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Ciencia y poesía; por Héctor Abad Faciolince

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Fotografía de Emilio Küffer. Haga click en la imagen para ir a la fuente original

Escribo esto el día de Navidad, cumpleaños del niño Jesús y fecha en que llega a los 90 años mi madre (María Cecilia Ana de la Natividad de Jesús), esperando a que salga la Luna llena detrás de los farallones de La Pintada.

Mientras sale la Luna pienso en ellas: en la Luna y en mi madre, en la Luna que para muchas culturas es la diosa madre, por simetría con el dios Sol, el padre. Pensar en los astros sin saber nada de ellos (como hacen las religiones primitivas y los astrólogos) no es un ejercicio científico sino poético. Y la poesía es lo poco que los seres humanos sabemos cuando no sabemos nada: nuestra mera intuición, el ejercicio del ensueño y de nuestra pobre inteligencia cuando no tenemos el auxilio de los desarrollos técnicos (astrolabios, relojes, telescopios) ni de las matemáticas y la física, que son esos aliados de la razón sin los cuales no podría haber ciencia.

Hace más de un año, durante otra noche de Luna llena, se me ocurrió un poema lunático. Un poema repentino que surgió en la locura intermitente e impredecible que llamamos inspiración. El poema empezaba así: “Podría no haber luna, es verdad, / y las cosas no serían tan distintas. / Más leves las mareas, / las noches más oscuras, / un tema menos entre los enamorados, / perros más sosegados en las noches, / y poetas que nunca / escribirían versos al claro de la luna. / La tierra bien podría arreglárselas sin luna / y poco cambiaría su rotación silenciosa, / la elíptica emoción de su trayecto”.

Para escribir el poema no consulté con nadie, ni con Wikipedia ni con un astrofísico, sólo con mi memoria, mi escasa razón y mi pobre intuición. Supongo que es una pregunta que los hombres nos hemos hecho desde el inicio de los tiempos: ¿qué pasaría si no hubiera Luna? O también, ¿qué pasaría si no tuviera madre, o si en vez de una, tuviera cinco madres? Mi respuesta, entonces, intentó ser poética —quizá sin conseguirlo— y resultó ser, científicamente, del todo equivocada. Delirante, loca, como muchos poemas y muchas religiones y muchas filosofías, nacidas solamente de la intuición y no de ese pensamiento ordenado y experimental que propone la ciencia.

Lo que probablemente ocurriría, en realidad, si no hubiera Luna, acaba de escribirlo en El País (con la belleza propia de la ciencia) Pablo Santos Sanz, un astrofísico especialista en el sistema solar. La Luna se formó hace 4.500 millones de años cuando un cuerpo del tamaño de Marte, Theia, chocó con una Tierra aún muy joven (tenía apenas cien millones de años), y la salpicadura del impacto fue nuestro satélite. Es tanta la importancia de la Luna para el equilibrio, el clima, la diversidad de la Tierra, que ese verso mío, altivo y pretencioso (“bien podríamos pasárnosla sin ella”), resulta falso y bruto en todo su desdén.

Sin Luna, escribe Sanz, un día duraría pocas horas, habría vientos huracanados todo el año, habría sólo mareas solares y sin mareas lunares la vida no habría podido surgir en nuestros océanos (hay que revolver bien el caldo primordial si queremos que salga una buena sopa). Sin Luna, por lo tanto, no habría células ni peces ni poetas. Sin Luna no habría perros ni ojos que los vean. Y peor que eso: sin Luna el eje de rotación de la Tierra perdería su estabilidad y tendríamos veranos que superarían los 100 grados e inviernos con temperaturas de menos de 70. E incluso podría haber zonas del planeta que estarían “bajo una permanente insolación y otras en permanente oscuridad”.

Había pensado en escribir unos versos a los 90 años de mi madre, pero me detuve ante esta precariedad, imprecisión y pobreza de la poesía, porque entonces (como sobre la Luna) podría hacer piruetas de palabras, decir muchas cursilerías, pero nada verdaderamente exacto. ¿Podría no haber madre? Yo creo que no, pero mejor le dejo esa respuesta a la ciencia. Que diría que sí, seguramente, que un día seremos engendrados por probetas sin placenta.