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La cultura en el centro; por Jorge Volpi

La cultura en el centro; por Jorge Volpi 640

Vivimos en una era paradójica. El mundo nunca fue tan diminuto como ahora y, sin embargo, los cierres de fronteras y los prejuicios nacionales nos muestran la facilidad con que olvidamos los horrores del siglo XX. Las mercancías circulan con la mayor libertad de un confín a otro del planeta, pero quienes se ven obligados a abandonar sus países −sean sirios en Hungría o mexicanos en Estados Unidos− son considerados criminales y tratados como plagas. Caudales de información viajan en segundos mientras millones lidian con la pobreza extrema o temen por sus vidas ante la violencia de bandas delincuentes o del propio Estado. La democracia electoral se ha impuesto sobre un sinfín de dictaduras o regímenes autoritarios −como el nuestro−, pero el desencanto hacia todas las autoridades no hace sino aumentar en nuestra región.

En los últimos años, México ha padecido con singular fuerza estas turbulencias. Desde los años noventa nos integramos al nuevo concierto económico global, abriendo de lleno nuestros mercados pero sin impedir que nuestros connacionales sean perseguidos al norte del Río Bravo ni que miles de centro y sudamericanos sean vejados o asesinados en nuestro territorio. La transición democrática del 2000 nos concedió la alternancia y el rápido recuento de los votos, pero no alteró las reglas de un sistema que aún garantiza la inequidad y la impunidad. Y, por supuesto, la guerra contra el narco nos inundó con una violencia sólo propia de una guerra civil. Los crímenes de Iguala, ocurridos hace casi justo un año, son la consecuencia extrema de estas contradicciones.

Frente a los incontables retos que nos aguardan -recuperar la paz, atenuar la desigualdad, crear un sistema de justicia eficaz y confiable, vencer la corrupción- no hay soluciones ni remedios fáciles. Pero nadie debería dudar que los instrumentos más claros para conseguir estas metas se encuentran en la ciencia y la cultura. Un país que no garantiza su calidad y su expansión, a través de instituciones sólidas y confiables y de amplios presupuestos que no se hallen sometidos a los vaivenes económicos −en I+D, por ejemplo, estamos en último lugar entre los miembros de la OCDE− está condenado a un fracaso no sólo social, sino también moral.

Habrá quien argumente que el fin de la violencia −en particular de la que deriva del narcotráfico−, el aumento del crecimiento o la redistribución de la riqueza no derivan esencialmente de la ciencia y la cultura, como si estas disciplinas fuesen coto exclusivo de las grandes potencias o una veleidad concedida a los pocos que las cultivan, pero a lo largo de la historia se ha demostrado que estas dos áreas representan lo mejor del ser humano y pueden convertirse en la argamasa imprescindible para construir sociedades más igualitarias, más libres y más justas: las sociedades más informadas y más cultas estarán siempre mejor dispuestas para frenar la corrupción y los abusos de poder.

Frente a tantos problemas y amenazas, tenemos que reunir el valor de concebir un nuevo proyecto de sociedad, un proyecto de futuro. No una utopía perfecta, modelo suficientemente desacreditado tras la caída del comunismo, pero sí un “mundo mejor”, ese sueño del que pocos se atreven a hablar en nuestros días. Y ese mundo mejor pasa necesariamente por auspiciar una cultura -y con ello me refiero también a una cultura científica- abierta, rica, tolerante, que se halle en el centro de nuestras políticas públicas y de nuestros intereses como nación.

En un tiempo dominado por el entretenimiento y la diversión inmediata, así como por el poder seductor de las nuevas tecnologías, el énfasis en la cultura y en la ciencia ha de privilegiar el rigor y la vocación crítica. El Estado no sólo debe corregir las directrices del mercado, necesarias pero insuficientes, a través de políticas e instituciones transparentes y efectivas, sino sumar a todos los actores de la vida educativa, cultural y científica -creadores, mediadores, promotores y públicos- en una tarea común de reinvención social.

Desde la ciencia y la cultura hay que atreverse a imaginar nuevas estrategias, nuevos espacios, nuevas relaciones de convivencia y de poder. A la vez, debemos lograr que la ciencia y la cultura se conviertan en los pilares de la educación que impartimos a nuestros hijos desde la primaria hasta la universidad. Quizás no sea la única solución a nuestros incontables conflictos, pero muchos estamos convencidos de que será la más eficaz y duradera.

Este texto son las palabras pronunciadas por Jorge Volpi durante la inauguración del XLIII Festival Internacional Cervantino el 7 de octubre de 2015 en el Teatro Juárez de Guanajuato.