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‘El Alce’, de Elizabeth Bishop; por Igor Barreto // #PoetasEnProdavinci

El Alce, de Elizabeth Bishop; por Igor Barreto PoetasEnProdavinci 6401

Elizabeth Bishop fue gran amiga de Robert Lowell, aunque no podríamos caracterizarla como una poeta confesional al estilo de Sylvia Plath. También mantuvo una cercana admiración por Marianne Moore, sin alcanzar esa objetividad en las descripciones que poseen los que regresan del estudio de la biología, como la poeta del sombrero de tricornio. Las descripciones de Bishop están más próximas a la pintura paisajista romántica. Tampoco militó en el radical ejercicio imaginativo propio de Walace Stevens; ni en la austeridad de Robert Frost. Sin embargo, todas estas marcas estilísticas (y seguramente otras) se dan cita en su libros, y en este poema en particular uno sería capaz de separar momentos descriptivos, giros de lenguaje, circunstancias dramáticas, y un acento final de carácter epifánico, que podrían constituir enlaces con los autores citados y sus respectivas poéticas.

En la obra de Bishop hay algo de celebración del viaje y los enigmas ocultos en ese desplazamiento hacia lo grandioso y lo minúsculo. La mención de lugares y maravillas como los bosques de Nueva Escocia en El Alce, o el Iceberg imaginario de su primer libro, Norte & Sur de 1946.

Valiéndome de Google Earth, busqué la carretera nocturna por donde pasó el autobús que transita este poema; además de cada pueblo mencionado con sus casas de madera y su altillo, y unas ventanas dobles para encerrar el calor en tiempos invernales o contemplar las rosas que incrusta el hielo en pulidas y vidriosas superficies. Me preguntaba, a vuelo de halcón, si habrían lobos y osos pardos en los interminables bosques de pinos y abedules que bordean aquel sendero de asfalto, además de Alces: que deben ser sombras muy pesadas. Un Alce es un cuadrúpedo monumental, porque de otra manera sólo lograríamos ver en invierno su cornamenta sobresaliendo graciosamente de la nieve profunda.

El poeta Joan Margarit en un estudio que precede la obra de Elizabeth Bishop preparada por la editorial Igitur, con la traducción del mismo Margarit y D. Sam Abrams; en ese estudio suyo Margarit hace una afirmación por demás sugestiva, y dice que Bishop alcanza a superar la soledad, el sentimiento de marginación, a través de la Geografía, para ella más relevante que la Historia. Y agrega posteriormente: Bishop busca el orden que hay detrás del aparente desorden, y no es extraño que consiga sus mejores poemas a través de una exactitud y una armonía que debe más a la obra de Darwin que a la de poeta alguno. Dicho interés por lo geográfico ciertamente atraviesa su obra, incluso dando nombre a su último libro: Geografía III de 1976.

Parafraseado a Sartre diré que nuestras vidas pasan (¿viajan?) por los mismos sitios pero a diferentes grados de integración y complejidad. Es una afirmación que toma cuerpo en el desarrollo de las escasas cinco publicaciones de Elizabeth Bishop. Libros por momentos breves, pero cada vez más intensos.

La aparición del alce al final de este poema es un verdadero clímax, un punto culminante, un “acmé” como dirían los griegos. Hay algo de temor reverencial en todos los pasajeros del autobús cuando se acercan a contemplar al hermoso animal: ¡Es una hembra!. También la atmosfera se va impregnando de piedad y humanidad. Se trata de un momento que rebasa la simple constatación de lo real y se adentra en eso que no es capaz de contener la inteligencia: lo epifánico. Sobreviene la contemplación atenta y hay palabras cargadas de silencio escrutador. Una emoción que provoca una simpatía verdadera. Revienen, ahora, estas frases de Raimon Panikkar: Para que el silencio sea una respuesta,/tiene que haber antes la cuestión silente.

El Alce

Para Grace Bulmer Bowers

Desde estrechas provincias
de pan, pescado y té,
hogar de prolongadas mareas,
donde el mar abandona la bahía
dos veces cada día y se lleva
en sus largos paseos los arenques,

donde, si el río
entra o se retrae
en un ocre muro de espuma,
es según si encuentra
que la bahía viene,
o bien que la bahía no está en casa;

donde, rojo de limo,
a veces se pone el sol
frente a un mar rojo
y a veces resalta como venas en los llanos
de lavanda el fértil limo
en encendidos riachuelos.

Por rojos caminos de grava,
bajas hileras de arces,
pasan granjas de madera,
y cuidadas iglesias de madera,
blanqueadas, listadas como conchas;
pasan plateados abedules dobles,

A través del final de la tarde,
un autobús viaja hacia el oeste,
relampagueando rosa el parabrisas,
con destellos rosáceos el metal,
ardiente el abollado flanco
de golpeado esmalte azul.

