Vivir

Una flor para Fernando; por Alberto Salcedo Ramos

Por Alberto Salcedo Ramos | 25 de noviembre, 2015

Una flor para Fernando; por Alberto Salcedo Ramos

A principios de los años ochenta predominaba en las fiestas del Caribe colombiano una música vertiginosa que les exigía a los bailadores tanta velocidad como estado físico.

En aquel momento las letras de la música popular comenzaban a empobrecerse, porque los jerarcas de la industria discográfica consideraban que los compradores de discos no tenían oídos para la poesía sino piel para el sudor. Había que darle prioridad a la percusión, en desmedro de los textos floridos del pasado. Entonces el estruendo de los timbales ya estaba ahogando las metáforas.

Eran los tiempos de la hegemonía dominicana en nuestras emisoras. Los bailes públicos se mantenían fieles a esa tendencia. El perico ripiao alborotaba a los mayores y el merengue de orquesta, a los jóvenes.

No es que los nativos del Caribe colombiano desconociéramos lo que era bailar a toda velocidad. Nosotros estábamos familiarizados con mapalés y fandangos, dos ritmos que también ponen a prueba las corvas y sofocan el cuerpo. Para bailar un fandango hay que internarse en una vorágine de candela que gira y gira sin parar. Para zapatear un mapalé hay que someter el esqueleto a un zarandeo demencial.

Pero estos aires nunca habían sido de rigor en nuestros bailes. Solo aparecían en las fiestas patronales y en ciertos eventos culturales. Nosotros preferíamos oír canciones que contaran historias, como los vallenatos, y bailar piezas de cadencia tristona, como las gaitas.

Entonces llegó el contenedor de la música dominicana con su arrebato. Traía un repertorio variopinto que contenía desde las tonadas raizales de Ángel Viloria hasta el frenesí contagioso de Cuco Valoy. Allí había músicos de primer nivel: Johnny Ventura era el swing; Fernando Villalona, el canto virtuoso; Milly Quezada, el sabor. Y también los había de segundo orden: Kinito Méndez era la ramplonería; Sergio Vargas, la cursilería; Jossie Esteban, el éxito comercial sobre medidas.

Todos eran puro ritmo. Por tanto, si uno no los bailaba, no tenía ninguna otra forma de relacionarse con ellos.

Había un dominicano que no pertenecía a ese lote, ni a ningún otro, porque tocaba distinto. Sus merengues tenían un sonido apacible que le hacía guiños a la lambada brasileña y al konpa direk haitiano. En su música los tambores no eran estridencia sino caricia. Si en sus conciertos uno decidía salir al centro de la pista, podía hacerlo sin correndillas y, por tanto, sin dañar la comunión romántica. Si prefería mantenerse sentado para apreciar su música, también ganaba, porque el tipo ofrecía unos sonidos que eran una golosina para el oído.

Este merenguero se apartaba de la idea del furor melódico como propuesta casi única.

Tenía unas letras facilonas con las que nunca entrábamos en conflicto, pues la melodía que las envolvía era seductora. Fernando Echavarría –el fundador de La Familia André– fue un adelantado que empezó a hacer fusiones en una época en que no había globalización. Puso a dialogar sones lejanos entre sí, instrumentos musicales que jamás se habían visto las caras. Hizo que el violín se tuteara con la conga sin que eso resultara forzado, hizo que en los páramos de América se sintiera el calor de la costa africana.

Por eso en todas partes se le sentía como propio. Ha muerto un grande de República Dominicana. Ha muerto un grande de nosotros.

Alberto Salcedo Ramos 

Envíenos su comentario

Política de comentarios

Usted es el único responsable del comentario que realice en esta página. No se permitirán comentarios que contengan ofensas, insultos, ataques a terceros, lenguaje inapropiado o con contenido discriminatorio. Tampoco se permitirán comentarios que no estén relacionados con el tema del artículo. La intención de Prodavinci es promover el diálogo constructivo.