Artes

Mi primer día de trabajo con José Ignacio Cabrujas; por Ibsen Martínez

Por Ibsen Martínez | 22 de octubre, 2015
A Diego Cabrujas Palacios
I heard the news, today oh boy
About a lucky man who made the grade
And though the news were rather sad
Well I just had to laugh
I saw the photograph…
(Lennon & McCartney, A day in the life.)

 

Mi primer día de trabajo con José Ignacio Cabrujas; por Ibsen Martínez 640

Teodoro Petkoff, mi jefe por entonces, escuchó la noticia impasiblemente.

Era octubre de 1975 y yo había estacionado el escarabajo Volkswagen ’69 en el bordillo de la carretera para desaguar. Regresábamos a Caracas desde Valle de la Pascua donde habíamos estado de “gira  interna”. Petkoff buscaba la postulación presidencial por el Movimiento Al Socialismo, en pugna con José Vicente Rangel, el candidato independiente que hasta entonces había sido el abanderado. Rangel nos llevaba considerable ventaja.

Por aquel tiempo remoto, el MAS no había comenzado su vergonzosa deriva hacia los barrios bajos de la trapisonda politiquera y yo era un improbable apparatchik de 23 años, un activista profesional que ganaba al mes 1.500 bolívares de la época fungiendo como secretario, más bien de copiloto, de Petkoff, el diablo del volante.

Nos habíamos detenido a evaluar la gira: un verdadero desastre. Petkoff no logró, en aquella temporada, convencer a la mayoría de la militancia del partido que había fundado de la conveniencia de su candidatura por encima de la de José Vicente Rangel, futuro mandarín del chavismo.

Meamos, lado a lado, sobre la gravilla del borde de la carretera, mirando en silencio el sol de los venados cabrillear en el agua de la represa del Guárico.

Petkoff dijo: “¿Con Cabrujas? ¿Escribir telenovelas? ¡Eso es perfecto pa’ ti, Martínez!”

Yo había esperado, equivocadamente, la negativa de Petkoff a dejarme en libertad de buscar otro empleo más afín a mis inclinaciones y destrezas. Era algo que ansiaba desde hacía tiempo: no tenía ni tengo knack  para la vida partidista. Esperaba que dijera “No nos puedes dejar en este momento” o algo así. Pero no: Petkoff se alegró sinceramente cuando le dije que hasta allí llegaba mi carrera en la política. El ofrecimiento de Cabrujas me había sido hecho a través de Perla Vonasek, actriz del elenco de una de sus más celebradas piezas: Acto Cultural.

En aquel tiempo remoto, yo solía esperar a Perla a la salida de las funciones. Y fue allí, en la vieja casa de Las Palmas de La Florida, reconvertida en sala teatral, que comencé a coincidir con Cabrujas. El dramaturgo aguardaba la salida de las funciones, sentado en un banco de la entrada, fumando en cadena.

A decir verdad, también coincidíamos en la Radio Nacional −en tiempos en que ésta era un servicio púbico y no una emisora de propaganda partidista−, donde ambos producíamos sendos programas radiales.

Cabrujas escribía y hacía la locución de su Ópera dominical y yo un microdocumental de divulgación científica: La ciencia entre nosotros, por cuenta del desaparecido Conicit. Héctor Myerston leía mis textos sobre las prostaglandinas, la fisión nuclear en frío y las lunas de Júpiter. Fue allí, realmente, donde a la espera de nuestros respectivos turnos para entrar al estudio de grabaciones, Cabrujas y yo comenzamos a hacer conversación menuda. Recuerdo que, admirador él de Teodoro Petkoff, se interesó por mí al saberme cercano colaborador del político y por haber hallado interesante alguna reseña con mi firma en las páginas del Papel Literario de El Nacional.

