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Lluvia negra; por Jorge Volpi

Por Jorge Volpi | 8 de agosto, 2015
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Captura de Rapsodia en agosto de Akira Kurosawa

1

Más de seis décadas después, a fuerza de una repetición tan inclemente como vana, la imagen se ha vuelto casi anodina: la sublime belleza del horror. La columna de humo incandescente elevándose hacia el cielo. El paraguas espumoso y criminal. El ángel de la muerte. El hongo de fuego.

Habría que imaginar, en cambio, el primer día. Ese día. Hiroshima, 6 de agosto de 1945. Los primeros ojos que admiraron el estallido. Los primeros ojos que quedaron ciegos. El primer rostro calcinado. El primer cuerpo desollado.

Y el primer sobreviviente.

2

¿Para qué sirve una novela? Hay una respuesta que incomoda a escritores y críticos por igual, pero que no por ello es menos verdadera: para vivir las vidas que no tenemos. Para observar aquello que no podríamos observar de otra manera. Para romper el severo aislamiento que nos separa de los otros. Para sentir, por un instante, como sienten los otros. Para, por un instante, ser otros.

Para observar por primera vez, sin calcinarnos, el estallido de la bomba.

3

No queda más remedio: la bomba se ha convertido en la mejor metáfora del siglo xx. En su condensado o su resumen. El viejo pacto de Fausto con el diablo: se ha dicho una y otra vez hasta el cansancio. La ciencia al servicio del poder y sus fantasmas. Habernos convertido en la única especie capaz de extinguirse por propia voluntad.

Pero, al convertirse en símbolo, en emblema, la bomba casi ha borrado lo que fue: las muertes puntuales de miles de inocentes. Las heridas ciertas, dolorosas, inocultables, de cientos de miles de víctimas. Vidas destruidas. Vidas al garete.

Aborrecemos la bomba pero procuramos ocultar sus efectos. Nadie quiere acordarse ya de los cadáveres. Menos aún de los supervivientes. De esos que vivieron para contarlo pero de los que por fortuna, a más de seis décadas de distancia, quedan ya muy pocos. Porque ellos son el último testimonio de lo que somos, en realidad, los humanos.

4

Durante la segunda guerra mundial, Masuji Ibuse (1898-1993) trabajaba en el departamento de propaganda del Ministerio de Guerra japonés. Ni más ni menos. Podemos imaginarlo redactando informes -reconozcámoslo: mentiras; reconozcámoslo: ficciones de novelista- y transmitiéndolos a sus superiores, y luego a sus compatriotas, para levantar sus ánimos mientras se prolonga el conflicto. Y entonces, un día, recibe una noticia imposible de maquillar. Una noticia que, todos lo saben, precipitará la rendición del Emperador. Una noticia que, quizás él lo adivina, cambiará no sólo el destino del Japón, sino el del planeta.

¿Cuánto habrá tardado Masuji Ibuse en comprender que algún día tendría que narrar aquello? Su empresa literaria es el reverso exacto de sus labores durante la guerra: despojar una noticia de eufemismos, arrancarle toda floritura y toda retórica, despojarla de ideología. Reducirla a lo único que, en realidad, importa. Las vidas de unos cuantos personajes. No: la vida de unas cuantas personas. Una familia. Una familia que sobrevive a la bomba y a la lluvia negra. Una familia que, al sobrevivir, no sobrevive ni a la bomba ni a la lluvia negra.

Y entonces Masuji Ibuse escribe, transcribe: Lluvia negra (Koroi Ame). Y se vuelve célebre. Pero eso no importa. Sólo importan las personas que la habitan.

5

“Yo soy la muerte”, se fustigó con cierta dosis de histrionismo J. Robert Oppenheimer al enterarse de la explosión de Hiroshima.

Frente a esta frase grandilocuente -y al arrepentimiento del científico que por un momento prefirió la ciencia a la justicia- quedan los personajes, no, las personas de Lluvia negra. Shigematsu Shizuma y su sobrina Yasuko son el reverso de Oppenheimer.

