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Burocracia vs. poesía; por Piedad Bonnett

Burocracia vs. poesía; por Piedad Bonnett 640

Vivir (1952) de Akira Kurosawa

Que la “burocracia es un mecanismo gigante operado por pigmeos” es una frase que se le atribuye a Balzac y que no puede ser más cierta.

Un burócrata es un experto en minucias, un policía camuflado, un personajillo que sólo sigue los pasos del que va adelante, y lo peor, una víctima de un sistema que casi nunca entiende, que lo oprime, pero del que no quiere o no puede escapar. Ese sistema se apoya en dos nociones básicas, jerarquía y orden, que, como ya mostró Kafka en varios de sus textos, son los pilares alrededor de los cuales la banda mecánica de la burocracia gira eternamente, ciega y sin sentido.

Sobre los exabruptos estúpidos de la burocracia abundan los ejemplos absurdos e increíbles. Hace un tiempo me enteré, por ejemplo, de que al morir una persona los deudos se vieron obligados a realizar una sustitución patronal, por lo cual acudieron a la instancia pertinente, que les informó que necesitaban la firma del patrón anterior. Respondieron que el patrón anterior acababa de morir como lo demostraba el certificado de defunción. Pero un certificado de defunción no era algo que estuviera previsto en ninguna parte: se les informó que sin la firma del difunto no podía haber sustitución patronal. El mecanismo ciego estaba en acción, lo humano no cabía en él.

El papeleo es uno de los mecanismos de la burocracia. Cualquier colombiano lo sabe y lo sigue padeciendo a pesar de la ley anti-trámites. Las universidades públicas requieren, por ejemplo, para pagar tristes 500 mil pesos de una conferencia (y a veces menos), que se llene un anticuado formato de hoja de vida que exige, entre otros, que el conferencista registre mes y año de todos los grados obtenidos desde que terminó la secundaria, y el tiempo de experiencia laboral en cada uno de sus trabajos “en número de años y meses”, y luego firme “bajo la gravedad del juramento”. Muy fácil. ¿O no recuerda usted, ahora que tiene 60, en qué mes renunció a su primer trabajo, por allá cuando tenía 20? Para poderle pagar, además, requieren fotocopias que acrediten que tiene títulos universitarios. No sé qué habrían hecho con García Márquez, por ejemplo, que ni siquiera se graduó en la universidad.

En esa misma estolidez incurrió esta semana la burocracia del Instituto Distrital de las Artes al descalificar a la joven poeta que ganó el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá —otorgado por un jurado competente y que no fue consultado a la hora de la decisión— aduciendo que la concursante no firmó el formulario de inscripción “incumpliendo con lo señalado en la cartilla numeral 9”. Se castiga así, de esa manera cruel, una ligereza sin peso ninguno al lado de lo que significaría dar a conocer una obra talentosa, de una persona joven y aún desconocida. Se entiende que hay que ser estrictos en cuestiones de fondo, pero a cualquiera se le ocurren salidas a semejante error formal. ¿No se le podía pedir a la persona que firmara el tal formulario? Es más: si a la hora de la inscripción vieron que no estaba firmado, ¿por qué la dejaron concursar para luego echarle este balde de agua fría encima? Pero de flexibilidad o compasión no entiende nada la burocracia.