Mi primer día de trabajo con José Ignacio fue el jueves 20 de octubre de 1975. ¿Cómo puedo estar seguro de la fecha? Sencillo: fue el día de mi vigésimo cuarto cumpleaños. Pero hay un motivo mejor para recordar aquella crucial semana de mi vida: la Serie Mundial de 1975, jugada entre los Rojos de Cincinatti y los Medias Rojas de Boston, acaso la serie mundial más excitante en toda la historia de las Grandes Ligas.

Hasta poco antes de aquel año, los fanáticos venezolanos debían conformarse con las noticias de las Grandes Ligas que traía la prensa escrita. Hablo del comienzo de las transmisiones del béisbol de la Gran Carpa en vivo y por señal satelital. El día que comencé a trabar trato íntimo con José Ignacio la Serie había entrado en receso, cuando los Rojos superaban tres juegos a dos a los Medias Rojas.

Gracias a tres días seguidos de lluvias torrenciales en Boston, sumados a los dos de la pausa reglamentaria para ir de Cincinnati a Boston, el mánager de los Medias Rojas contaría con el lujo de sus dos mejores abridores: Luis Tiant y Bill Lee, perfectamente descansados, para intentar liquidar la serie en Fenway  Park.

Yo soy fan de los Yankees y como siempre que hago cuando no ganan el banderín de su liga, en aquella serie me pasé a la Nacional: estaba por la Maquinaría Roja del Cinci, en la que jugaba nuestro David Concepción, guiada por  el irrepetible “Sparky” Anderson.

Cabrujas había dicho “en mi casa, tipo siete” de la mañana y yo me las arreglé para llegar tarde. Sólo unos diez minutos, como mucho, pero igual mi tardanza pareció darle mala espina. Pronto asimilé que cuando Cabrujas decía, por ejemplo, “tipo ocho” no quería decir “alrededor de las ocho” sino a las ocho. Aquella noche suspenderían el sexto juego de la serie, considerado por los doctos como el más memorable en toda la historia del pasatiempo. La serie  sólo se reanudó el lunes 21.

En aquel tiempo, Cabrujas vivía con quien luego sería su esposa, Eva Ivanyi Hack, en un acogedor apartamento dúplex, situado justo en frente de la placita de Las Mercedes, al lado del templo del mismo nombre −antiguo convento de los frailes mercedarios−, en Tienda Honda, a tiro de piedra del actual edificio del Ministerio de  Educación.

Yo no tenía clara idea de qué se esperaba de mí, más allá de hacer lo único que sé hacer: escribir. Ya había escrito un par de guiones de cine, incluyendo el del largometraje País Portátil, pero la idea de una telenovela de 150 horas era mentalmente inabordable para mí. En el suplemento dominical  que dirigía Tomás Eloy Martínez, donde eché los dientes como columnista, nunca había pasado de las 400 palabras por artículo. Al lado de Cabrujas, un purasangre que hacía televisión, radio, escribía y dirigía sus propias piezas de teatro y publicaba, además, una crónica semanal en el órgano de prensa del MAS, yo me sentía menos que un modesto caballo “cuarto de milla”.

Pero mi aprendizaje −ésta es la crónica de un aprendizaje− no iba a comenzar por recomendaciones acerca de la escritura. “Primera lección”, dijo su voz bronca, siempre zumbona, siempre cordial: “De cómo tratar con los ejecutivos”. Iríamos a Radio Caracas (RCTV, canal 2) a una reunión con los tipos que se ocupaban de la programación dramática. La reunión estaba pactada para las diez de la mañana, así que hicimos tiempo, de nuevo haciendo conversación menuda porque Cabrujas tenía el don del convertir el small talk en un nutritivo intercambio de pareceres.

No quiso que fuéramos en mi carro e hicimos todo el camino a pie. En el trayecto me impuso de que se proponía escribir una serie basada en Campeones, la novelle de Guillermo Meneses.

