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Versos perversos; por Alberto Salcedo Ramos

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Voltaire escribió en el siglo XVIII que cualquier cosa que sea demasiado estúpida para ser dicha, puede ser cantada. Voltaire, recordemos, compartió época con músicos grandes como Bach y Vivaldi. ¿Qué tal si le hubiera tocado, como a nosotros, aguantarse a Pipe Peláez y a Tito Rojas?

Las canciones malas siempre me han procurado una especie de placer retorcido. Las oigo con interés genuino y llevo un registro minucioso de sus frases disparatadas. Woody Allen se imaginó el infierno como un lugar repleto de malos músicos. Es posible que tenga razón, pero yo no arrojaría a esos malos músicos a la paila de Satanás, sino que más bien armaría con ellos una banda sonora divertidísima.

Empezaría, cómo no, con Ricardo Arjona: “y es tanta mi fe que aunque no tengo jardín ya compré una podadora”. Luego seguiría con un verso del acordeonero Juancho Polo Valencia que siempre me ha parecido un absurdo delicioso: “¡con tanta democracia con que yo te enamoraba!”.

¿Y qué tal Galy Galiano, quien en vez de decirle a su ex amada que todavía la recuerda le dice que conserva “viviente su recuerdo en el cofre encefálico”?

En el Museo Universal del Disparate hay de todo. Dejo atrás a Galy Galiano y ahí mismo me topo con Charlie Zaa, justo cuando el tipo está cantando un despropósito monumental: “en el azabache de tu blonda cabellera”. Más allá está Cristian Castro mostrándole al mundo que, al igual que Zaa, tiene problemas serios con los colores: “y es que este amor es azul como el mar azul”. ¿Acaso podría ser azul como el Mar Rojo? Me escapo saltando por la ventana y ¡zas!, me encuentro de frente con Fonseca, quien entona uno de los versos más patéticos de la historia: “eres el negativo de la foto de mi alma”.

A continuación me espera Rey Ruiz con una frase absurda en la que queda claro que no sabe ni escribir ni sacar cuentas: “fue mi media mitad”. ¿Su “media mitad” quiere decir algo así como el veinticinco por ciento? Tanto Bécquer como Pitágoras deben estar revolcándose en sus tumbas.

Se nos perdió la poesía de antaño, definitivamente. La de Agustín Lara y Rafael Hernández, la de José Barros y Enrique Santos Discépolo, la de José Alfredo Jiménez y Alfredo Zitarrosa. Por rebajar el nivel de las letras para ponerlas al alcance de todo el mundo, las casas disqueras convirtieron la música popular en un carnaval de melodías insulsas, estribillos estúpidos y percusión alocada.

Eso desesperaría al ya citado Voltaire, pero a mí, insisto, me divierte.

Oigo a Chayanne cantando una cursilería enorme: “tu pirata soy yo y mi mar es tu corazón”. Entonces veo un disco de mi admirado Juan Luis Guerra. Seguro va a entonar algo hermoso y de ese modo se acabará el placer que estoy sintiendo en este Museo Universal del Disparate. Pero no: también Guerra anda hoy cantando tonterías: “vives en el óleo de mis días y hasta en el sudoku de mi sinfonía”.

Amén. Amén.

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Este texto forma parte del libro Botellas de náufrago (Luna Libros), que Alberto Salcedo acaba de lanzar y que reúne varios de sus trabajos periodísticos breves, en los que se incluyen reflexiones sobre la cultura popular, perfiles y crónicas cortas que ha publicado en distintos medios nacionales y del exterior.