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Iguala, México; por Jorge Volpi

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Fosa a las afueras de Iguala en la que se consiguieron 28 cuerpos quemados / Fotografía de Adriana Zehbrauskas para The New York Times

Si los asesinatos y las desapariciones forzadas cometidos en Iguala hace un año se han convertido en una marca infamante es porque no representan una anomalía o una excepción, sino una metáfora o un resumen de nuestro México. Del México que hemos construido en los últimos quince años. Del México violento, injusto e inequitativo que habremos de heredar a las generaciones futuras. No nos redime citar los incontables vicios del régimen autoritario previo a la alternancia. En el 2000, tuvimos la oportunidad de suprimirlos o enmendarlos, pero nos conformamos con un cambio cosmético: la redistribución del poder y la riqueza entre los nuevos partidos y las nuevas élites -sin tomar en cuenta al resto del país-, y la coartada de que el mero recuento de los votos basta para asentar una democracia.

Los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala nos recuerdan, en primer término, que no sólo hay dos Méxicos -la delgada capa de la aristocracia y la mitad de la población en la pobreza-, sino un México siempre más abajo, sumido en el natural resentimiento ante la falta de oportunidades. Un México que nunca redimimos ni consideramos nuestro igual: el de esas familias campesinas condenadas a sufrir la explotación o la manipulación de caciques sucesivos y el acoso de la policía o las fuerzas armadas. El México de esos jóvenes normalistas de Ayotzinapa que, como los indígenas en 1994, nos recuerdan en qué medida la discriminación y la desigualdad continúan asentadas entre nosotros.

Los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala encarnan, asimismo, el desastre de nuestra fallida guerra contra el narco. Pocas políticas públicas han causado tanto daño a una nación, no sólo por establecer una burda frontera entre dos campos contrarios, nosotros y ellos, los buenos y los malos, sino por plegarnos a la estrategia de un comandante que ni siquiera se encuentra en nuestro territorio -Estados Unidos, con su perversa prohibición de las drogas-, cuyo único resultado ha sido esta violencia sorda con un número de víctimas propio de una guerra civil. Nuestro estado de excepción permanente impulsó el fin de cualquier orden institucional: enviar al ejército a luchar contra el narco significó involucrarlo en incontables abusos y violaciones de derechos humanos.

Asimismo, los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala muestran la hondura de una corrupción que todo lo carcome y todo lo devora. La de unos partidos políticos dispuestos a ganar -y a enriquecerse- a toda costa, incluyendo a una izquierda que se vendió a un gobernador proveniente del PRI más rancio y, en Iguala, a una familia de criminales. Una corrupción que, sumada a las cantidades millonarias del tráfico de drogas, permitió que los cuerpos policíacos de dos municipios, Iguala y Cocula, se pusiesen al servicio de los criminales. En pocas palabras: allí, el narco y las instituciones se convirtieron en lo mismo. En Iguala y Cocula, como en muchas otras partes, se creó un auténtico narcoestado en miniatura.

Y, por supuesto, los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala, o más bien las investigaciones de los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala, exhiben la inexistencia de un aparato de justicia confiable y eficaz. El cúmulo de fallas y contradicciones, sumadas a la tortura sistemática que caracteriza a nuestro sistema indagatorio, hace casi imposible acercarse a la verdad. Pese a las detenciones, los testimonios y las reconstrucciones de expertos y peritos, quedan infinitas dudas sobre lo ocurrido esa noche -y nada sabemos, en realidad, sobre las razones de la barbarie-, pero lo que se ha confirmado basta: la policía asesinó y desapareció a un amplio grupo de ciudadanos desarmados ante la complicidad o la indiferencia de las autoridades que debían protegerlos.

Lo peor, sin embargo, es que los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala no muestran un sistema corrupto y torpe, sino uno que funciona a la perfección, si se entiende que su único fin consiste en asegurar la impunidad de los poderosos, sean éstos políticos, empresarios o criminales (o todo a la vez). Si en el 2000 no conseguimos transformar al país fue en buena medida porque quienes se benefician de él hicieron hasta lo imposible por impedirlo. Los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala son la consecuencia extrema de nuestro fracaso democrático. El 26 de septiembre no debería ser sólo un día de luto, sino un día de vergüenza.

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Publicado en Reforma, 26 de septiembre, 2015