La Caracas de fines de los años setenta −que siguieron al boom del embargo petrolero árabe a los países occidentales− respiraba frescura solar y una prosperidad nunca antes vista. Andar a pie desde más allá de la esquina de Jesuitas, al norte, hasta la legendaria dirección de Bárcenas a Río, al sur, era un delicia doblada por el hecho de que toda mi vida había transcurrido en el centro de Caracas. Mirando hacia atrás, nada me parece más natural y caraqueño que amistarse con José Ignacio Cabrujas yendo sin prisas, atravesando la Plaza Bolívar, hasta el  sitio donde me esperaba, sin yo aún sospecharlo, “el auriga de mi estrella”: la televisión.

Una vez en el canal, fui presentado por Cabrujas a los gerentes y la reunión dio comienzo. Cabrujas abogó por una teleserie “urbana” y  para ello pedagogizó preventivamente a los ejecutivos acerca de quién había sido Guillermo Meneses. Les hizo ver las ventajas comparativas de Campeones por sobre una nueva adaptación de Gallegos (lo que quería el canal era, justamente, producir Cantaclaro por enésima vez), diciendo que en la novelas de Meneses nadie ensilla caballos ni hay que buscar locaciones en el llano.

Campeones se desarrolla mayormente en La Guaira, aunque ofrezca pasajes situados en Caracas, y tiene por protagonistas a una bella maestra de escuela (Doris Wells), un estibador del puerto que aspira a coronarse campeón nacional de boxeo en la categoría “welter” (Wiliam Moreno) y un joven, de igual extracción popular que la maestra y el estibador, que sueña con hacerse pítcher de béisbol profesional (Alberto Marín). El tercero (o cuarto, ya no recuerdo bien) en discordia (Miguel Ángel Landa) iba a ser una “intervención” de Cabrujas.

Los ejecutivos babearon ante una historia que, resumida oralmente por Cabrujas, les sonaba extraordinaria. ¡Un espacio dramático ideal para los segmentos C, D y E de la teleaudiencia! Béisbol, boxeo, romance… Rápidamente dieron su OK y Cabrujas quedó con ellos en hacerles llegar una sinopsis para fines del cálculo presupuestario. “Tipo lunes”. Antes de despedirnos, Cabrujas sugirió que alguien del canal se pusiese en contacto con los herederos de Guillermo Meneses para la cesión de derechos de autor.

− ¿Con quién hay que hablar? −preguntó un ejecutivo de cuyo nombre no quiero acordarme.

− Con Sofía Imber, supongo… −dijo Cabrujas− Es la viuda de Meneses.

− Esa vieja trabaja en Venevisión −repuso el amarguete descontento de siempre−. Por eso me gusta más Gallegos: ya tenemos los derechos y no tenemos que entendernos con Sofía Imber, que nos tiene jodidos en el horario matutino.

Igual Cabrujas se salió con la suya y dejamos RCTV con mi contrato firmado en el bolsillo.

Era casi mediodía y Cabrujas decidió regresar a casa en un taxi que tomamos en la Av. Baralt, justo frente al mercado de Quinta Crespo. No bien saltamos al taxi, Cabrujas me preguntó:

− Martínez, ¿usted ha leído Campeones?

Y usó conmigo por primera vez el “usted” de sus afectos.

− La verdad, no, maestro. De Meneses sólo he leído lo que ordena el bachillerato: “La mano  junto o al muro” y esas cosas.

− Yo tampoco he leído Campeones en mi vida. No me impresiona Meneses ni de lejos. Meneses sólo le gusta a gente como José Balza.

¡No había leído Campeones pero acababa de vendérselo a una panda de ejecutivos ignorantes! En aquel diálogo a borde de un taxi rumbo a Altagracia fijo yo el momento exacto en el que me hice alto pana de José Ignacio. Un ola de dicha inexpresable me inundó y supe que aquel iba a ser el mejor año mi vida. Considérese: ¡mi regalo de cumpleaños era un contrato por el equivalente a 3.000 dólares al mes en moneda nacional, iba a trabajar a las órdenes de un tipo que yo admiraba como Benito admira a Don Gato, estaba enamorado y aquella noche se jugaba el sexto juego de la Serie  Mundial!

− Su primera misión es conseguir dos ejemplares de Campeones y leerse el suyo, completo, esta noche. El lunes, tipo siete, en mi casa.

