la historia del mundo, mito y razón formaban una sola esfera. Para designar esta síntesis existía la palabra griega cosmos, que significaba tanto orden como arreglo, mundo conocido y maquillaje, cosmético. Es en este sentido que la presente obra de Nelson Garrido gravita sobre la actualidad intempestiva del andrógino o del ser esférico, el ser completo, “el hombre bola”, donde la realidad aún no ha sido dividida, rotulada y repartida por la polaridad sexual.

El andrógino es un término acuñado por Platón para explicar los dos misterios cardinales de la condición humana: en primer lugar, la existencia del deseo en la heterosexualidad y en la homosexualidad, nombres que no existían en aquella época de preguntas y respuestas más diáfanas. En nuestros días, sin embargo, las teorías del “género” suponen que la distinción entre mujeres y varones es esencialmente cultural, simbólica o sociológica y, por ello, es también una distinción especular, espectacular o “superestructural”, para usar el término marxista y debordista, del cual son debitaras. No obstante, la fotografía logra dar más rápidamente con la morfología del sexo, la cual se vuelve siempre invisible en las palabras que la visten. La palabra es pudorosa, la fotografía siempre está desnuda. En una fotografía la condición sexual no tiene género, es cruda, impúdica, inapelable, no tiene artículo definido. El género no se puede fotografiar mientras que el sexo sí. No hay pues en la imagen, un género, sino, como en Platón, una forma originaria de la cual se derivan los sexos.

Pero también, en un segundo lugar no menos importante, el mito platónico del andrógino refiere al lugar del hombre en el cosmos. Pues si somos seres parciales, incompletos, castrados, sexuados, nunca podremos llegar a participar de la totalidad de las cosas, sino de aquella parte que nos falta; somos, así, una búsqueda y no un destino; somos un drama, a veces una comedia, pero rara vez una tragedia. Este problema metafísico más complejo se resuelve no ya en el cuerpo, sino en el alma o la visión, la cual puede por su calidad participar de la naturaleza femenina y masculina al mismo tiempo. Por ello, logramos ver aquí, realizada como hecho fotográfico, la famosa frase de Jules Michelet que tanto deleitaba a Roland Barthes: “Soy un hombre completo por tener los dos sexos del espíritu.” 

Realizada a mediados del 2015, la misma experiencia de poner en escena esta visión platónica del hombre esférico fue en sí misma pletórica, hecha con todos los sexos del  espíritu y bajo la comunidad del deseo. Producto de una invitación a Buenos Aires, a cargo de la escuela La Pajarera, algo que en origen estaba solo destinado a ser una charla se transformó en “experiencia directa” y colectiva, en “un banquete”. Los asistentes descubrieron que únicamente el deseo, como fuerza del universo, encontraba su verdadera explicación en la concreción de una obra, en el obrar mismo de la obra. Pues es el deseo y su ejecución, la finitud y el absoluto, la inquietud que anima transversalmente toda la obra, todos los temas, de Nelson Garrido. Y es, además, sobre esta inquietud donde aparece la pregunta fundamental: ¿qué significa lo fotográfico?

Toda interrogación real sobre las cosas es también una interpelación sobre los medios con los cuales concebimos esas cosas. Lo fotográfico es medio y fin y también un medio que es fin en sí mismo; a saber, un concepto, una concepción del mundo inseparable de ese mundo concebido. Se trata menos en El Hombre Bola de “representar”, por medio de imágenes, el mito platónico que de hacer funcionar a la fotografía como el andrógino que ella misma significa. Una imagen fotográfica siempre es esférica, siempre tiene dos rostros, dos brazos y dos piernas. Mira, abraza y recorre a la vez lo visible y lo invisible. La retícula, el rectángulo o el cuadrado en que se nos presenta esa esfera no siempre nos hace ver la coincidencia de los dos mundos que la nigromancia fotográfica sintetiza en un solo instante. La fotografía por uno de sus lados mira y camina hacia las cosas. Por el otro, nos trae esas cosas, aunque ya no existan, a nuestra mirada en su ser más allá de toda contemplación: es lugar y no tiene espacio, es tiempo y a la vez instante intemporal. Por todo esto, no nos arriesgamos mucho si decimos que la fotografía puede definirse como la realización moderna del mito o, dicho de otro modo, lo que antes era mito, en nuestros días solo puede ser desplegado en lo fotográfico, en todas sus manifestaciones, desde las más autorales, hasta las más realistas.

El mito andrógino o el Hombre bola nos invita entonces a este doble atrevimiento: en primera instancia, a descubrir en el deseo incesante de nuestra condición sexual la plenitud de la imagen que por sí misma revela todo misterio. Lo revela, no lo explica, lo muestra, lo manifiesta, lo pone frente a nuestra mirada. Pero también, en un segundo momento, quizás más íntimo, nos convida a repensar la esencia de la imagen desde las potencias inmanentes de la fotografía. Las cuales, como las del mito, se basan en la imposibilidad de entender completamente aquello que observamos y que, no obstante, hace que lo misterioso se plasme ante nosotros en su absoluta transparencia: ver claramente aunque no entendamos exactamente qué vemos, porque lo que vemos es lo contrario de lo discutible. Por ello, la fotografía no solo implica una técnica; propone ante todo una iniciación a los misterios. Un fotógrafo no es quien toma fotografías sino quien sabe capturar en imágenes lo que realmente se halla invisible y, no obstante, nunca deja de manifestarse. Aunque la fotografía sea plana,  el fotógrafo observa y vive como un “hombre bola”.

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