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David Gilmour, o la noche cuando el rey le cantó a sus muertos; por Cristina Raffalli

David Gilmour, o la noche que el rey le cantó a sus muertos; por Cristina Raffalli 640

Concierto de David Gilmour en el Theatre Antique d’Orange

El tren se detiene en la estación de la pequeña ciudad de Orange, al sureste de Francia, a eso de las dos de la tarde. De los vagones baja más gente de la que suele apuntar a esa localidad como destino. Llevan poco equipaje, apenas unos mortales. Algunos visten camisetas negras con un prisma estampado en el centro y otros optaron por la franela blanca con un muro de ladrillos estampado. Son muchos idiomas, muchas edades.

Estamos en la ciudad natal del gran Michel Petrucciani, en los valles del Rhône, la ultra conservadora comunidad de Orange, que durante más de tres décadas ha votado mayoritariamente por la extrema derecha, recibe esa noche a unos diez mil visitantes, lo que equivale a un tercio de su población total.

Cuatro meses antes y en menos de veinte minutos se agotaron todas las localidades para el único concierto en Francia de David Gilmour, una leyenda viviente del rock, uno de los más singulares e influyentes guitarristas del género y para muchos el alma de Pink Floyd.

Gilmour está de gira porque el 18 de septiembre (al día siguiente del concierto en Francia) saldría al mercado Rattle that lock, su cuarto disco como solista, a nueve años de On an island (2006), un álbum intimista y erudito al que preceden About face, de 1984, y David Gilmour, de 1978.

El músico ha declarado que en ocasión de la gira de Rattle that lock instruyó a su mánager para que eligiera los teatros más hermosos de Europa. Nada de estadios ni salas improvisadas. Sus cuatrocientos millones de discos vendidos con Pink Floyd y sus cincuenta años de carrera autorizan ciertas apetencias.

Ha dicho que quiere que el público salga de cada concierto con la sensación de haber estado en un sitio extraordinario, por eso varios teatros de la Antigüedad conforman la agenda de la gira europea. Por eso la cita en Francia tiene lugar en uno de los edificios romanos mejor conservados del mundo: el Théâtre Antique, construido en las primeras décadas de la era cristiana. Durante casi tres horas, sus piedras de dos mil años de quietud y sus muros de 40 metros de alto abrazarán el gesto musical de un artista que, quizás como ningún otro, ha revelado la guitarra eléctrica como instrumento espacial creando, con sus precisos e inconfundibles bendings y la gracia de su sustain, un mundo sonoro devotamente habitado por varias generaciones.

Son los últimos días del verano y a las ocho de la noche algunos rayos de sol aún cruzan los arcos hasta dormirse sobre las gradas. La tarima exhibe, como único elemento escenográfico, la gigantesca pantalla circular y rodeada de luces característica de Pink Floyd. A las 8:33, ya a oscuras, los reflectores se apagan indicando que el concierto va a comenzar. Entre sombras, el público descubre las siluetas de los músicos que van llegando en fila india a ubicarse en su sitio y tomar sus instrumentos. La última silueta en penumbra se instala en el centro de la escena, frente al micrófono. Una luz cenital lo estrecha. Ahí está Gilmour con su Gibson Les Paul de 1956, a punto de iniciar el espectáculo con “5 A.M.”,  la pieza instrumental que da inicio a su más reciente álbum.

Rattle that lock relata, a través de sus diez  canciones, los ánimos que se hacen presentes en los diversos momentos que constituyen un día típico de la vida de su autor, desde el amanecer en su granja de la campiña inglesa donde despierta con el canto de los pájaros, pasando por los ratos en que dialoga con sus hijos; trabaja en compañía de su letrista y esposa, la novelista Polly Samson; se interroga sobre la política internacional; efectúa las tareas banales de la cotidianidad; ríe o se conmueve; piensa en sus muertos.

Ha repetido que no sostiene barreras entre su vida y la música. También que acepta toda la música que viene hacia él. Fue así como meses atrás, cuando iba a visitar a unos amigos en el sur de Francia, mientras se encontraba en la estación ferroviaria de Aix-en-Provence, una melodía de cuatro notas captó su atención. Este jingle, parte de la identidad sonora de la operadora nacional de trenes, la SNCF (Societé Nationale des Chemins de Fer), lo cautivó de inmediato y, luego de grabarlo en su teléfono, consideró trabajarlo como leitmotiv para los teclados de la pieza que da nombre al disco.

La frase de cuatro notas (do, sol, la bemol, mi bemol) que precede a cada anuncio de salidas, llegadas o cambios de horario de los trenes en toda Francia, fue creada por Michel Boumendil, quien es probablemente el músico francés más escuchado del mundo y al mismo tiempo el menos conocido. Boumendil es el fundador y director de Sixième son, una exitosa agencia francesa de diseño musical. La firma tiene una cartera de clientes que incluye instituciones nacionales como los Aeropuertos de París, la RATP (red de metro y buses de la capital francesa), la EDF (Electricidad de Francia), Michelin, Peugeot o eventos de la magnitud del Roland Garros y el Tour de France. A nivel internacional, cientos de marcas (entre ellas Samsung) llevan una identidad sonora que ha sido elaborada por esta empresa.