Nos separamos en la esquina de Salas y corrí hasta la Librería Washington, de Torre a Veroes, donde sabía que hallaría Campeones en la Colección El Dorado de Monteávila Editores. Compré dos ejemplares, corrí a llevarle el suyo a José Ignacio y lo encontré disponiéndose a preparar unos fusilli alla Matriciana y escuchando Pescadores de perlas, de Bizet. Había una botella de Cutty Sark y dos vasos cortos sobre el mesón de su pequeña pero muy funcional cocina.

− En la nevera hay hielo, Martínez. Sírvase un whisky.

Y me invitó a almorzar, regando los fusilli con un Frascati frío. Hablamos de Petkoff, de mujeres  y de béisbol.

Hice mis deberes de fin de semana y la mañana del lunes, “tipo siete”, estaba ya en casa de Cabrujas.

Para llegar a su estudio había que bajar por una escalera de caracol y atravesar una espesa nube de humo. Era madrugador Cabrujas. Y allí estaba, junto a su elegante Smith-Corona Electric azul −como soy un imitamonas, tan pronto pude me compré una igualita−, aguardándome con un cigarrillo en la mano y no sé cuántas tazas de café, ya consumidas.

La Colección El  Dorado de Montéavila se distinguía porque los ejemplares se descuadernaban a la menor manipulación. Sobre el escritorio, estaba su ejemplar de Campeones, destripado sobre la mesa. Con un teatral gesto, Cabrujas barrió el escritorio con el antebrazo y las mejores páginas de Meneses cayeron en la cesta de papeles.

− Es una mierda. Una auténtica mierda… −dijo, sin enojo.

Yo pensaba lo mismo.

− ¿Y qué piensa hacer, maestro?

− Usted y yo vamos a escribir una serie que se llama Campeones, basada libremente en la novela homónima de Guillermo Meneses, pero sin la ayuda del señor Guillermo Meneses. Nos quedaremos sólo con la suburbana idea general de una maestra, un boxeador, un pelotero y un camionero en La Guaira.

− ¡Pero se van a dar cuenta!

− ¿Quiénes se van a dar cuenta?

− José Balza, por ejemplo. Admira a Meneses. Lo pone de ejemplo a sus discípulos. Hay un montón de gente allá afuera que cree que Meneses es Juan Carlos Onetti.

− José Balza es el Robbe-Grillet del Delta del Orinoco. No ve televisión y no se enterará: está muy ocupado leyendo a Nathalie Sarraute.

− Sofía Imber… su  viuda.

− Sofía y yo somos amigos. Es inteligentísima. Trabaja en televisión. Ella entenderá.

Escribimos más de 80 episodios de Campeones, a cuatro manos, y ganamos el rating  de punta a punta. Trabajábamos en su casa, haciendo jornadas de cinco o seis horas, antes de un justiciero whisky como aperitivo: Cabrujas tecleaba en el estudio y yo en el balcón del piso alto del dúplex.

La tarde en que entregamos el último capítulo, Cabrujas me pidió volver a vernos al día siguiente.

− ¿Para qué? ¡Ya terminamos!

Me despidió con un inapelable “Mañana, tipo siete”.

Tuve que aplazar un día mi viaje a Mochima, donde pensaba tomarme un largo descanso. Al día siguiente, Cabrujas me pidió, con aire misterioso, que fuese al canal de televisión y trajese copia de todos los ochenta y pico capítulos.

En aquel tiempo de máquinas de escribir y mimeógrafos era discernible, a simple vista, cuál de los dos había escrito una escena cualquiera. Lo delataba el tipo de la máquina: yo tenía un pesada Olympia, mecánica; Cabrujas, como he dicho, una Smith Corona “de bolita”.

Cabrujas me ordenó entresacar de los ocho capítulos impresos las páginas lo que yo había escrito. Me tomó toda la mañana. Al mediodía, le mostré la tarea ya cumplida.

− ¿Cuántas páginas?, Martínez.

