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Lea ‘Reto Caribe’, el relato escrito por Ramón Pasquier para The Gentleman’s Wager en Prodavinci

Lea 'Reto Caribe', el relato escrito por Ramón Pasquier para The Gentleman's Wager en Prodavinci 640

Fotografía de Roberto Mata, en La casa en Los Roques dentro del proyecto #TodoPasaEnCasa. Haga click en la imagen para ver toda la serie.

RETO CARIBE

Retarlo era un desenlace natural. Dos hombres del Caribe no pueden permanecer demasiado tiempo en silencio. Mucho menos en medio del mar, de ese mar. Desde que Herman Melville leyó en voz alta y por primera vez “Call me Ishmael“, el mar y la literatura siempre ha sido un sitio para los retos

— ¿Podrías hundirte hasta sacar arena del fondo, justo donde estamos ahora?
— …
— Yo podría. No debe haber más de cincuenta metros entre el bote y el suelo.
— …
— Igual, no creo que puedas hacerlo.

Ningún talento se pierde con los años. El silencio, en cambio, es de esas cosas que se aprenden con el tiempo. En especial el tiempo en el mar y entre caballeros.

— Voy a hacerlo. Asegúrate de que el bote no se mueva demasiado. Traeré un puño de arena. Ya verás.

Volvió al rato. El puñado de arena se deshizo entre sus dedos mientras se daba cuenta de que la distancia era un desafío todavía más grande de lo que pensaba, pero en su mano quedaba suficiente para testimoniar la hazaña. El brazo con el puño apretado entró de golpe en el peñero bamboleante. No era la mejor manera de subirse, pero no quería que se le escapara ni un grano más. “Acá está: arena del fondo. Ahora ayúdame a subir”‎. Lo dijo y abrió las dos manos de golpe, para cerrarlas de nuevo en el borde de madera a esperar el brazo que no llegó.

El esfuerzo para subir a un bote en movimiento es enorme cuando se hace sin ayuda, sin aire y sin haberlo hecho nunca antes. En las rodillas ‎quedaron los raspones como evidencia de cada intento frustrado. No estaba. De resto, en el bote todo estaba intacto. Todo. La malla con los limones. Los ajíes. La cebolla morada, germinada por el tiempo que tuvo que pasar en la nevera, postergándose. ‎Y los cinco pescados rojos, ya desescamados, limpios.

“Cinco son suficientes. Tenemos que acostumbrarnos a que ahora sólo comeremos nosotros dos”.‎

También estaban las dos botellas de agua potable, los rollos de nylon, la caja de herramientas convertida en exhibidor de anzuelos y las vísceras que sobraron después de no necesitar más carnadas. Siempre le pareció terrible ese apetito caníbal de los peces, ese asunto de caer en la trampa de comerse las vísceras de uno que ‎acababa de morir segundos antes.

Todo estaba ‎intacto, menos él. Durante apenas unos segundos tuvo consciencia de que en algún momento iba a ser así: volvería de un viaje breve y ya él no estaría. Y otra vez tendría que hacerse cargo de todo. Aun así no sintió miedo. ‎Sólo lo pensó y de inmediato empezó con el inventario de vegetales a bordo.

No se percató de la cuerda que salía del lado contrario por donde subió sino después de todos esos pensamientos. El pequeño bote estaba ‎anclado.

Un poco de arena húmeda todavía resbalaba en un costado cuando lo vio lejos, en la orilla y tendido al sol. Su despreocupación parecía obligarlo desde aquella costa mínima a hacerse cargo, a avanzar.

Habría sido un exceso encender el motor. Uno de los tres pares de remos estaban fuera del estuche. Levó el ancla, que no era otra cosa que tres retazos curvos de cabillas soldados, y empezó a navegar hacia la playa, dándole la espalda.‎

La tercera vez que vio a los remos calar en el agua empezó a reírse. Una risa llena, gozosa, viva. Al ver que el bote estaba a unos cincuenta metros de él, desde la orila, le gritó: “¡Tenemos que acostumbrarnos a que ahora comeremos sólo nosotros!”. Y el bote se detuvo.

Él siempre nadó mejor que todos en casa. A pesar de los años y los kilos ganados, seguía siendo un nadador excelente. Le tomó apenas unos segundos llegar y se subió al bote en el primer intento.

— ¿Pudiste?
— …
— Claro que pudiste. Me diste tu palabra.
— …
— Vamos a intentar cortar la cebolla y los ajíes como ella.
— …
— Al menos esta vez podremos hacerlo más picante. Si pasa más tiempo el pescado no queda igual, ¿recuerdas?
— …

— Ella tenía razón: somos idénticos.
— ‎…empiezas a sonar como ella.
— ‎Si es así, entonces encárgate tú de cortar los limones.
— ¿Tenemos que empezar a repartirnos su ausencia?
— No. Tenemos que empezar a repartirnos su cariño, ¿lo recuerdas? Ambos le dimos la palabra. Tenemos que cumplirla. Juntos.

La tercera vez que los cuchillos calaron la carne de los peces empezaron a reírse. Juntos. Era una risa llena, gozosa, viva. Y nueva.