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Impactantes, dolorosas, las imágenes de los deportados de Venezuela hacinados en los albergues, angustiados por su futuro y por no saber si podrán recuperar sus pertenencias. Impactantes también las de los colombianos indocumentados que salieron por su cuenta y riesgo, cruzando el Táchira con sus colchones y neveras a cuestas, con el agua hasta la rodilla, huyendo de la persecución y los abusos de autoridad de la Guardia venezolana. Tiene que ser muy grande la amenaza y muy grande el miedo para que la gente huya tomando esos riesgos. Negar —como hacen las autoridades de Venezuela— que esto es maltrato y xenofobia, es imposible; y también es imposible dejar de sentir indignación ante las humillaciones a nuestros connacionales por parte del régimen autoritario de Nicolás Maduro que, como Chávez, su padre putativo ahora reencarnado en pajarito, usa el tema colombiano para reencaucharse y ocultar el patético fracaso de sus políticas internas.
El peligro es que esa indignación colectiva pase de un natural sentimiento patriótico a un iracundo patrioterismo, pues éste, que siempre es incendiario, es facilísimo de atizar. Y eso, claro está, es lo que quiere el señor Maduro, que por lo visto está dispuesto a todo con tal de mantenerse en su sillón de déspota tropical. Esa es la cáscara que quiere que pisemos y es la trampa en que podemos caer si la réplica es en los mismos términos que los del provocador. En efecto, Colombia es pasión, y la tendencia de muchos periodistas es la de avivar pasiones y la de nuestros pueblos la de caer en la bravuconada, algo muy propio del macho latinoamericano. La prueba es que el que sabemos —el de le parto la cara, marica— ya salió de nuevo con su megáfono a envalentonar a los que en su cabeza son votantes.
Es verdad que estamos tentados a hacer comparaciones obvias —Hitler, la franja de Gaza, etc—, pero la circunstancia es tan delicada que escoger el camino de la agresión y la confrontación es muy poco inteligente. Porque nada de lo que sucede del otro lado es inocente: Maduro y sus incondicionales juegan a tres bandas: al echarle la culpa a Uribe de la presencia de paramilitares lo empodera, y ese empoderamiento termina por lesionar a Santos, en un momento definitivo de los diálogos de La Habana. Todo tambalea, y el ciudadano común, tan maleable, puede terminar adhiriendo, no al pausado, al conciliador, sino al que más odia y más grita.
Buena parte de la opinión ha sido prudente, porque, entre otras cosas, la realidad parece ser más compleja de la que vemos a primera vista. Algunas fuentes hablan de que sí hay paramilitares infiltrados —y ya sabemos estos a qué fuerzas sirven—. También queda en evidencia que los colombianos que hoy vuelven, echados como perros, viajaron huyendo de la violencia guerrillera. Y otro factor es el del contrabando, un viejo problema de frontera. Nada de esto justifica las acciones desalmadas del Gobierno venezolano, ajenas a cualquier protocolo, pero sí hablan de una frontera donde hace mucho algo estaba por estallar. Hay que ser firmes, sí, y defender nuestra dignidad, pero con sabiduría táctica. ¿O querríamos iniciar otra guerra —provocada esta vez por un populismo delirante— aún antes de acabar con la que ya tenemos?
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31 de agosto, 2015
Estaba ansioso por leer la opinión de Piedad al respecto. Ha sido clara y contundente, sin medias tintas ni brechas a tendenciosas interpretaciones.
Parece que escribió lo que realmente pensaba, sin eufemismos ni jugando a quedar bien con nadie.
Ahora, falta ver que opina la filantrópica y siempre llena de amor, Piedad Cordoba. Y William Ospina, por supuesto…