Eran más de novecientas. Casi dos resmas de papel Bond tamaño carta.

− Eso es el fruto de escribir todas las mañanas, cinco o seis horas, durante ciento veinte días. Aplique el cálculo  a su propia obra y ya me dirá hasta dónde llega como escritor.

La lección me entró por una oreja y me salió por la otra. Sólo volvió a mí muchos años después, una noche en que evocaba esos días, hacia 2008, en Bogotá. En menos de un año terminé mi novela El señor Marx no está en casa, dos piezas teatrales, una de ellas Petroleros Suicidas, y, valga todo lo que ello valiere, ataqué los acordes iniciales de Simpatía por King Kong.

¿Quién ganó el sexto juego de la serie mundial de 1975?

El partido prolongó sus vaivenes durante doce innings, empatados a seis carreras desde la octava entrada, hasta que Carlton Fisk salió del dugout a enfrentar a Pat Darcy, el octavo pítcher que llamaba Sparky Anderson aquella noche inolvidable.

Fisk largó un largo batazo que pegó en el poste de foul de “El Monstruo Verde”, la infranqueable pared del jardín izquierdo en Fenway  Park.

El video retiene desde entonces la imagen, ya mítica, de Carlton Fisk, trotando, entre indeciso e incrédulo, hacia la primera base, gesticulando ansiosamente, como queriendo, a la distancia, “empujar” la bola hacia terreno fair.

Los dioses del aire  y del jonrón concedieron a Fisk la gracia de dejar en el terreno a la Maquinaria Roja. Y a mí la de recordar hoy, a veinte años de la muerte de Cabrujas, aquel partido que vi, en vivo, via satélite, con un Cutty Sark en la mano, mientras hablaba de Petkoff, de mujeres y de béisbol con mi maestro.

Ibsen Martínez 

Comentarios (21)

Edgar Prieto
22 de octubre, 2015

Cómo expresar la emoción, conocí brevemente a Cabrujas cuando me asesoró para diseñar un teatro siendo yo estudiante de arquitectura. A Ibsen nunca le estrechado la mano pero lo he leído y leo todo lo de él que me llega. Me sentí en contexto. (tengo 72 años de edad y las ganas de crear, en lugar de mermar, están en pleno crecimiento.) Gracias Ibsen Agrazos.

Fernando Vega
22 de octubre, 2015

Solo un detalle que comentar: Guillermo Meneses muere en 1978, así que Sofía Imber, de la que ya estaba separado, no tenía ninguna injerencia en derechos de autor ni nada parecido.

Diógenes Decambrí.-
22 de octubre, 2015

Hay que corregir de inmediato este gazapo: “Radio Nacional −en tiempos en que ésta era un servicio púbico-“, pues los chavistas van a difundir que durante la cuarta la Radio Nacional se prestaba para cuestiones reñidas con la Moral y las Buenas costumbres, y ese absurdo lo sumarán a la montaña de fantasías que llevan 16 años difundiendo, como la necedad de que la gente pobre comía perrarina (que siempre ha sido más cara que la pasta y la harina de maíz), que hasta que llegó Chávez acá nadie sabía leer ni escribir, no había ni escuelas, vivíamos a la intemperie, y nuestra Independencia tuvo que esperar 170 años -luego de la muerte del antecesor menor de Chávez- para que brotara del inmarcesible “legado” del perifoneador de Sabaneta.

jose ramon viloria
22 de octubre, 2015

ibsen que extraordinario relato, que bueno recordar tus primeros pasos en televisión con cabrujas,recordando a petkoff y el insípido cuento de Meneses,apartando jvr.bien, te luciste martinez un dia de octubre como hoy 22.

Emilio González
22 de octubre, 2015

¡La ha sacado usted de home run!!!!. Hermoso texto… totalmente mágico la manera de convocar a personajes admirados, deporte favorito, una Caracas feliz, literatura y whisky. Saludos.

Ignacio Arias
23 de octubre, 2015

Que grato regalo… y haber esperado a Perla!