Entrevistado en la emisora de radio RTL, Boumendil cuenta cómo Gilmour lo abordó y solicitó el derecho a usar sus sonidos: “Cuando recibí el mensaje de que me había llamado David Gilmour, pensé que se trataba de otra persona con el mismo nombre, pero al final decía que el señor Gilmour precisaba ser el ex cantante y guitarrista de Pink Floyd (…) Nos reunimos y él me explicó qué quería hacer y cómo pensaba incorporar esas notas a su pieza, todo lo cual me pareció magnífico. Estoy contento de haber contribuido modestamente, y de hecho no me hubiese gustado contribuir más. Yo tengo muy clara la diferencia entre un artista y un artesano. Y lo que yo soy es un artesano, el artista es él (…) Cuando comuniqué a la SNCF la solicitud del señor Gilmour, la reacción de sus representantes fue muy positiva. Cuando aprobaron ese jingle hace unos años, lo hicieron con bastante temor porque les parecía osado. En el momento en que les conté lo sucedido, celebraron una conclusión: la audacia siempre paga bien”.

Sin embargo, luego de grabar este tema y ya cerca de la fecha francesa de su gira, a Gilmour le preocupó la posibilidad de que este sonido fuera rechazado por el público que tan familiarizado estaba con esas cuatro notas. Quizás por esta inquietud, realizó para la ejecución en vivo un arreglo en el cual el jingle de la SNCF se escuchó, apenas, como una anécdota.

Luego de esta segunda pieza, el músico, que ofrece pocas palabras en escena, da las buenas noches al público y comenta, casi como una disculpa, que la banda hará algunos temas del más reciente disco y que luego pasará a piezas “que ustedes quizás conozcan bien”. Seguidamente interpreta la melancólica “Faces of stone” dedicada a su madre, quien pasó los últimos años de su vida afectada por la demencia senil.

El público ha recibido con entusiasmo las tres piezas interpretadas hasta ahora, temas inéditos pero al amparo de un discurso sonoro que los precede. Es el sonido de Gilmour, un mundo familiar, una casa amplia, vieja y propia. A sus 69 años, su voz intacta transmite la misma intimidad serena de los años sesenta y setenta. Tiene poco de rockstar en su porte. Hay en él una reserva, un cierto recogimiento. Como si la totalidad de su deseo expresivo hubiese migrado a las falanges de sus manos. En un gesto discreto toma su Fender Stratocaster negra, la misma que utilizó en el concierto de Pink Floyd en Pompeya en 1972. Se tercia la correa que perteneció a Jimmy Hendrix. El público sabe lo que viene.

Las primeras piezas Pink Floyd de la noche, “Money”, “Wish you were here”, “High hopes” y “Us and them”, en una inolvidable interpretación generosa en improvisaciones y reinvenciones, se alternan sólo con un tema del disco On an island (“The blue”) y otro del nuevo álbum, In any tongue.  No quiere que le hablen de su vieja agrupación. Dice que es pasado, que hay que olvidarlo. Sin embargo, de las 21 piezas interpretadas esa noche, 11 forman parte del repertorio Pink Floyd.

Luego de un intermedio de 20 minutos, retoma el show con una vieja pieza escrita por Syd Barret, “Astronomy domine”, seguida de “Shine on your crazy diamond”, “Fat old sun” y el tema “On an island” del disco homónimo. En esta segunda parte presenta a la agrupación que lo acompaña, una banda de siete músicos entre los cuales se encuentra Phil Manzanera (guitarrista de Roxy music, coproductor de los dos últimos discos de Gilmour) a quien se refiere como “un músico que no necesita presentación porque es una leyenda de la guitarra”. En el saxofón está el veteranísimo Theo Travis, en cuya carrera musical figuran discos con Robert Fripp y más recientemente con Steven Wilson, entre muchos otros; en el bajo está Guy Pratt, quien además de ser el bajista de Pink Floyd en la ausencia de Roger Waters, ha acompañado a músicos como David Bowie, Bryan Ferry o The Smiths. En los teclados está Jon Carin, presente tanto en la alineación Pink Floyd como en las respectivas bandas de Gilmour y de Waters. Steve DiStanislao en la batería, continuando varios años de colaboración con Gilmour. Los vocalistas Louise Marshall y Bryan Chambers sustituyen en la gira las voces que en el álbum llevan los créditos de otras dos leyendas del rock: David Crosby y Graham Nash.

El show prosigue con una pieza inédita, una rareza en el repertorio de Gilmour: se trata de “The girl in the yellow dress”, un jazz puro y duro que resulta difícil de creer cuando lo canta esa voz que es casi sinónimo del rock. De este tema, que a juzgar por la tibia temperatura de los aplausos no ha emocionado, pasa a otro nuevo, “Today”, mucho más convincente y de un cierto aire funk.

En adelante, la discografía de Gilmour cede el show a la de la mítica banda de rock progresivo, para interpretar “Sorrow” y “Run like hell”, con la cual se despide. El encore será con “Time” y “Confortably numb”.

Diez mil personas se dispersan caminando hacia los pequeños hoteles de Orange, hacia los campings de los alrededores, hacia Avignon, Marsella y otras ciudades cercanas a las cuales regresan abuelos con sus nietos, padres con sus padres, madres con sus hijos, tíos y sobrinos, grupos de amigos. Algunos deambulan tarareando y mientras miran el lado claro de la luna recuerdan los días en que reunirse a oír música era un goce colectivo.

David Gilmour también va de regreso. La carretera que él recorre lo llevará al pequeño castillo donde se hospeda junto a los suyos. Ha dado todo esta noche. Ha cantado las piezas escritas para Syd Barret, para su madre y para otro ausente, Richard Wright. Su guitarra viajó a través de medio siglo y ensanchó el espacio a su medida, hasta hacer de su sonido un ámbito pleno.