Artes

Mapa del infierno; por Antonio ortuño

Por Antonio Ortuño | 31 de octubre, 2015
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Uno de los problemas eternos que enfrenta en nuestro medio todo escritor joven (y muchos que ya no lo son pero les llegó tarde la vocación o se les extendió la travesía por el desierto) es encontrar quien lo lea. Suena a obviedad y lo es: un escritor sin lectores se amarga y languidece, a menos que padezca un caso severo de neurosis y le aterre que lo volteen a ver (de mi experiencia particular, sin embargo, concluyo que eso no sucede jamás, al menos entre aquellos que deambulan por los talleres, las escuelas, los cafés y las oficinas editoriales). Solamente que encontrar un editor es, casi siempre, una prueba de dificultad extrema. Una prueba hermana de esas piruetas que los jueces de las pruebas de clavados o gimnasia premian con puntos extra (pero que califican también con mayor severidad) por su complejidad técnica.

Los sellos más poderosos, es decir, los que pertenecen a grupos trasnacionales, suelen seguir una política de pocos riesgos. Es decir, sus scouts suelen esperar a que un autor se destaque durante algún tiempo. O sea, esperan que otros lo premien, bequen y vitoreen un poco antes de asomarse a sus obras. Y sólo en el caso de que consideren que, además de su incipiente prestigio, puede atraerles ventas y atención, le tiran un anzuelo. Rara vez lo hacen antes de ese punto, salvo por esos casos excepcionales en que, por simpatía o fe inaudita, un editor dispara a ciegas y le apuesta a un absoluto novato.

Luego vienen los sellos independientes (algunos de los cuales han crecido tanto en el imaginario público que se les termina por confundir con los anteriores, pero que no tienen desde luego los mismos alcances financieros), que en ocasiones arriesgan más pero que tampoco pueden ofrecer demasiados espacios en su catálogo. Eligen, pues, solamente lo que les llena el ojo porque es su propio dinero (o el que consigan de fondos oficiales de coedición, que tampoco es que sean fortunas) el que se juegan.

No podemos omitir de este recuento a los sellos públicos, aunque esos son harina de otro costal. Con excepción del egregio FCE y de las colecciones directamente divulgadas por el Conaculta, publicar en una editorial del Estado (como las que “florecen” en ayuntamientos, secretarías de cultura y ciertas universidades) es condenarse a pasar de noche, a ser el repartidor de los propios libros y a no ver el producto impreso de tantos desvelos expuesto en ninguna parte. Y tampoco es que resulte sencillo ser “elegido”. Vaya: es casi igual de arduo pero lo más probable es que no valga la pena conseguirlo.

¿Qué queda? ¿Las editoriales pequeñísimas, que suelen ser generosas pero a la vez indigentes, y con gravísimos problemas de distribución? ¿La autoedición a través de plataformas digitales a las que pocos se asoman (los casos de éxito se cuentan con los dedos de una mano)? ¿El mercado de editores que cobran por sacar los libros pero no son sino imprenteros disfrazadas incapaces de hacerlos circular? Es, reconozcámoslo, descorazonador.

Antonio Ortuño Narrador y periodista mexicano. Entre sus obras más resaltantes están "El buscador de cabezas (2006) y "Recursos Humanos" (finalista Premio Herralde de Novela, 2007). Es colaborador frecuente de la publicación Letras Libres y del diario El Informador. Puedes seguirlo en Twitter en @AntonioOrtugno

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