José Ignacio Vielma
23 de octubre, 2015

Qué maravilloso relato que se mezcla ademas con muchísimos recuerdos personales de mi infancia. Saludos.

Olinto Méndez
23 de octubre, 2015

Gracias Ibsen por tan emotivo relato.

José Alberto Medina Molero
23 de octubre, 2015

Espléndido tributo que elaboró Ibsen a ese personaje mítico que fue José Ignacio Cabrujas, genial, irreverente, melómano, culto, amigo de sus amigos, siempre bullendo en la llama de la creatividad. ¿Qué mejor telón de fondo para este homenaje a 20 años de la partida de Cabrujas que la legendaria Serie Mundial Rojos-Medias Rojas, aún afectados estos últimos por la “maldición del Bambino” ?

Para evocar, gráficamente, el momento del célebre jonrón de Carlton Fisk para dejar en el terreno al los de Cincinnati, veamos este breve vídeo. Asi, también en su vida creativa, dejó en el campo Cabrujas todos los obstáculos y trabas!

https://www.youtube.com/watch?v=agkJ5WFNL4k

Angel Palacios T.
23 de octubre, 2015

El 20 de octubre de 1975 no fue jueves sino lunes, dia más comprensible para comenzar una nueva chamba.

Eduardo Gómez
24 de octubre, 2015

Que maraviloso relato. ¡Gracias Martínez!

Diego Ramírez
24 de octubre, 2015

HERMOSO!!!

Es bueno saber cómo se recuerda a un magistral amigo.

Gerardo Alberto Santelíz Cordero
25 de octubre, 2015

Caramba, Ibsen, qué nostalgias tan juntas: la ausencia de José Ignacio en sí mismo, tanto como la de las buenas plumas en guiones o capítulos, la de él y la tuya. Espero que la tuya siga siendo temporal. Me pregunto: ¿volveremos a transitar momentos en los que en Venezuela sea un valor el intelecto, lo intelectual? Gracias por tan elocuente crónica. Gracias por recordarnos que, de la mano de la inteligencia y el respeto por el otro, podemos ser mejores. Gracias por retrotraernos a José Ignacio, así sea evocando su muerte. Un abrazo.

Per Kurowski
26 de octubre, 2015

Que belleza de recuerdo, de una Venezuela ya casi ida

AdelaM
26 de octubre, 2015

Es hermoso, y más todavía cuando nos hacen saber de primera mano que gente tan brillante, inteligente, creativa, sabia y famosa, también son personas… mean, se enamoran, les gusta el beisbol y nos asombran al confirmar que no les gusta Meneses!

Belkys H de Barrios
26 de octubre, 2015

Ibsen, me gustò tanto, que estoy releyéndolo con fruiciòn. Formidable! Ah! hoy lo bajè para compartirlo con mi esposo. Que los tiempos nuevos que se avecinan, nos permitan tenerlo de nuevo produciendo para la pantalla chica. Gracias!

José Palmar Lara
1 de noviembre, 2015

Es muy rara esa meada en tierra guariqueña, desde Vallle de la Pascua no se ve la represa del Guárico. Entiendo que fue un lapsus de este maestro caraqueño, que tantas cosas bien construidas intelectualmente, nos ha regalado.

Eduardo Scannone
29 de noviembre, 2015

Bravo. Y en este ultimo domingo antes del próximo agradezcote. Salud.

jesus dominguez
2 de diciembre, 2015

Interesante y fino relato.El edificio mencionado todavìa existe.La ausencia de Cabrujas,por igual.Lo vi una vez de cerca ,en el Ling-nam ,Bello Monte.Acompañado de Isabel…. vistiendo un vaquero totalmente deshilachado.

Lunes Rodriguez
31 de diciembre, 2015

Excelente crónica!!

Nahir Márquez
19 de julio, 2016

Lo que es saber contar…gracias por este viaje maravilloso hacia un capítulo luminoso de nuestro país y de nuestra gente.¡Que se repita!

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