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El año del invierno que nunca llegó; por Héctor Abad Faciolince

El año del invierno que nunca llegó; por Héctor Abad Faciolince 640

El 2016 empieza con las peores señales de calor y sequía. Los negacionistas que se burlaban de los teóricos del calentamiento global y los descreídos que hacían ironías sobre los meteorólogos que anunciaban un Niño gravísimo, ahora se callan la boca perplejos. Tal vez quienes predecían la catástrofe ambiental tenían razón.

Esta Colombia que siempre hemos visto como el país del agua, el país donde el verde es de todos los colores (por la lluvia que no para de caer sobre Macondo), vive su primera gran sequía del siglo. Por las quebradas baja un hilo de agua sin fuerza y los peces se ahogan encima de las piedras. Los ríos caudalosos muestran niveles tan bajos que ni los más viejos recuerdan. Las cabañuelas muestran cielos azules sin nubes, despiadados y hermosos, que en nada se parecen a los cielos habituales del país, con nubes enormes y lentas, cargadas de agua a punto de caer. Animales y hombres buscan el consuelo de alguna sombra esquiva y los pájaros trepan por la cordillera en busca de aires frescos que no encuentran. Los últimos glaciares se derriten, ya no hay nieves perpetuas y los páramos agonizan. Donde había frailejones se insinúa el desierto. Los ecosistemas más frágiles son los primeros en morir.

Los acueductos de muchos pueblos empiezan el racionamiento con un mes de anticipación, y los nuevos alcaldes de las ciudades dentro de poco saldrán como Chávez a enseñarle a la gente cómo bañarse con un solo vaso de agua. Todos pensamos en comprar tanques para llenarlos en las horas que algo sale de los grifos y en reformar las casas para que el agua que cae sobre el tejado en los meses de invierno vaya a dar a depósitos subterráneos. Es demasiado tarde para combatir un futuro seco que hace meses llegó. La paz era la buena noticia y no nos imaginábamos que la mala noticia vendría de la mano del clima: de las inundaciones pasamos al polvo inclemente, a la tierra cuarteada, a las cosechas muertas, a los árboles que pierden las hojas y florecen de desesperación. Las aves migratorias, perdida la brújula de la temperatura, no saben hacia dónde volar. El café ha de sembrarse donde antes empezaban los pinares. La leche escasea y las cosechas son de mala calidad.

En el hemisferio norte la Navidad se quedó esperando la nieve y parece que al sur se fue el agua que aquí no cayó. La temperatura del océano mata los corales y desplaza las especies.

¿De dónde sacar los 50 litros de agua diarios que se toma una vaca? ¿Cómo regar las papas o el arroz? Las enfermedades de la zona tórrida trepan por la cordillera y los insectos que pululan en el calor invaden altitudes que antes no se soñaban con alcanzar. La poca agua que queda no es potable como el agua abundante y las buenas represas descienden más rápido de lo imaginable porque se filtran y se evaporan como nunca antes.

Los cambios climáticos radicales evocan un apocalipsis planetario, pueblos que migran huyendo de la escasez. Las oleadas de calor aumentan el hambre y las ganas de matar. Los picos de violencia se corresponden con los picos de calor.

Uno quisiera empezar cada año con un tono feliz, buenos deseos y augurios de esperanza. Puedo decir que creo que este 2016 será nuestro primer año sin guerra en medio siglo de violencias. Pero al mismo tiempo esta buena noticia se junta al hecho de que Colombia no puede evitar ser parte de la catástrofe de todo el planeta: la del clima, la del calentamiento global, la de las grandes sequías seguidas de lluvias torrenciales e inundaciones. Para este péndulo monstruoso nos tenemos que preparar. La novela de William Ospina (El año del verano que nunca llegó) cuenta un invierno puntual hace dos siglos exactos, que duró todo un año, por culpa de una inmensa erupción. El invierno que ahora no llega es culpa de una erupción más lenta: un siglo de emisiones en una atmósfera que no las soporta más.