Son la vida.

6

Lluvia negra posee el estilo de la tierra devastada. Tan árida como la ciudad luego del ataque. Una novela en ruinas.

7

La novela, como toda gran novela, da voz a los sin voz. Y, mejor que eso, nos permite creer o quizás sentir que esa voz es también la nuestra.

Masuji Ibuse apenas se atreve a comparecer en sus páginas. El novelista enhebra con discreción oriental los diarios de sus personajes. Insisto: de esas personas, de los sobrevivientes. Cada uno cuenta, en un estilo igualmente adusto, despojado, lo que ocurrió ese día. Y, aún más importante -y mucho menos recordado- lo que ocurrió en los días siguientes.

La Historia resguarda la memoria de ciertos hechos. La Novela, su contraparte, su rival, su enemiga, resguarda la memoria de ciertos individuos. Eso hace Masuji Ibuse. Y por eso Lluvia negra sobrevive.

8

Una escena secundaria concentra la visión japonesa del desastre: estalla la bomba, un regimiento de jóvenes soldados recibe quemaduras indescriptibles, su jefe les ordena suicidarse. Según la leyenda, sólo uno incumple la orden.

Es quien lo cuenta.

Como Masuji Ibuse.

9

Más que una novela sobre la bomba, Lluvia negra es un libro sobre la “enfermedad de la radiación”. No caben aquí comentarios geopolíticos, discursos sobre la humanidad y sus chacales, reflexiones sobre el fin de la historia o el fin del mundo.

Lluvia negra responde a una sola pregunta: ¿qué ocurrió con quienes contemplaron el estallido y luego tuvieron que seguir con sus vidas?

En otras palabras: qué significó sobrevivir.

10

En su diario Yasuko, la hija casadera de Shigmatsu, escribe sobre en su entrada del 6 de agosto de 1945: “A las 4:30, el señor Nojima vino con su camión a recoger nuestras pertenencias para llevarlas al campo. En Furue hubo un gran fogonazo seguido de una explosión. Un humo negro se elevó por encima de la ciudad de Hiroshima como una erupción volcánica. En el camino de vuelta, fuimos por Miyazu, y desde allí en barco hasta el puente de Miyuki. La Tía Shigeko estaba ilesa, pero el Tío Shigematsu tenía heridas en la cara. No se había visto jamás un desastre así, pero es imposible hacerse una idea aproximada. La casa está inclinada unos 15 grados, así que este diario lo estoy escribiendo a la entrada del refugio antiaéreo”.

La descripción es seca, sin apenas dramatismo. Allí está, justamente, lo terrible.

11

Lluvia negra, lo he dicho, no es una novela sobre la bomba. Es una novela sobre un padre que quiere casar a su sobrina. Shigematsu Shizuma tiene el deber de casar a su sobrina Yazuko. Y, para ello, debe convencer a su posible marido de que ella no ha contraído la “enfermedad de la radiación”. Convencer al otro de que no ha ocurrido nada. De que la lluvia negra que cayó sobre su piel y su cabello no la ha afectado. Como un propagandista de guerra, Shigematsu maquilla la realidad. No quiere que Yazuko se quede sola. No quiere el oprobio para Yazuko. Pero su empresa es, como para los propagandistas japoneses, imposible. La “enfermedad de la radiación” está allí. De hecho, es lo único que existe.

12

Yazuko es la víctima perfecta. Joven, tímida, quizás no muy agraciada. Más que casarse, ella sólo quisiera hacer feliz al Tío Shigematsu. Pero no lo consigue. Porque la vida cotidiana no sigue después de la bomba. Porque la bomba no ha cambiado el destino de Japón o de la humanidad: ha destrozado su vida. Y la vida de los suyos. Pese a las bienintencionadas mentiras de su Tío, Yazuko enferma. No puede ser de otra manera.

Jorge Volpi 

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