Va hondonadas abajo, cuesta arriba,
y espera con paciencia
mientras un viajero solitario
besa y abraza
a siete parientes
y un perro pastor lo supervisa.

Adiós a los olmos,
a la granja y al perro.
El autobús arranca.
La luz crece más intensa,
la niebla, cambiante, salada, tenue,
se va cerrando.

Sus cristales redondos y fríos
se forman, se deslizan y se depositan
en las blancas plumas de las gallinas,
en las grises coles barnizadas,
en las dobles rosas centifolias
y en los altramuces como apóstoles.

Los guisantes silvestres se han adherido
con su hilo blanco y húmedo
a las blanqueadas cercas;
los abejorros se deslizan
dentro del cáliz de las dedaleras,
y comienza el crepúsculo.

Una parada en Bass River.
Y después, las Economies,
Lower, Middle, Upper.
Five Islands, Five Houses,
donde una mujer sacude un mantel
después de la cena.

Un parpadeo pálido. Ha desaparecido.
El pantano de Tantramar
y el olor de la hierba salobre.
Tiembla un puente de hierro,
y una tabla suelta repiquetea
pero no cede.

A la izquierda, una luz roja
nada a través de la sombra:
la linterna de puerto de algún barco.
Aparecen dos botas de agua,
iluminadas, solemnes.
Un perro da un ladrido.

Una mujer sube
con dos bolsas del mercado,
pecosa y enérgica, de edad.
“Una gran noche. Sí señor,
todo el trayecto a Boston.”
Nos observa con cordialidad.

A la luz de la luna entramos
en los bosques de News Brunswick,
peludos, ásperos, arañados,
la luz de la luna y la neblina
se prenden en ellos como la lana de cordero
en los arbustos de los pastos.

Los viajeros están recostados de espaldas.
Ronquidos. Algún largo suspiro.
Una divagación somnolienta
comienza en la noche,
una amable y audible,
lenta alucinación…

Entre ruidos, crujidos,
una vieja conversación.
-No nos concierne,
pero es reconocible en algún lado,
en la parte de atrás del autobús:
voces de abuelos

ininterrumpidamente
hablando, en la Eternidad:
nombres que se mencionan,
cuestiones aclaradas finalmente,
lo que él dijo, lo que ella dijo,
quién tenía pensión;

Muertes, muertes y enfermedades;
el año en el que él volvió a casarse;
el año en que ocurrió (alguna cosa).
Ella murió al dar a luz.
Aquel era el hijo perdido
cuando se hundió la goleta.

Él se dio a la bebida. Sí,
ella se dio a la mala vida.
Fue cuando Amos comenzó a rezar
hasta el almacén y
finalmente la familia
tuvo que recluirlo.

“Sí…” esa peculiar afirmación. “Sí…”.
Una aguda, retenida respiración,
medio gemido, medio aceptación,
que significa “Así es la vida.
Lo sabemos (y también la muerte)”.

Hablaban como hablaban
en su antigua cama de plumas,
tranquilamente, más y más,
con una débil luz en el pasillo
mientras la perra, abajo en la cocina,
se liaba en su mantita.

Ahora, todo ahora está en orden,
incluso para caer adormecidos
como en todas aquellas otras noches.
-De pronto el conductor
hace parar de golpe el autocar
y apaga los faros.

Un alce ha salido
del bosque impenetrable
y se planta ahí, amenazador,
en medio de la carretera.
Se acerca: olfatea
el caliente capo del autocar.

Imponente, sin cuernos,
alto como una iglesia,
hogareño, tal como es una casa
(o seguro como las casas).
Una voz de hombre afirma:
“Sin intención alguna de hacer daño…”.

Algunos pasajeros
exclaman en voz baja,
pueriles, con dulzura:
“Son grandes criaturas, ciertamente”.
“Terriblemente simple”.
“¡Y mira! ¡Es una hembra!”.

Tomándose su tiempo,
ella observa el autobús de punta a punta,
magnífica, como de otro mundo.
¿Por qué, por qué sentimos
(y todos la sentimos) esta dulce
sensación de alegría?

“Curiosas criaturas”
dice nuestro tranquilo conductor,
arrastrando su r’s.
“Fíjense en esto”.
Después, pone la marcha.
Por un momento, todavía,

mirando atrás
se puede ver el alce
a la luz de la luna en el asfalto;
y después hay un débil
olor a alce, un acre
olor a gasolina.

*Traducción: D. Sam Abrams y Joan Margarit